lunes, 7 de noviembre de 2011

PRESENTACIÓN DEL LIBRO: EL PODER EN VITORIA Y SUÁREZ



ACADEMIA NACIONAL DE CIENCIAS

MIÉRCOLES 23 DE NOVIEMBRE
17:30 hs.

PRESENTACIÓN Y DISCUSIÓN DEL LIBRO

INTERPRETACIÓN DEL PODER EN VITORIA Y SUÁREZ
de 
SERGIO RAÚL CASTAÑO
(EUNSA 2011)

PANEL A CARGO DE:
RAÚL MADRID
LAURA CORSO DE ESTRADA
LUIS E. ROLDÁN
Y
EL AUTOR


***
Av. Alvear 1711
Buanos Aires


 



viernes, 21 de octubre de 2011

LA IDEA DE CRISTO REY




"La idea de Cristo Rey y la humanidad actual"

por Emilio Komar

[Alocución del Profesor Komar en ocasión de la celebración de Cristo Rey del Universo, en Slovenska Hiša (Casa Eslovena), Buenos Aires, 26 de noviembre de 1978. La presente versión castellana es traducción de un distinguido miembro de la comunidad eslovena de Bariloche, el Dr. Estanislao Zuzek, a instancias del autor de este blog y del Prof. Héctor H. Hernández, quien lo publicó -primera vez en castellano- en el nº 15 (2008) del Diario Especial de Filosofía del Derecho del diario El Derecho, del que es Director.]


Celebramos hoy la Festividad de Cristo Rey. Seguramente el reinado de Cristo no es una de esas verdades de la fe que al cristiano de nuestra época, a pesar de su comprensibilidad evidente, no le causarían dificultades, cuanto más aun al no-cristiano. Por esta razón trataremos de mostrar, según nuestras posibilidades, su significación y su vigencia actual y, con ello, el sentido de esta festividad que hoy celebramos.

LA HISTORIA ACTUAL ES HISTORIA FILOSÓFICA

La historia de los últimos dos siglos es historia filosófica; esto es historia de los enfrentamientos y luchas entre diversas ideologías, ideas contrapuestas y filosofías. Algo parecido esto no podríamos decir ni de la historia antigua ni de la Edad media y tampoco de la era moderna anterior al siglo XVIII. Por ejemplo, la filosofía de los griegos no tuvo ningún rol en la Guerra del Peloponeso. La tan altamente evolucionada filosofía del Medioevo influyó en muy pequeño grado en los acontecimientos políticos de la época. Quizás podría hablarse solamente de una difusión indirecta de las ideas filosóficas en la vida política medieval. La luchas políticas y religiosas en los primeros siglos de la era moderna muestran también una muy baja participación de los ingredientes filosóficos. La situación cambia radicalmente de cariz en el siglo XVIII, con el surgimiento del iluminismo. La Revolución francesa fue precedida por los escritos de Montesquieu, Voltaire, Fontenelle, Rousseau, la monumental obra de la enciclopedia francesa, los tan detalladamente preparados “círculos filosóficos” por toda la Francia; dicho en pocas palabras: [la revolución francesa] fue preparada por la nueva filosofía. El liberalismo iluminista, que por intermedio de la revolución francesa se expandió por toda Europa, no fue solamente una corriente de intereses políticos, sino una manifiesta nueva ideología (visión del mundo). El tradicionalismo romántico que le hizo frente, fue a su vez también, más que cualquier otra cosa, la expresión de una filosofía opuesta al liberalismo. En la primera mitad del siglo XIX aparece la tercer corriente de pensamiento, que toma algo de las dos precedentes y las amalgama en una sintesis nueva: el socialismo. Por un lado, éste se considera como la prolongación de las ideas más hondas de la revolución francesa y, por otra parte, lucha contra la burguesía que (gracias a esa revolución) accedió al poder. En la misma época aparecen los gérmenes de lo que fue después el nacionalismo, en sus diversos matices. En los albores de nuestro siglo [s. XX] nace en Italia el movimiento fascista y algo más tarde el nazismo en Alemania. A cada uno de éstos los apadrina una filosofía que, a través de una política acorde, ve en ello la manera de verse realizada en la práctica. El compañero de Marx, Engels, caracterizó este trasfondo filosófico – en lo que respecta al marxismo – con una expresión plástica de que “el proletariado europeo es heredero de la filosofía clásica alemana”. Esto implica, (ser heredero de) Kant, Fichte, Schelling y, fundamentalmente, de Hegel. Los movimientos demócratas cristianos tampoco le escapan a esta caracterización genérica. Su mayor promotor fue el papa León XIII por intermedio de sus encíclicas sociales y políticas. Por otra parte el mismo León XIII es considerado como el máximo filósofo católico del pasado siglo. Según las propias palabras de León XIII, la encíclica social Rerum novarum y la encíclica sobre el resurgimiento de la filosofía de Santo Tomás de Aquino, Aeterni patris, están muy profundamente relacionadas entre sí.

EL NUEVO ORDEN ARTIFICIAL EN CONTRA DEL ORDEN NATURAL

Si nos pusiéramos a buscar un denominador común a las corrientes filosóficas desde el iluminismo francés del siglo XVIII en adelante hasta las novísimas manifestaciones de la nueva izquierda, como el eurocomunismo, neoiluminismo, la “sociedad abierta” de Popper, etc. encontraríamos en la mayoría de las veces una preocupación por un nuevo orden artificial humano, presuntamente superior al precedente y, junto a esto, una total falta de aprecio por el existente orden natural. Tenemos presente en la mente en primer lugar a los movimientos de inspiración no cristiana, aunque no solamente aquéllos.

Pues, también numerosas corrientes de, al menos, base cristiana ignoran en mayor o menor grado la función del orden natural y focalizan su atención hacia el orden artificial, impuesto por el hombre. [...] Para los años recientes podríamos citar la progresista “teología política” del teólogo católico alemán J. B. Metz, en el marco de la cual se hace imposible hablar del orden natural y de sus exigencias.

Un orden así, que no se subordina y no coopera con el orden natural, como el que se manifiesta en la misma creación divina, es esencialmente un orden externo; esto es. a una dada realidad le es aplicado un orden de afuera. Es cierto que los viejos iluministas hablaban frecuentemente del orden natural, pero en las categorías del iluminismo lo “natural” significa simplemente lo opuesto a lo “sobrenatural” y no un cierto orden natural, considerado desde un punto de vista realista, como un orden inscripto en la cosa misma, cuyo origen obviamente sólo puede ser sobre-humano.

DESDE LA NEGACIÓN DEL ORDEN NATURAL HASTA EL ENDIOSAMIENTO DEL PODER Y DE LA FUERZA

Patentemente o no, el sólo hecho de la negación del orden natural implica para el negador que la realidad existente es solamente un material, una masa informe, que únicamente va a cobrar significación sólo después que el hombre le imprima un ordenamiento externo. La negación del orden natural ya constituye una especie de materialismo; no ése que predica que todo es sólo materia y que no hay espíritu; sino aquél otro, al parecer más difundido y peligroso que el primero, puesto que mira a la realidad como un material al que es necesario transformar. Esta falta de sentido y familiarización o compromiso para con la realidad, la insensibilidad para con su significación y sus valores, pone al descubierto el íntimo carácter materialista de tal forma de pensamiento.

Entonces, si no hay ningun orden natural objetivo, que pudiera ser seguido por los intentos de implantación de un ordenamiento artificial, todo ordenamiento artificial es igualmente justificable y el debate sobre la conveniencia y justicia es necesariamente transferido al terreno de la fuerza, violencia y poder. Si todos los ordenamientos artificiales están fundamentados igualmente, vencerá aquél que venga acompañado de más fuerza. Esto lo dijo claramente Nietzsche, cuya filosofía de la fuerza y poder puros es la consecuencia lógica dela negación de todo orden natural. Nietzsche manifestó sin pelos en la lengua lo que los demás envolvían en hermosas palabras engañosas: solamente se trata de la supremacía (como predominio). Ésta cuestión es la única. Y por esto es Nietzsche insuperable en esta línea de pensamiento. Ninguna de las corrientes de pensamiento que niegan el orden natural, en razón de su consistencia lógica, puede soslayar a Nietzsche.

EL COMBATIVO PAPA PÍO XI

En un contexto así, la paz duradera se hace imposible. Esto se evidenció después de la Iª guerra mundial. Los vencedores no actuaron en profundidad. El gobierno republicano francés prosiguió aferrado a su rutinaria filosofía iluminista. En Italia ascendió al poder el movimiento fascista con un programa y orientación que conducían necesariamente hacia conflictos y violencia. La Alemania humillada con la derrota ya estaba preparando la revancha: habiendo sido su expresión más manifiesta el inminentemente triunfador partido de Hitler. En Rusia, después de la muerte de Lenín el bolchevismo se venía preparando para el advenimiento del proceso de consolidación interna del estado, el cual concluyó con las purgas de Stalin. Parecía que todo el Mundo estaba buscando la salvación de sus dificultades en la violencia, la supremacía y el poder. Las erupciones extremistas de tal estado de ánimo no eran casos aislados sino manifestaciones muy remarcadas y enteramente expresiones de la filosofía política predominante en general.

