miércoles, 4 de diciembre de 2013

PODER CONSTITUYENTE Y CONTRARREVOLUCIÓN MODERNA

ALGUNOS PRESUPUESTOS DE LA PUESTA EN TELA DE JUICIO, POR PARTE DE POSICIONES TRADICIONALES, DE LA LEGITIMIDAD Y DE LA NOCIÓN MISMA DE PODER CONSTITUYENTE


I. LA CUESTIÓN QUE NOS OCUPARÁ
1) La ocasión en que se planteó el tema: una presentación con fértil debate
El 3 de julio de este año, por invitación del Director del Centro de Estudios de Derecho Constitucional de la Universidad Pontificia de Buenos Aires, Prof. Orlando Gallo, y con la participación del Decano de la Facultad de Derecho, Prof. Daniel Herrera, se discutió el libro de nuestra autoría El poder constituyente entre mito y realidad (pról. de Orlando J. Gallo y Pietro Giuseppe Grasso, Buenos Aires, U.C. de Cuyo, 2012). La presentación propiamente dicha estuvo a cargo del joven y meritorio docente Carlos Arnossi, y el debate fue dirigido por el Prof. Héctor H. Hernández, de larga experiencia en las disputaciones universitarias –actividad sintomáticamente insólita en la Universidad de hoy, en cualquier latitud-. En el transcurso de ese acto académico el autor tuvo el privilegio de sostener un enriquecedor y vivo diálogo con el muy calificado (y, para esta clase de ocasiones, numeroso) público presente. Uno de los problemas debatidos es el que, de modo orgánico y ordenado, se expondrá a continuación: a saber, la puesta en tela de juicio del poder constituyente desde posiciones filosófico-políticas de raigambre tradicional.

2) El núcleo de la realidad y de la manifestación del poder constituyente
Afirmamos que la función constituyente no es un poder distinto del poder vigente en la comunidad. En otros términos, el “poder constituyente” no difiere en su titularidad del “poder constituido” (para decirlo con Sieyés), según se intenta demostrar en el libro mencionado. Pensamos también que, en épocas normales –es decir, fuera del caso de las conmociones revolucionarias-, se ejerce como adecuación paulatina del orden jurídico vigente a las circunstancias históricas cambiantes: es lo que se ha llamado poder constituyente “reformador”. Así, por ejemplo, como me recordaba el Prof. Gallo, en Inglaterra no se habla tanto de este tema; la razón de ello radica, sin duda, en que su orden político es estructuralmente tradicional. Por otra parte, la refutación de la "soberanía del pueblo" y a fortiori de la "soberanía constituyente del pueblo" representa un eje de nuestros estudios sobre este tema. De allí, precisamente, el título de la obra presentada (... entre mito y realidad). En cualquier caso, no reiteraremos aquí los desarrollos y conclusiones de nuestro libro respecto de la pluriforme cuestión allí tratada; a él remitimos.

II. PODER CONSTITUYENTE Y REVOLUCIÓN LIBERAL
3) La aparición de la locución y la circunstancia particular que evoca
Pero debe señalarse una circunstancia (aunque atención: es de hecho, i. e., histórico-particular) que se introduce casi inevitablemente en la discusión sobre los principios que fundan la noción de poder constituyente, y que a veces puede obscurecer la necesaria acribia en ese plano esencial. Nos referimos a que las apariciones revolucionarias (constituyentes) de la modernidad han tenido un signo axiológico negativo, en buena medida por su