En el marco de este estado de cosas, a fines del año jubilar de 1925 sale a la luz la encíclica Quas primas, instaurando la festividad litúrgica de Cristo Rey y que en su preámbulo proclama el dogma de fe sobre el reinado de Cristo. El papa Pío XI recordó al Mundo que Cristo es el único y verdadero gobernante del mundo y de su historia. ¡Que la humanidad no olvide esta fundamental verdad! Toda la lucha por el poder, toda la voluntad por la fuerza y por el poder (Wille zur Macht se titula la obra principal de Nietzsche) carecen de sentido, todo ordenamiento humano del mundo, que no coopera con el orden natural, dado por Dios, está condenado al fracaso. Puede causar mucho mal, pero no puede crear nada que sea verdaderamente duradero. Esta proclamación fue un acto manifiestamente inconformista y profético del magisterio supremo de la Iglesia. En esta incesante carrera por el poder y control, ¡el Mundo no tiene razón! ¡Que el mismo se dé cuenta y se convierta y que reconozca a Cristo, que todo lo abarca y que a todos incluye!

La figura de Pío XI es para las generaciones actuales casi desconocida. En cambio, a nosotros, que crecíamos en esa época, nos quedó grabada en la memoria como una personalidad excepcionalmente decidida y luchadora. Como estudiantes leíamos sus recuerdos de montañista, admirabámos sus ascensiones en los Alpes de Lombardía, las descripciones de sus osadas proezas de montaña durante su desempeño en Milán como bibliotecario de la “Ambrosiana”. Como papa fue decidido y denodado para con con los poderosos de este mundo: no tenía miedo en decirles en cara la verdad. El embajador de Italia ante la Santa Sede, prof. Cesare Maria Vicchi di Val Cismon, amigo de Mussolini, relata en sus memorias que cierta vez Pio XI lo convocó encargándole para que le diga a su jefe, de que al papa le causa repugnancia su comportamiento de semidiós, al comportarse como si estuviera suspendido entre el cielo y la tierra… “Dígale a su líder que este comportamiento le repugna al papa. Con estas palabras: ¡Que al papa le repugna!” En momento oportuno el embajador le transmitió esto a Mussolini. A lo cual éste guardó silencio, reflexionó y luego tranquilamente expresó: “El papa tiene razón”. Cuando la visita de Hitler a Roma, un poco antes del inicio de la guerra, Mussolini dispuso que la ciudad fuera iluminada “a giorno”. A su vez, el papa determinó que todos los edificios pertenecientes a la Iglesia permanecieran en oscuridad total. Esas grandes manchas negras en el mar de luz clamaban que la Iglesia piensa distinto. Y nada ocurrió.

La juventud de entonces veía en la idea de Cristo Rey la expresión de ese espíritu de lucha y por ello en sus bocas con el grito de “¡Viva Cristo Rey!” morían los mártires en México y durante la revolución española, al igual que más tarde en nuestro suelo [se refiere a las víctimas de la revolución comunista en Eslovenia durante la IIª Guerra Mundial y en los años subsiguientes]. La idea de Cristo Rey guiaba también a católicos alemanes y austríacos en su lucha de resistencia contra el nazismo. Justo antes del inicio de la IIª Guerra mundial transcurría en Ljubljana el majestuoso Congreso internacional de Cristo Rey, organizado por el movimiento universal, surgido gracias al libro del ya difunto prelado esloveno Janez Kalan El Mundo para Cristo; libro de autor esloveno, que fue traducido en esa época a la mayoría de los idiomas y al cual, muy pronto, el régimen de Hitler incorporó en la lista de libros prohibidos.

La IIª Guerra Mundial y los grandes cambios que la misma generó, desplazaron el dogma del reinado de Cristo del centro de atención del mundo cristiano. La historia es como una sinfonía, como un largo poema, al decir de San Agustín no todos los motivos suenan a la vez y a lo largo de toda la poesía no resuena el mismo motivo. Ahora que la Iglesia es gobernada por el luchador e intrépido arzobispo de Cracovia, parece que están retornando (a sonar) motivos acordes de lucha, que nuestros días pasaron a ser otra vez días de un catolicismo activo, de lucha. Pero, ¡cuidémonos! ¡Que no aparezca como que el reinado de Cristo sea una versión católica de Wille zur Macht! El reino de Cristo no es de este mundo, lo trasciende, es trascendente pero también se extiende a este mundo, se mete en el corazón de las cosas y personas, pero que no debemos confundirlo [esl: zamenjavati ga] con ninguna de las fuerzas políticas temporales. Esta verdad de fe es demasiado honda como para que pueda encontrar en actitudes superficiales, seculares, triunfalistas, una expresión externa apropiada.

¿PORQUÉ ES CRISTO EL REY DE TODA LA CREACIÓN?

¿Y cuáles son los títulos filosóficos y teológicos que fundamentan y justifican el reinado de Cristo sobre toda la creación?

1 – Primero. Podríamos decir que Cristo es rey por derecho de nacimiento. El reinado sobre la creación le incumbe en principio al Dios Trino como tal, pero de manera especial le pertenece a la Segunda Persona, al eterno Verbo y Sentido. Esto lo expresa la discípula de Husserl, convertida al catolicismo y, luego, carmelita Edith Stein, muerta en Auschwitz, para quien está en curso el proceso de beatificación [El papa Juan Pablo II beatificó a Edith Stein el primero de mayo de 1987, en Colonia (Alemania) y la canonizó el 11 de octubre de 1998, proclamándola como copatrona de Europa]: Habíamos hablado de la doble faz de la Palabra como esencia divina que toma conocimiento de sí misma – esto es la imagen del Padre – y como arquetipo y principio de toda la creación, puesto que la idea de la creación – como todo lo que está en Dios – está desde siempre; por ello la Palabra (Logos) y la creación se corresponden desde siempre, a pesar de que la creación tenga su comienzo en el tiempo y que en el mismo transcurra su desarrollo. Al engendrar el Padre al Hijo, pronuncia la Palabra, le entrega la creación, según estaba previsto desde la eternidad. Y en ello están previstas tanto la diversidad de todo lo existente, como la totalidad reglada y ordenada, como asimismo el ser de cada parte constitutiva, que es particular y, sin embargo, conformada a la totalidad (Endliches und ewiges Sein, pág. 326).

2 – Luego es Cristo también rey de toda la creación por derecho adquirido, puesto que con su sangre ha redimido y liberado no solamente a la humanidad sino a todo el universo del lastre del mal, puesto que según las tan conocidas palabras de Pablo que toda la creación gime bajo el yugo del pecado. Esta es la idea que se encuentra tan cabalmente expresada en la oración del ofertorio y que dice: “¡Oh, Dios, que tan admirablemente has creado la dignidad de la naturaleza humana y aun más admirablemente la has renovado!” Esta renovación por la sangre de Cristo es como una nueva y más maravillosa creación.

3 – Por encima de todo, según enseñan los teólogos, a Cristo le fue dado positivamente todo el poder, legislativo, judicial y ejecutivo, según consta en numerosos pasajes de los Evangelios y Hechos de los Apóstoles. “Me fue dado todo el poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28, 18). Es por esto que Cristo es el verdadero gobernante de toda la creación, Pantokrátor, al decir de la liturgia cristiana de rito oriental. Ninguna cosa puede escaparle a su reinado, puesto que el sentido y el valor de toda cosa existente no es otra cosa que la participación, a modo de un reflejo pálido y lejano de su Sentido y Valor infinitos. Al decirlo así de que Él gobierna desde adentro de las cosas mismas, puesto que de Él provienen, en Él existen y hacia Él tienden. Por esto su reinado no constituye una carga sino que libera, puesto que cada creatura es solamente un cierto reflejo de su plenitud existencial. Si [la creatura] no se le asemeja, [ésta] no se asemeja a si misma. Por ello, en el siglo XII enseñaba San Bernardo respecto del hombre: “Si se asemeja a Él, se asemeja a sí mismo; si a Él no se asemeja, no se asemeja si mismo”. En razón de ello justamente, puesto que de Él todo depende, que nada puede escaparle a su poder que todo lo abarca, es tan afable su reinado [que no constituye carga, no opresivo]. “Tu, Señor que amas la vida, eres indulgente con todo, por ser tuyo” (Sab 11, 26). [Según Biblia de Jerusalén, versión en castellano, el versículo correspondiente dice: “Mas tú todo lo perdonas porque todo es tuyo, Señor que amas la vida”]. Su Sentido, Sabiduría, que todo lo incluye e impregna, es “espiritu afable” (Sab 1, 6) [Según Biblia de Jerusalén, versión en castellano, el versículo correspondiente dice: “La sabiduría es un espíritu, que ama al hombre”].

EN DIOS NO HAY VIOLENCIA, NADA CONTRA LA NATURALEZA

La violencia es una presión proveniente del exterior y con la cual, al que le es aplicada, no colabora (cf. Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1,3, 1110 a), puesto que si cooperaba ya no podría hablarse de violencia. De ahí el origen del principio jurídico “Volenti non fit injuria – el que asintió no sufre violencia”. Por esto en Dios, que es infinita y autosuficiente perfección, “no hay violencia, no hay nada contra la naturaleza” (Sto. Tomás, Contra gentiles, L. I, c. XIX). Por ello también en el reinado de Cristo, que manifiesta la esencia y gloria divina en la creación, no existe ninguna violencia y nada contra la naturaleza. ¿Y el pecado? ¿No es acaso producto de la corrupta naturaleza humna? El pecado no es la manifestación de la naturaleza humana, sino de la libre voluntad, que no acepta el orden natural y que no coopera con el mismo. El pecado es algo artificial, antinatural. Únicamente seres libres, como lo son los ángeles y los hombres, pueden pecar. Con el pecado es introducida una discordancia en la inconmensurable armonía de la creación divina y, con ello, la violencia. Quien en la creación y en la historia no ve la armonía, quien no quiere ver el profundo orden natural aún debajo del desorden de la historia se opone (rechaza) a la evidencia y la luz y, por eso, ya peca. [En adelante, transcripciones directas de la Biblia de Jerusalén:] “Los cielos cuentan la gloria de Dios, la obra de sus manos anuncia el firmamento; el día al día comunica su mensaje, y la noche a la noche transmite la noticia. No es un mensaje, no palabras, ni su voz se puede oir” (Salmo 18 [19, según B. de J.) Quienes no ven este orden, según san Pablo, no tienen justificación: “Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras; su poder eterno y su divinidad, de forma que son inexcusables; porque, habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, antes bien se ofuscaron en vanos razonamientos y su insensanto corazón se entenebreció, jactándose de sabios se volvieron estúpidos… “ (Rom I, 1, 20-22). El reconocimiento de este órden y el alcanzar así la sabiduría, que es reflexión de la infinita Sabiduría, no es difícil; no es algo que esté más allá de la capacidad del hombre. “Radiante es la Sabiduría, jamás pierde su brillo. Fácilmente la contemplan los que la aman y la encuentran los que la buscan. Se anticipa a darse a conocer a los que la anhelan. Quien por ella madrugare, no se fatigará, que a su puerta la encontrará sentada”. (Sab 6, 12-14). Y el laureado con el premio Nobel, el físico atómico Werner Heisenberg confirma lo mismo, en base a su profunda experiencia científica: “La naturaleza está creada de tal manera – y de esto estamos persuadidos – que la podamos comprender; quizás debería expresarlo al revés: nuestra inteligencia está conformada como para que pueda comprender a la naturaleza. Las mismas fuerzas ordenadoras, que han conformado la naturaleza en todas sus formas son también las responsables de la conformación de nuestra alma y, con ello, de nuestras posibilidades cognoscitivas” [W. Heinsenberg, Der Teil und das Ganze, versión en castellano: Diálogos sobre física atómica, B.A.C., Madrid, p. 128]. Quien quiera esté dispuesto a conocer el orden natural puede conocerlo.

DOS FILOSOFÍAS, DOS POLÍTICAS

De estas dos filosofías, de ésa que descubre y conoce siempre en mayor profundidad el orden natural y de aquélla que ve en la realidad dada sólo el material para las creaciones y ordenamiento por el hombre, se siguen dos polìticas, dos profundas actitudes que perfunden [en esloveno: prevevata] luego en todo pensamiento y acción. De la primera emerge el requerimiento por la sabiduría, que va descubriendo el sentido velado de las cosas, personas, situaciones y sucesos y es por ello abierta al aprendizaje y a toda la realidad, con la cual y con su orden coopera y va construyendo su accionar mediante la cooperación con el órden interno de las cosas. Su lema es el antiguo principio escolástico: “Ars cooperativa naturae – La obra artificial es sólo la cooperación con la naturaleza”. En razón de ello no es materialista, puesto que no se dedica al ordenamiento de un material-sin-sentido sino que completa la realidad, la cual ya está plena de sentido y valores. A ésta la respeta y se compenetra de la misma; en esto se revela su realismo profundo: es por ello que no es violenta. La “Magna charta” de esta sabiduría política, que excede los confines estrictos de la política, es el Libro de Sabiduría de Salomón.

Aquella otra filosofía que no ve y que no quiere ver el orden natural es, por lo tanto, necesariamente violenta, puesto que está imprimiendo desde afuera su órden a la realidad dada, No hace falta que sus ejecutores sean personalmente crueles; la crueldad yace ya en la concepción básica. Hegel es autor de la expresión horrible: “La violencia es la manifestación de la fuerza, más bien como algo externo… Por consiguiente, sobre el que padece la violencia, no sólo que es posible ejercer la violencia, sino sobre aquél la violencia debe ser ejercida” [Hegel: Wissenschaft der Logik, II, 3, 3: Wirkung und Gegenwirkung]. Puesto que si la cosa carece de sentido interno, debe serle impreso el sentido desde afuera. En Hegel abrevaba Lenin y, por intermedio de Gentile, también Mussolini, y que no hablemos de los alemanes. En, particular, tomemos en consideración solamente nuestro destino! [el autor se refiere a la trágica realidad de la nación eslovena]. La política que emana de esta filosofía no es una sabiduría realista sino más una bien táctica y técnica del poder y de la supremacía. Cómo ya lo hiciéramos notar antes, en este rumbo Nietzsche escribió las últimas e insuperables palabras.

LA IMPOTENCIA DE LA VIOLENCIA

La violencia no es fuerza genuina. Enseña la psicología [esl: globinska psihologija] que el hombre violento es, en el fondo, inseguro. Las memorias políticas publicadas después de la guerra, así como los documentos políticos secretos, mostraron cuánta inseguridad hubo en los círculos más encumbrados de los regímenes de terror y cuántos errores hubo que los adversarios los habían tomado como oro puro, en cuanto a su sólo brillo. El orden natural es invencible y el reinado de Cristo no puede ser comparado con ningún poder o fuerza humanos. Y aunque parezca como que las fuerzas del mal predominaran, es eso un parecer solamente; este parecer puede durar mucho tiempo y se hace difícil de soportar pero, en el fondo, la conformación de la creación na ha sido alterada en nada. La verdad del reinado universal de Cristo debe darnos, toda vez que la pensamos y nos compenetramos con ella, una profunda e inconmovible paz interior y con ello la seguridad y fortaleza. La seguridad íntima es lo que más añora el hombre ateo. Justamente, el desasosiego de su corazón, al cual no quiere reconocer ni encararse con el mismo, lo impele hacia la violencia: en forma obsesiva debe probarse a sí mismo una y otra vez su fuerza y poder. Sin embargo, en vano: toda la creación está en contra de él. “El universo, en efecto, combate a favor de los justos”. (Sab 16, 17). En el siglo XIII San Buenaventura – filósofo y teólogo franciscano, que tradujo al lenguaje teórico la experiencia de vida de San Francisco de Asís, el poeta y místico de la creación divina - escribió: “Aquel a quien la luz que emana de las cosas creadas no lo domina [en esloveno: prevzame], es ciego; aquel a quien no lo despiertan esas voces tan fuertes como son las voces de las cosas creadas, es sordo; quien a la vista de tanta magnificencia no siente la necesidad de alabar a Dios, es mudo; y quien en presencia de signos tan grandes no se da cuenta de que debe existir un Primer Principio, es verdaderamente un necio. Abre, pues, tus ojos, acerca el oído de tu alma, abre tus labios y no sujetes tu corazón, puesto que en todas las cosas creadas puedes ver, oír, loar, amar y adorar, magnificar y glorificar a tu Dios, si no, todo el universo se levantará contra ti. Así está dicho en las Sagradas Escrituras: “Y el universo saldrá a pelear con él (Dios) contra los insensatos” (Sab 5, 21). En cambio, el universo será el comienzo de la gloria para los sabios que podrán exclamar con el salmista: “Con tus hechos, oh Yahvéh, me regocijas” (Sal 91, 5). “ (Itinerarium mentis in Deum, 1º capítulo, in fine) [Edición en esloveno: sv. Bonaventura: Potovanje duše h Bogu, Brat Frničišek, Ljubljana, 1999, cfr. p. 45] . En esto consiste la fuerza misericorde del reinado de Cristo, porque el Sentido infinito confiere sentido a todas las cosas y con éste también el poder, puesto que en el mundo espiritual – no olvidemos que también el mundo material proviene del Espíritu – el sentido está vinculado misteriosamente con el poder: dónde no hay sentido, no hay poder (ver en Edith Stein, Ewiges und endliches Sein, pág. 403, “Wie im geistigen Leben Sinn und Kraft verbunden sind.”). En la liturgia oriental griega, después de la comunión, el diácono entona: “¡Oh Sabiduría, oh Sentido, oh poder Divino!”, puesto que sobre el altar un milagro tuvo lugar. Esta fórmula litúrgica puede ayudarnos a entender el misterio del reinado de Cristo, en el cual se encuentran reunidas de una manera inefable la Sabiduría, el Sentido y el Poder.


Fuente: “Ideja Kristusa Kralja in sodobno človeštvo”, del libro: Iz dolge vigilije, de Milan Komar, Druzina (Colecc. Sidro), Ljubljana, 2002; publicado originalmente en el semanario Svobodna Slovenija, Buenos Aires, 21 de diciembre de 1978. Traducción del Dr. Estanislao Žužek –dic. 2004 / en. 2005-; las aclaraciones entre corchetes y algunas de las notas pertenecen al traductor.



lunes, 19 de septiembre de 2011

EL FIN DE LA COMUNIDAD POLÍTICA PARA EL AQUINATE: OCHO TESIS

El texto inédito que aquí enlazamos reproduce la ponencia a la XVI Semana Tomista de 1991 del maestro de la filosofía práctica en Argentina, Guido Soaje Ramos.



 
por Guido Soaje Ramos

RESUMEN

Después de un prólogo y de la indicación de algunos presupuestos generales, el autor resume el contenido de su comunicación en las ocho tesis siguientes:

I. El fin de la comunidad política es el bien común político.

II. El bien común político es fin "qui" de la comunidad política.

III. El fin "quo" implica exigitivamente una causación colectiva recta bajo la dirección arquitectónica de la autoridad política.

IV.El bien común político es el mejor de los bienes temporales de las personas individuales (miembros de la comunidad política) -y de los grupos intermedias o infrapolíticos legítimos-.

V. El bien común político es el principio regulativo del orden político interno.

VI. El bien común político es el fin del orden jurídico interno del Estado.

VII. El bien común político es principio regulativo del orden económico.

VIII. El bien común político se subordina a Dios, Bien Común sagrado y trascendente.

El autor aclara, desde el principio, que en su comunicación se ciñe al pensamiento del Aquinate mismo.

viernes, 24 de junio de 2011

UNA CARTA DEL MAYOR TEÓLOGO MORAL TOMISTA DE NUESTROS DÍAS

Entre 1994 y 1998 sostuvimos un enriquecedor –y, para nosotros, honroso y gratificante- intercambio epistolar con quien ha sido el más profundo moralista tomista de las últimas décadas, y una figura significativa para la entera tradición moral tomista desde Sto. Tomás: Servais Pinckaers, OP. Teníamos entre manos en aquel momento un proyecto de tesis doctoral (que después abandonamos para dedicarnos de lleno a la filosofía política). Ese proyecto de tesis suponía la investigación de si la lex naturae es ley de la naturaleza humana o ley de la razón; más concretamente, si la naturaleza humana, a través de las inclinaciones naturales, se hace o no presente -en decisiva línea de fundamentación (material)- en los preceptos de la ley natural. O, más radicalmente aun, planteábamos: incluso en la concepción de la ley natural misma ¿debe afirmarse un anclaje de la formalidad práctico-operativa en la teórico-entitativa? Así parece pensarlo el propio Sto. Tomás: “secundum igitur ordinem inclinationum naturalium est ordo praeceptorum legis naturae” (S. Th., I-IIae., 94, 2). Pero no los más conspicuos representantes de la “New Ethical Natural Law Theory”, como G. Grisez, M. Rhonheimer y J. Finnis. Tal problema se vincula con la cuestión que todavía hoy agita intensamente a la filosofía moral tomista, cuestión que descansa, en última resolución, en el rechazo o la aceptación de la tesis clásica y tomista de la subalternación de la ética a la antropología, según se otorgue o no validez al género de objeciones que apelan a la denominada “falacia naturalista”. Nuestro proyecto no pretendía terciar explícitamente en la polémica que ha tenido por protagonistas (por sólo citar a los más renombrados) a L. Elders, H. Veatch, R. McInerny, F. Lamas, de un lado, y a J. Finnis y G. Grisez, de otro. Tampoco buscaba dirimir el estatuto epistemológico de la filosofía moral. Se planteaba, sí, probar que el conjunto de la moral de Sto. Tomás –y, en particular, su doctrina de la ley natural- no prescinde, antes al contrario, de la fundamentación teórico-antropológica. A tal idea, el P. Pinckaers nos respondió, en una de sus cartas, con un texto que excede el mero juicio aprobatorio respecto de nuestra posición. En efecto, Servais Pinckaers se extendió en una fértil y medular puntualización de los principios de su tomismo genuino, aquél que le valió a Las fuentes de la moral cristiana la calificación de “obra maestra” por Guido Soaje Ramos (Ethos, 14/15, 1986-7, p. 286), encomio que el maestro argentino gustaba repetir cuando conversábamos sobre el “ilustre teólogo”, como él lo llamó:





viernes, 10 de junio de 2011

EL CONSTITUCIONALISMO COMO EXPRESIÓN JURÍDICO-POLÍTICA DEL LIBERALISMO

"...El poder constituyente de la comunidad es la auténtica clave de bóveda para comprender la vinculación entre Estado, poder y derecho. Se trata, en efecto, como lo ha llamado el iuspublicista contemporáneo E. –W. Böckenförde, de un “concepto límite” . (La lograda expresión  forma parte del título de su obra Die Verfassunggebende Gewalt des Volkes. Ein Grenzbegriff des Verfassungsrechts (Frankfurt, 1986), uno de los principales estudios contemporáneos dedicados a nuestra tema.)

Con todo, la cuestión del poder constituyente, lanzada con ese nombre al ruedo de los grandes temas del orden político y jurídico en tiempos de la Revolución francesa, dista de estar dilucidada. No se trata de que no haya sido objeto de numerosos y también calificados estudios; sino de que, sin duda alguna, la determinación misma del sentido de los términos de la locución, en particular de uno de ellos, ofrece espinosas aristas y no puede ser aceptado unívocamente. Nos referimos al término “constitución”.

Un equívoco a despejar

En ese origen histórico de la respectiva locución yace, precisamente, un escollo importante en el tratamiento del tema, toda vez que el estudio de la constitución ha quedado prácticamente monopolizado por la corriente teórica denominada “constitucionalismo”, dentro de la cual, en tiempos de la revolución, cobró especial relevancia la cuestión del poder constituyente (“poder constituyente del pueblo / o de la nación”). El constitucionalismo, sobre todo en aquella época fundacional, rezumaba una fuerte impronta racionalista. Ella, en el plano de la ontología del Estado, ha tenido como uno de sus ejes una explícita o implícita absorción de la realidad social y política por la arquitectura –en Kelsen ya será directamente geometría- de la norma constitucional, abstracta y rígidamente moldeada según las valoraciones de la ideología liberal y burguesa. El constitucionalismo pasó a ser la doctrina oficial legitimante de las dos grandes revoluciones que habían pretendido fundar un “novus ordo seclorum”, la norteamericana y la francesa. El tema del poder constituyente quedó, pues, fuertemente asociado a tales presupuestos ideológicos e históricos, y teóricamente absorbido por la dogmática constitucionalista del constitucionalismo, signada por la reducción de todas las esferas sociales a la de la norma, entendida en clave racionalista. De allí que cuestiones que atañen tan esencialmente a los fundamentos del orden político, como la constitución y el poder constituyente, hayan sido tradicionalmente enfocadas desde una perspectiva exclusivamente jurídica por los especialistas en derecho constitucional (adscriptos, en mayor o menor medida, al constitucionalismo clásico). No obstante, algunos filósofos políticos y teóricos del Estado (animados, en tanto tales, de la intención de bucear hasta los fundamentos y trascender el plano jurídico-positivo) se han ocupado de esas cuestiones buscando no retacearles su rica comprehensión política. Recordemos, entre otros, a Juan Vásquez de Mella, Maurice Hauriou, Hermann Heller, Carl Schmitt, Rudolf Smend, Manuel García-Pelayo, Arturo E. Sampay. Y cabría en este lugar señalar de pasada un hecho por demás sugestivo. La primera mitad del s. XX –cuando coexistían las más variadas tendencias doctrinales: pensamiento católico (bajo la forma tradicional del iusnaturalismo aristotélico y tomista), voluntarismos decisionistas, marxismo revolucionario y liberalismo- conoció una época de proverbial interés científico para la teoría del Estado y de la constitución. Por el contrario, nuestra época transita por un período de pesante homogeneidad teórica, en que cada vez se discuten menos los principios fundamentales de la cosmovisión liberal.

Esa apropiación de la constitución como objeto teórico por parte del constitucionalismo se echa de ver hoy tanto como ayer. Así, por poner un ejemplo, Néstor P. Sagüés comienza su Teoría de la Constitución (Bs. As., 2001., cap. I.) con una extensa caracterización del constitucionalismo, es decir que el tema de la obra aparece como subsidiario de una determinada concepción teórica; es como si la realidad político-jurídica de la constitución hubiese sido creada por el constitucionalismo. Tal reducción de la perspectiva de abordaje afecta también, por lógica consecuencia, a nuestro tema específico. En su citado trabajo sobre “El poder constituyente”, Nicolás Pérez Serrano identifica su objeto de estudio con el “poder extraordinario llamado a dictar ex novo o por reforma una Constitución moderna, democrática, escrita y rígida, siguiendo la pauta francesa” (subr. original) (Cfr. Escritos de Derecho Político, Madrid, 1984, t. I, p. 260, n 4). Si se aceptan parámetros como éstos a pie juntillas, la república romana o el imperio británico –por sólo poner dos ejemplos- no habrían tenido una constitución político- jurídica ni un poder constituyente dignos de estudio..."

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Tomado de S. R. Castaño; Principios políticos para una teoría de la constitución; Ábaco, Buenos Aires 2006. Cfr. Rivista internazionale di filosofia del diritto; 2007 n. 1.

sábado, 12 de marzo de 2011

¿ES EL BIEN COMÚN UN CONJUNTO DE CONDICIONES? (III)

EL VALOR DEL BIEN COMÚN: TESTIMONIO DE PATRIOTA ALEMÁN

En un anterior post habíamos señalado las consecuencias atomísticas y nominalistas que se seguían de la adopción en sede filosófica de la definición del bien común como conjunto de condiciones para el bien de la persona, y de otras similares. Antes, en el primer post, habíamos recordado que esta formulación errónea –errónea en la rigurosa formalidad a que están obligados los filósofos del derecho y de la política, y de la práxis en general- había surgido precisamente del seno de la filosofía práctica, desde donde después se extendió a otros ámbitos (y nótese hasta qué punto esto enseña al filósofo su deber de contribuir en tanto filósofo al acervo sapiencial común con aquella independencia de criterio indispensable para el servicio a la verdad). Asimismo habíamos indicado cómo la noción de fin cui, en referencia al bien común político, permite poner de relieve la naturaleza humana de este bien sin por ello convertirlo en un medio del fin individual. Nos enfrentamos, entonces, con una cuestión sobre la cual la razón natural posee plena competencia para expedirse, y a cuyo respecto la tradición clásica y cristiana de Aristóteles y Tomás de Aquino indica un camino de investigación seguro, es decir, acorde con la realidad objetiva. En este tema resultan de consulta indispensable, ante todo, L’humanisme politique de St. Thomas d’Aquin, de Louis Lachance, el mejor libro de filosofía política tomista que se haya escrito, traducido en 2001 por EUNSA, en la edición del Prof. Juan Cruz, de la Universidad de Navarra; así como la más completa y rigurosa exposición del tema del bien común aparecida hasta hoy: Analisi del bene comune, Roma, Bulzoni, 1979 y 1988, del argentino Avelino M. Quintas, discípulo de Julio Meinvielle.
Luego, insistimos, se halla al alcance del conocimiento humano natural la impugnación de la idea de que la comunidad política y su bien común serían instrumento y medio de los bienes de la sumatoria de los individuos. Y esas verdades -tal vez con mayor patencia aun- se le manifiestan al hombre que quiere ya no especular sobre el bien humano sino concretarlo en su vida personal, a partir del conocimiento de los principios de la ley natural (en el caso de los principios primarios, de aprehensión inmediata y asequibles a todo individuo adulto y sano). Por ello para el apetito rectificado por los principios de la ley natural la patria no es un instrumento, ni un medio (pues el bien de la patria, como ha dicho el Aquinate erguido sobre la tradición griega y romana, es el bien común político bajo la formalidad de principio de nuestro ser: S. Th., II-IIae., 101, 3 ad 3um). Así como tampoco deviene instrumento o medio en perspectiva religiosa: lo que un creyente podría lícitamente sostener, sí, es que ella debe ser un camino hacia Dios para todos sus miembros y habitantes, mas no que la patria está a su servicio y al del resto de los individuos.


A manera de remate de estas reflexiones, vaya entonces, justamente, un testimonio autorizado. Con una autoridad fundada en la virtud y en la verdad -existencialmente asumida-.

La bomba del asesinato del rey de Serbia estalló en medio de nuestra pacífica vida estudiantil. Aquel mes de julio estuvo transido por la pregunta: ¿habrá una guerra europea? Todo era como un presagio de que se estaba gestando una tormenta tenebrosa. Pero no podíamos hacernos a la idea de que iba a ser una realidad. Los que han crecido en la guerra o después de la guerra no pueden ni imaginarse aquella seguridad en la que creíamos vivir hasta 1914.
La paz, la tranquila posesión de los bienes, la estabilidad de las relaciones cotidianas, constituían para nosotros como un inconmovible fundamento de la vida. Cuando, finalmente, percibimos que se acercaba inexorablemente la tempestad, todos intentamos atisbar con claridad el proceso y el desenlace. Una cosa era segura: se trataba de una guerra distinta a las anteriores. Una destrucción tan horrorosa no podía durar mucho tiempo. En unos meses todo habría pasado.
‘Ahora mi vida no me pertenece’, me dije a mí misma. ‘Todas mis energías están al servicio del gran acontecimiento. Cuando termine la guerra, si es que vivo todavía, podré pensar de nuevo en mis asuntos personales’.
Al día siguiente, domingo, fue la declaración de guerra. Rose vino a saludarme. Por ella supe que se preparaba un curso de enfermeras para estudiantes. Inmediatamente me inscribí, y a partir de ese momento iba todos los días al Hospital de Todos los Santos [...].
Por parte de mi madre [el padre de quien escribe había fallecido en su niñez] encontré una fuerte resistencia. Yo no le dije ni una palabra de que se trataba de un hospital de contagiosos. Ella sabía muy bien que no podría disuadirme con el argumento de que ponía en peligro mi vida. Por ello lo que me argumentó como medio para asustarme fue que los soldados venían del frente con la ropa llena de piojos y que de esto no tendría modo de defenderme. Realmente esto era un tormento al que yo tenía verdadero horror. Pero si los que estaban en las trincheras tenían que sufrir esto, ¿por qué habría de ser yo una privilegiada?
Como estos argumentos incisivos de mi madre no surtían efecto, me dijo con toda su energía: ‘no irás con mi consentimiento’. A lo cual yo repuse abiertamente: ‘en ese caso tendré que ir sin tu consentimiento’. Mis hermanas asintieron a mi dura respuesta [...]”.

Edith Stein

Citado por José Ramón Ayllón, En torno al hombre, Madrid, Rialp, 1996, “Bien particular y bien común”, pp. 151-3 [texto tomado de Aus dem Leben einer jüdischen Familie, en Edith Stein Gesamtausgabe, vol. I, 2002, pp. 243 y ss.].




domingo, 20 de febrero de 2011

¿ES EL BIEN COMÚN UN CONJUNTO DE CONDICIONES? (II)

UN INTENTO DE DILUCIDACIÓN SISTEMÁTICA DE ALGUNAS CONSECUENCIAS DE ASUMIR FORMULACIONES IMPROPIAS, EN SEDE FILOSÓFICA (CIENTÍFICA), A LA HORA DE DEFINIR LA CAUSA FUNDAMENTAL DE LA SOCIEDAD POLÍTICA EN PARTICULAR (Y DE TODA SOCIEDAD EN GENERAL)

En el anterior “post” analizábamos las opciones doctrinales que se imponían a partir de la asunción de ciertas tesis -que se reconducen todas a una matriz principial común-. Esas tesis son, por ejemplo, que “el fin de la comunidad política es la protección de los bienes y derechos del individuo”; o que “el fin de la comunidad política es la persona humana”; o que “el bien común es el conjunto de condiciones para la perfección de la persona”. Decíamos que la aceptación de tales tesis exige renunciar al principio de politicidad natural. Pero creemos que las consecuencias que se siguen de la asunción de esas tesis son más radicales incluso que la necesidad de renunciar al principio aristotélico y tomista de justificación de la vida política. A continuación esbozaremos un planteo de dichas consecuencias, en el plano sistemático (es decir, con la intención de llegar “a las cosas mismas”).

I) Si la comunidad política, en sentido propio y estricto –que es como se debe definir en sede científica- se halla no al servicio del bien común sino al servicio del individuo (de cada individuo), luego la comunidad política es instrumento del individuo. Ahora bien, la causa instrumental, en tanto instrumental, no ejerce causación por su propia virtud, sino que sólo actúa movida y utilizada por la causa principal (cfr. S. Th., IIIae., 64, 5 c.). En la causalidad instrumental se produce una sola acción, efectuada por la causa principal a través del instrumento (cfr. S. Th., IIIae., 19, 1 ad 2).

II) Por su parte, el bien “común” no será propiamente tal (común), sino un repositorio de bienes útiles, es decir, de medios, necesarios para el cumplimiento del fin del individuo (de cada individuo).

Por ello, la causa final resultante de tal entidad colectiva no sería una causa final que aunase y fundase una sociedad autárquica -porque habría tantas causas finales cuantos individuos-; y todos los bienes sociales (desde los políticos hasta los familiares) serían medios útiles insertos en el despliegue operativo de cada individuo persiguiendo su finalidad individual.

Este planteo corresponde, precisamente, a la ontología social fundamental del individualismo. Decíamos en otra parte que “las concepciones metafísicas que se hallan a la base del individualismo tienden a confundir la naturaleza de todo bien común con la de un instrumento o medio de los fines del individuo, cuando no derechamente de éste, el cual a veces aparece como único y auténtico fin de la praxis. Ejemplo canoro de lo cual nos lo ofrece La personne et le bien commun, de Jacques Maritain, (trad. cast., Buenos Aires, 1968 y 1981), especialmente su parte IV, referida a las relaciones entre persona y sociedad”.

Negadas las causas eficiente y final del orden social en tanto social, queda comprometida, como veremos enseguida, la realidad misma de  la sociedad.

III) En efecto, si se ha aceptado que el nombre de “sociedad” significa un ente real (accidental) consistente en la “unión de hombre para hacer mancomunadamente algo en común” (Tomás de Aquino, Contra impugnantes Dei Cultum et religionem), y no una agencia instrumental que provee los bienes útiles para los individuos, debería entonces decirse que la sociedad política no sólo no es natural (como concluíamos en el anterior “post”) sino que no existe en tanto tal. Pues ella, de hecho, se reduciría a la mera realidad de los individuos actuantes en pos de sus fines individuales –y esta conclusión le cabría a toda especie de sociedad–. Resumimos así esta idea en otro trabajo: “[s]egún el planteo que en el plano filosófico-social cabe denominar 'individualista', la sociedad consiste en una suma de individuos; y el fin común no es tal, sino una yuxtaposición de fines particulares. En este planteo individualista “sociedad” es un nombre cuyo referente real no tiene existencia: “sociedad” significa un ente de razón (sin fundamento in re) que a su vez se corresponde (en la realidad extramental) con un mero agregado de grupos e individuos contiguos en el espacio y simultáneos en el tiempo, con sus respectivos intereses yuxtapuestos”. La sociedad, en sentido propio, no existiría.

Si esto fuera así, la política no resolvería su sentido y su valiosidad en un fin peraltado (un bonum honestum principalissimum) que no está al alcance de los grupos infrapolíticos y de los individuos obrando aisladamente -fin común coronado por el cultivo del saber, la transmisión de un talante comunitario histórico, la vida virtuosa y amical-; sino que la política fundaría su justificación en la necesidad de la acción de un poder que socorriera a esos individuos y que les impidiera colisionar y hacerse daño entre sí.

IV) Pero, se preguntará: ¿y la dignidad de la persona; y el valor del hombre en su racionalidad, creaturidad, irrepetibilidad, indisponibilidad? ¿Acaso el verdadero bien de cada individuo no constituye un fin que, sobre todo hoy, no se debe negociar? ¿Entonces el bien común político es un fin anónimo, ajeno al bien de cada persona? La formulación del bien común como “el conjunto de condiciones para la perfección de la persona” ¿no representa el modo de atender a estas exigencias, aunque sea con una semántica errónea?

La respuesta a esta cuestión insoslayable la ofrece la distinción metafísica clave entre fin qui, quo y cui, en su aplicación al bien común. Ella fue desarrollada por primera vez en la época contemporánea por Pierre Philippe (cfr. Le rôle de l’amitié dans la vie chrétienne selon S. Thomas d’Aquin; Paris, 1938) y, sobre todo, por Louis Lachance (en L’humanisme politique de S. Thomas d’Aquin, París-Ottawa, 1965, pp. 321 y ss.). En su estela también hicieron suya esta distinción en Argentina, entre otros, Guido Soaje Ramos y Héctor Hernández -y, gracias a todos ellos, quien esto escribe-. La no ajenidad del bien común respecto de la persona se explica a partir del carácter de ésta como fin cui, sin necesidad de hacer de la persona humana el fin de la sociedad. Sobre el fin cui dice Lachance, avalado por la autoridad de Tomás de Aquino: “[…] designa el sujeto privado de la bondad del fin y que, cuando lo alcanza, se convierte en beneficiario de sus enriquecimientos. Va de suyo que no puede haber finalidad sin que haya un sujeto al que conviene un bien cualquiera. El bien es fin y el sujeto que sufre su atracción se ordena a él. De modo que no es él quien es el fin, sino el objeto que lo atrae. Él quiere para sí el objeto que le conviene, pero la causa, el motivo por el cual lo quiere para sí reside en la bondad encarnada en el objeto” (subr. orig.). Lachance ejemplifica este principio con la relación entre Dios y las criaturas; éstas, en efecto, se perfeccionan alcanzando a Dios, pero Dios no es el medio para los fines de las criaturas. La inadvertencia de estos distingos podría llevar, por ejemplo, a postular a Dios como un medio en el camino del hombre hacia su perfección individual sobrenatural.

V) De entre tantas conclusiones posibles, sólo se nos ocurre poner de manifiesto que el objeto de la filosofia social y política es asequible a la razón natural; y que, por lo tanto, los filósofos de la sociedad, la economía, el derecho y la política, cuando hablan como tales están obligados a contribuir a la verdad atendiendo a las exigencias racionales de su objeto.


sábado, 19 de febrero de 2011

¿ES EL BIEN COMÚN UN CONJUNTO DE CONDICIONES?

LA CUESTIÓN: DENTRO DE LAS ESCUELAS CLÁSICO-FINALISTAS (VINCULADAS DOCTRINALMENTE CON LA TRADICIÓN POLÍTICA ESCOLÁSTICA) QUE EN PRINCIPIO ACEPTAN AL BIEN COMÚN COMO CAUSA FINAL DEL ORDEN SOCIAL Y A LA POLITICIDAD COMO UNA PROPIEDAD DE LA ESENCIA HUMANA NO HAY ACUERDO –EN ESPECIAL HOY- RESPECTO DE LA NATURALEZA Y DE LA FUNCIÓN DE AQUEL FIN COMÚN

I. Una problemática inteligencia -y formulación- del concepto de bien común
Tómense algunos casos significativos: a) un relevante filósofo del derecho iusnaturalista como John Finnis. El catedrático de Oxford y de Notre Dame determina, sí, que el elemento constitutivo de un grupo como familia, equipo, Estado etc., consiste en compartir un objetivo, al cual se le llama “bien común (common good)”. Mas este fin constitutivo (causa final) viene definido como conjunto de condiciones (“set of conditions”) que capacita a los miembros de un comunidad para alcanzar por sí mismos los valores que buscaban al nuclearse (1); b) un influyente filósofo social e internacionalista del pasado siglo, como J.-T. Delos. En su clásica obra La société internationale et les principes du droit public define a la causa final del Estado –el bien común- como el conjunto completo de las condiciones (“l’ensemble complet des conditions”) materiales y morales para la vida y el desarrollo de los hombres (2). Tal había sido, asimismo, su concepción del bien común en la muy influyente traducción comentada de la Suma Teológica del Aquinate; c) un moralista como Victor Cathrein. Este autor, en las innumerables ediciones de su conocido manual -que arrancan en 1895-, ha afirmado que la causa final de la sociedad política debe definirse como el conjunto de las condiciones requeridas (“complexus condicionum requisitarum”) para la felicidad de los miembros de la sociedad (3).
Tal concepción acerca de la causa final del grupo (en particular, en lo referente al Estado -entendido aquí como comunidad política-) aparece habitualmente recogida por la filosofía política y jurídica hispanoamericana. Así, podemos citar el ejemplo que ofrecen dos ilustres académicos y hombres públicos, como el filósofo y presidente de la corte suprema de justicia de la República Argentina Tomás Casares (4) y el catedrático y padre de la constitución chilena Jaime Guzmán Eyzaguirre (5).
Digamos desde ya que semejante caracterización de la naturaleza y de la función del fin común –malgrado su relativa vigencia doctrinal- resulta problemática. En efecto, como se mostrará brevemente infra, en esta concepción el fin común como causa final de la sociedad aparece incluso comprometido en su especificidad de causa y de fin.
Así pues, entre quienes sostienen la causalidad social del fin aparece una cuestión a dirimir, toda vez que dentro de esas corrientes finalistas no hay verdadera coincidencia in re (real, no meramente nominal) sobre cuál sea la causa final de la sociedad. Corresponde entonces, ineludiblemente, sopesar si acaso el bien común consiste en la protección de bienes y derechos particulares; y si acaso amerita ser acríticamente aceptada en sede científica la formulación del bien común como conjunto de condiciones para la perfección de las personas.

I. Sobre la tesis de la promoción y/o protección de los bienes particulares como fin de la comunidad política
a) Las aporías a que conduce
A partir de las posiciones últimamente presentadas cabe considerar la posibilidad de que el primer principio del todo político pueda ser reducido a una pluralidad de fines, o al conjunto de los fines de las partes -sean o no interdependientes-. Ese sería el caso si la causa final del Estado se redujese a los derechos y bienes individuales y grupales, tal como a veces se propone.
Ante esta posibilidad, resulta razonable poner de manifiesto algunos de sus presupuestos y consecuencias. Cada uno de los bienes comunes correspondientes a las sociedades infrapolíticas es específicamente inferior al bien común político. Y su reunión total no alteraría cualitativamente su carácter infrapolítico. Además, si el fin común político consistiese en el reaseguro de los fines infrapolíticos, entonces ya no se trataría de un fin en el que se estructura un orden de perfecciones -materiales y espirituales- participables, sino de tantos fines cuantas partes haya. Con lo cual se plantean ciertas dificultades. Por un lado, el fin que aúna y unifica no es uno ni unificante, porque no es causalmente común, y aparece como formalmente múltiple. Por otro, no existe un fin distintivamente político, superior al reaseguro de los bienes grupales e individuales de las partes. Ambas dificultades comprometen la especificidad y la naturaleza de la realidad política, y son solidarias. La primera pone en tela de juicio la causación y la supraordenación de su fin propio; la segunda obscurece la necesidad de la vida política como promotora de un bien comprehensivo aunque cualitativamente superior al de los grupos y los individuos.
Es necesario recordar que la nota de común que se atribuye al fin de la sociedad política consiste en ser común por la causación. Se trata, concretamente, de una causa que atrae por modo de fin, y que produce efectos en todo miembro de la comunidad de la que es causa. El bien natural perfecto (político) convoca y perfecciona como un fin que no por común deviene ajeno. No es un universal lógico, sino, precisamente, aquello que extiende su causalidad más allá de un solo individuo gracias a su valiosidad intrínseca y a su riqueza perfectiva. En efecto, hay comunidad de causación si lo común es más perfecto que lo individual; en el plano de la causalidad final esto equivale a mayor plenitud de bien. Luego, si el fin político no es más perfecto que los fines infrapolíticos no hay causa final para la sociedad política (6). Ante lo cual se plantean nuevamente dos alternativas: o negar la existencia del todo de orden político (o sea, del Estado) debido a la carencia de un fin real y propio que lo origine -opción inviable, pues la existencia de la comunidad política se comprueba empíricamente a lo largo de toda la Historia entre todos los pueblos-; o cuestionar el carácter natural de la sociedad política. Porque la nota de natural implica el hallarse primariamente abocada a la consecución de un orden específico de bienes exigidos por la naturaleza humana, y no a la evitación de daños o al subsanamiento de defectos. Es decir, la aceptación de la natural politicidad implica la aceptación de que la vida política es un bonum honestum, un bien en sí, y no un remedio de males, a la manera en que paradigmáticamente lo planteó Rousseau: se sufre la vida política como quien sufre se le ampute un brazo para no morir de gangrena (7). Esto equivale, por un lado, a la imposibilidad de resolver el fin político en el socorro circunstancial a otros grupos (de allí que el principio de subsidiariedad mismo se desvirtúe si se lo divorcia del de la primacía del bien común, llamado también “principio de totalidad”). Así como también, por otro lado, la afirmación de la natural politicidad impide explicar la presencia de lo político a partir de insuficiencias humanas contingentes -o de un avatar histórico- (8).

b) Su filiación doctrinal
El principio de la politicidad natural del hombre conlleva necesariamente –lo reiteramos- la afirmación de que el fin de la sociedad política es un bien común propio y específico, irreductible y supraordenado respecto de todos los otros fines naturales de sus miembros. Ahora bien, si la función del orden político se reduce a proporcionar ayuda para que los grupos menores alcancen sus objetivos, luego el fin mundanal de los hombres resulta ser extra- (o pre-) político. Lo político fungiría como allanador de obstáculos, o removedor de impedimentos circunstancialmente atravesados en el camino de los grupos infrapolíticos. Estos parecerían ser, de suyo, autosuficientes. Pero se encontrarían necesitados de ayuda, y sobre todo de protección. Se plantea, aquí, una situación compleja: sociedades autosuficientes requerirían la presencia de otra que, sin un fin específico, les creara condiciones favorables y las protegiera. La causa de la vida política se identificaría, entonces, con la causa de que aquellas sociedades reclamen apoyo en sus desfallecimientos y protección ante peligros. Tal causa no sería, principalmente, sino la debilidad y maldad humanas.
Esta es, precisamente, la doctrina del fundador del liberalismo político, John Locke (9). En efecto, toda su caracterización del estado de naturaleza en sentido estricto es el más decisivo argumento lockeano a favor de la suficiencia de la vida prepolítica. La aparición de lo político supone un estadio lógicamente ulterior, representado por la aparición de la maldad humana y la consiguiente caída en estado de guerra (donde se echa de ver la versión secularizada del dogma del pecado original). El Estado adviene y es exigido a partir de la necesidad de evitar las injurias mutuas y de proveer seguridad a los bienes asequibles por los individuos y los grupos fuera de la órbita política. Es un reaseguro histórico de la libertad primitiva y de sus fines particulares. Lo político aparece, así, como un remedio, en la medida en que sirve para paliar los defectos del estado de guerra y no para promover una órbita de perfecciones humanas superior a las perseguidas por los grupos domésticos o económicos.
Es manifiesto el alcance de la hipótesis de tal estado de naturaleza respecto de la valoración del orden político. Ahora bien, Locke, además, confirma de manera expresa esa concepción del Estado en el parág. 128 del Second Treatise on Government (10), al relacionar causalmente su existencia con la maldad moral. En efecto, dice allí, todos los hombres forman una comunidad, y si no fuera por la corrupción y el vicio de individuos degenerados, no sería necesario agruparse pacticiamente en sociedades menores (políticas); bastaría con la gran comunidad humana. Posiciones como la de Leo Strauss, que acercan el núcleo del pensamiento político de Locke al de Hobbes, encuentran ratificación explícita en ese pasaje (11).
A tenor de lo dicho no resultaría impropio calificar como primariamente represivo el orden político. Este carácter policial del Estado aparece también explícitamente afirmado por Locke. Así, por ejemplo, en el pgf. 88, en tren de distinguir las notas específicas de la sociedad política, nuestro autor señala el papel punitivo como un eje de sus funciones y de su mismo ser (12).
Si la actividad del Estado se limita, básicamente, a tratar de remediar los efectos de la maldad moral, es que los fines humanos son lógicamente previos e independientes respecto del orden político. Este se justifica en la medida en que resguarde imparcial y eficazmente los bienes particulares y sus correspondientes derechos. En sentido estricto ya no puede afirmarse el bien común como fin de la comunidad política; no habría, como se ha dicho, un orden de bienes superiores participables que originara la vida del todo político en tanto tal, es decir, fines que excedieran el ámbito de los individuos o los grupos infrapolíticos.
No otra cosa afirma el Treatise. Constituye un tópico de la obra el aserto de que la razón por la cual los hombres se integran y permanecen en sociedades políticas es la protección de su vida, libertad y propiedad; si bien Locke prefiere hablar, concisa y significativamente, de la protección de su propiedad privada (13). Locke, con todo, se refiere en un escueto pasaje al beneficio que la asistencia mutua provee a los individuos integrados en sociedad política. Sin embargo, la necesidad que esto conlleva es la de deponer la libertad natural y el poder de ejecutar propios del estado de naturaleza, para sostener el poder de la comunidad. Y, además, el fundamento de la obligación que genera consiste en la reciprocidad con que los demás observan igual conducta; es decir, la justicia de resignar el poder natural reside en la situación contractual de las partes. Se trata, pues, de una alusión aislada a la colaboración social (aunque no parece señalarse como actor a la sociedad política, sino a los grupos e individuos que la integran); alusión diluída en la temática recurrente de la necesidad de un poder común protector de la propiedad, fruto de un acuerdo subjetivo. Por todo ello resulta coherente que el término -raro en Locke- de “common good”, estampado enseguida, sea reducido nocionalmente a la protección de la propiedad (14), i. e., al conjunto de los intereses individuales.

c) Algunos corolarios
Proponer la promoción de bienes infrapolíticos como fin del cuerpo político suscita ciertas aporías, cuya solución coherente demanda, sin lugar a dudas, una opción radical. La conjunción de autosuficiencia (natural) prepolítica con debilidad (¿caída?) histórica -que de alguna manera se sigue a partir de la reducción del fin político a la protección de fines particulares- es compatible con los principios contractualistas sobre el origen y la naturaleza del Estado, pero no con el de la politicidad natural. En otros términos, resulta legítimo concluir que no hay conciliación coherente entre este último principio y la tesis que se viene cuestionando. Pues tal conciliación supone aceptar posiciones contractualistas, cuyos presupuestos se hallan en franca contradicción con los del realismo clásico y tomista. Por todo ello no resulta aventurado plantear radicalmente la siguiente opción: o se sostiene la politicidad natural, o se sostiene la promoción de los bienes y derechos particulares como fin de una sociedad política que ya no tendrá carácter natural. Para el filósofo del derecho y del Estado la aceptación de una tesis implica el rechazo de la otra.

II. La reducción del bien común al “conjunto de condiciones para la perfección de las personas” como una variante de la misma tesis
Hay, en efecto, en esta formulación, toda una serie de imprecisiones que la reconducen, de hecho, a la posición que se viene criticando.
En primer lugar, si se acepta que el bien común político es la causa final de la comunidad política, luego no se puede afirmar que la causa es condición, pues, como leemos hasta en los manuales mismos, “la condición es el requisito o la disposición necesaria para el ejercicio de la causalidad: algo meramente auxiliar, que hace posible o impide la acción de una causa; la condición en cuanto tal no posee causalidad. La existencia de adecuadas condiciones climáticas, por ejemplo, es condición para que se desarrolle una prueba deportiva, pero no es su causa” (subr. orig) (15). Por otra parte, la concepción del bien común como condición implicaría la afirmación de los bienes particulares como causas. Respecto de éstos el bien común representaría una suerte de medio.
En función de lo antes dicho, puede afirmarse en síntesis: si el bien común es condición para la consecución del bien particular, entonces, el bien común ni es causa (pues es condición) ni es final (porque tiene razón de medio). Y la causa final se identificaría, también aquí, con el conjunto de los fines particulares.
Una vez más corresponde plantear la opción radical de marras. O se sostiene que el bien común es causa final de la sociedad o se identifica el bien común con un conjunto de condiciones. Para el filósofo del derecho y del Estado, la aceptación de una tesis implica el rechazo de la otra.

NOTAS
  1. Natural Law and Natural Rights, Oxford, 1993, pp. 152-155.
  2. París, 1950, p. 136.
  3. Philosophia moralis, Friburgo de Brisgovia, 1932, p. 411.
  4. La justicia y el derecho, Bs. As., 1973, p. 35.
  5. Derecho Político, Santiago de Chile, 1996, pp. 30 y 31.
  6. Sobre este tema en el Aquinate cfr., entre muchos otros pasos, Summa Theologiae, I-IIae., 90, 2 c.: "[...] porque toda parte se ordena al todo como lo imperfecto a lo perfecto, el individuo es parte de la comunidad perfecta [...] la comunidad perfecta es la ciudad, como dice el Filósofo en el libro I de la Política"; I-IIae., 90, 3 ad 3: "[...] como el bien de un hombre no es el último fin, sino que se ordena al bien común, así también el bien de una familia se ordena al bien de una ciudad, que es la comunidad perfecta"; II-IIae., 58, 9 ad 3um: "el bien común es el fin de las personas singulares existentes en la comunidad" (se utiliza la editio altera romana, Roma, 1894). Ésta y otras cuestiones conexas son tratadas en Sergio R. Castaño, Los principios políticos de Sto. Tomás en entredicho. Una confrontación con Aquinas, de John Finnis, Bariloche, 2008.
  7. Discours sur l’origine et les fondements de l’inégalité parmi les hommes, en Oeuvres Complètes (ed. de la Pléiade), t. III (Écrits politiques), París, 1964, p. 178.
  8. Sobre el concepto aristotélico de politicidad natural cfr. Sergio R. Castaño, “La politicidad natural como clave de interpretación de la historia de la filosofía política”, en Sergio R. Castaño – Eduardo Soto Kloss, El derecho natural en la realidad social y jurídica, Santiago de Chile, 2005.
  9. En lo que sigue respecto de Locke nos servimos del capítulo sobre “El sentido de la vida política en el individualismo liberal: Locke”, en Sergio R. Castaño, Defensa de la Política, Bs. As., 2003.
  10. Se utiliza la edición de C. B. Macpherson, Indianapolis, 1980.
  11. Natural Right and History, Chicago, 1970, p. 166. En A Letter concerning Toleration (ed. Sherman , p. 16, col. 1 de la reimp. de Great Books, Chicago, 1952, t. 35) encontramos un pasaje paralelo.
  12. “And thus the common-wealth comes by a power to set down what punishment shall belong to the several transgressions which they think worthy of it, committed amongst the members of that society, (which is the power of making laws) as well as it has the power to punish any injury done unto any of its members, by any one that is not of it (which is the power of war and peace); and all this for the preservation of the property of all the members of that society, as far as is possible” (subr. orig.).
  13. Cfr. parág. 85, 94, 120, 124, 127. El tema de la propiedad privada ocupa un lugar central en la filosofía política de Locke; un largo capítulo del Treatise le está dedicado. Es pertinente remarcar que la vida económica se desenvuelve ya dentro del estado de naturaleza; además, Locke da por legítima la acumulación de propiedad más allá de las necesidades, y la desigualdad social que esto provoca. Lo político aparecerá como consecuencia del desarrollo de las relaciones económicas y, puede decirse, a ellas subordinado. Respecto de este tema cfr. Leo Strauss, op. cit., pp. 234 y ss.; Norberto Bobbio, Locke e il diritto naturale, Turín, 1963, p. III, esp. pp. 216 y ss; C. B. Macpherson, The Political Theory of Possessive Individualism., Oxford, 1989, pp. 197-221; Loris Ricci Garotti, Locke e i suoi problemi, Urbino, 1961, pp. 69 y ss..
  14. Cfr. pgf. 130 y 131; ver, asimismo, A Letter concerning…, p. 3 col. 1 y p. 16 col. 2 de la ed. cit.
  15. Tomás Alvira, Lluis Clavell, Tomás Melendo, Metafísica, Pamplona, 1982, p. 187.

viernes, 4 de febrero de 2011

APARICIÓN DEL TÉRMINO "ESTADO". "ESTADO Y SOCIEDAD CIVIL"

Algo sobre la historia del término "Estado"

No siempre se ha llamado “Estado” a la sociedad política. Vayan, pues, algunas breves noticias históricas sobre la aparición del término en la modernidad.
El punto de partida es la palabra latina “status” con el sentido de modo de ser de una persona o cosa. De allí pasa a significar, en el lenguaje político del medioevo, prosperidad y bienestar de una sociedad : “statum reipublicae sustentamus” (Justiniano). Más adelante se afina su sentido político, y entonces designa, por un lado, una condición económica, que implica una cierta clase de persona. Es el sentido que pervivirá en los tres “estados” de Francia. Por otro, el ordenamiento o régimen de una comunidad, en la línea de la sentencia de Ulpiano: “publicum ius est quod ad statum rei romanae spectat”. Este sentido, a su vez, se diversifica objetiva y subjetivamente, es decir, como dominio territorial o súbditos personales, y como poder y autoridad [1].
En Maquiavelo comienza a aparecer “Estado”, aunque de manera no exclusiva, como equivalente de “sociedad política”. El Florentino, en efecto, también utiliza el término en el último sentido antedicho, esto es, como gobierno y como dominio territorial. A su vez, como gobierno significa ya forma política o régimen (“lo stato popolare”), ya poder efectivo (“mantenere lo stato”). Pero los especialistas señalan diversos pasos en los que el uso del término ya significa la totalidad social: “quegli che hanno governato lo stato di Firenze”. En la Italia de comienzos del S. XVI este uso moderno va a ir ganando paulatinamente terreno [2].
En el S XVII, Pufendorf significa el concepto de sociedad política con “civitas”, salvo en su obra De habitu religionis christianae, donde usa constantemente “status” por “Estado”. Su traductor Barbeyrac, por su parte, traduce “civitas” indistintamente por “société civile”, “État” y “Corps Politique”. Son las expresiones corrientes en el s. XVIII; Rousseau es un ejemplo de ello. En Inglaterra, todavía a fines de ese siglo, “state” no es de uso habitual, aunque ya Hobbes había traducido “that great Leviathan called a Commonwealth, or State, in Latin Civitas[3].
[1] Cfr. Alessandro Passerin d’Entrèves, La dottrina dello Stato, Turín, 1967, pp. 9-51.
[2] Cfr. Federico Chabod, Alle origini dello Stato moderno, Roma, 1957, Parte I.
[3] Cfr. Robert Derathé, Jean-Jacques Rousseau et la science politique de son temps, París, 1979, apéndice.

"Estado y sociedad civil"
Tiene carta de ciudadanía terminológica –y asaz extendida- la contraposición entre el “Estado” y la “sociedad civil”. En este caso, los singulares matices histórico-conceptuales de los términos mismos implicados aparece con especial patencia: en efecto, aquí "Estado" ya no significa a la comunidad autárquica sino a la organización del poder soberano. Por ello sostenemos que aceptar esa dicotomía como marco fundamental de análisis teórico implica convalidar una concepción en la que se enfrentan en tensión un todo comunitario del cual se han desarraigado los elementos políticos (“sociedad civil”) con un aparato de poder y administración en el que se resuelve la politicidad (o “Estado”). Tal concepción se nutre de presupuestos, en último análisis, liberales y contractualistas, que llegan al marxismo a través de Hegel y von Stein. Y entronca, filológicamente, con uno de los usos primitivos de “status” (ver supra).
Detrás de esa contraposición, hoy habitual incluso fuera de los ámbitos científicos, planea la visión de un todo social que, a pesar de su raigambre objetivamente política, es considerado como a-político. Por su parte, el Estado aparece, de alguna manera, como epifenómeno extrínseco, incluso hostil, a la sociedad civil. Se lo identifica con la organización burocrática y la coacción. Ahora bien, nuestra objeción no pretende ignorar la distinción entre el gobierno y la administración (parte) y el conjunto del cuerpo político (todo). Así como tampoco pasar por alto el dato histórico de sociedades divorciadas de -o traicionadas por- su clase gobernante. Ni desconocer los defectos del estatismo. Pero sí impugnamos asumir acríticamente el universo de ideas que trasunta esa contraposición terminológica, una de cuyas consecuencias es la de circunscribir la política a las pautas de un aparato de poder (casi un mal necesario) enfrentado a una sociedad en cuyo seno, malgrado su índole apolítica, los hombres realizarían sus fines existenciales mundanales. Pues se cumple con ello un nuevo jalón  del desconocimiento de las exigencias de la politicidad natural; y se abona (implícita o explícitamente) el derrotero doctrinal de la demonización de la política, con todas sus virtualidades -que alcanzan incluso a comprometer el planteo de las relaciones entre la Iglesia y la comunidad política-.
Desde un punto de vista precisivamente terminológico, se trata de expresiones que se imponen con Hegel y sus continuadores. "Civil society" significaba en tiempos de Locke "political society". Sin embargo, Adam Ferguson, autor de A History of Civil Society, publicada en 1767 y traducida al alemán al año siguiente, fue quien, al parecer, sugirió a Hegel el uso de la locución “bürgerliche Gesellschaft[1]. En Hegel, la sociedad civil representa un momento predominantemente económico, en que laten las contradicciones del individualismo liberal. Surge de la familia como su antítesis y negación. Si en ésta cada miembro tenía por fin a la familia misma, en aquélla cada miembro es un fin para sí. Todo individuo se convierten en un medio al servicio del fin de los demás. De esta manera es como se crea la urdimbre de relaciones que constituye la sociedad civil [2], llamada a superarse en la substancia ética del Estado.
Lorenz von Stein (cuyos desarrollos sociológicos parecen haber dejado su impronta en el marxismo) distinguía, en la estela de Hegel, un principio del Estado y otro de la sociedad. Aquél consiste en buscar el destino humano -como elevación personal- en la unidad. Los individuos participan en la formación de la voluntad única del Estado a través de la constitución, en la que hallan la libertad. A su vez, la actividad del Estado se vuelca en el gobierno y la administración, que deben ofrecer los medios para el desarrollo personal. Por su parte, en la sociedad se da una relación de individuo a individuo, que implica que cada uno someta a los otros a su servicio. Así, el interés es el principio de la sociedad, y su orden es la dependencia en que se hallan los que no poseen respecto de los que sí poseen. Ello no obstante, es en la sociedad donde los individuos alcanzan el punto máximo de su vida terrena y el cumplimiento de su destino [3]. Manuel García-Pelayo ha puesto de relieve el modo en que los conceptos puros de sociedad y Estado se imbrican y oponen dialécticamente en la vida real, de suerte que la vida política se identifica con la lucha de las clases antagónicas para retener (o apoderarse) de la maquinaria del Estado [4]. Lo que aquí nos interesa es la afirmación de una dicotomía entre Estado y sociedad como entidades autónomas, con principios y dinámicas propios.
En un autor marxista como Antonio Gramsci subsisten estas categorías. El Estado (“sociedad política”), en tanto tal, es el aparato coactivo. La sociedad civil, por su parte, también integra la superestructura, y comprende, fundamentalmente, la dimensión cultural. Su principio rector es la hegemonía, en el sentido de consenso ideológico. En Gramsci se opera una novedosa mutación en el papel protagónico que juega la superestructura; ya no es determinada por las relaciones de producción (infraestructura), sino determinante del proceso histórico. A su vez, la instancia determinante dentro de la superestructura es la sociedad civil: de allí que la conquista del poder pase, indefectiblemente, por la consecución de la hegemonía. Gramsci también acepta llamar “Estado” a la totalidad social (incluso refiriéndose a la “sociedad regulada”, etapa final de la escatología marxista); no obstante, sigue vigente en su pensamiento la identificación entre política y control represivo: “Estado=sociedad política­­­ más sociedad civil, vale decir, hegemonía revestida de coerción [...] El elemento Estado-coerción se puede considerar agotado a medida que se afirman elementos cada vez más significativos de sociedad regulada (o Estado ético, o sociedad civil)” [5] .

[1] Cfr. Norberto Bobbio, “Gramsci y la concepción de la sociedad civil”, en Gramsci y las ciencias sociales, trad. J. Aricó, C. Manzoni e I. Flambaum, México, 1977.
[2] Cfr. Grundlinien der Philosophie des Rechts, III, 2.
[3] Cfr. Der Begriff der Gesellschaft und die soziale Geschichte der Französischen Revolution bis zum Jahre 1830, Darmstadt, 1959, T. 1, pp. 13-90, passim.
[4] “La teoría de la sociedad en Lorenz von Stein” en Escritos políticos y sociales, Madrid, !989.
[5] Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el Estado moderno, trad. de J. Aricó, Buenos Aires, 1997, pp. 158-9.

Tomado, con modificaciones, de Sergio R. Castaño, El Estado como realidad permanente, Buenos Aires, La Ley, 2003 y 2005, pp.35-38.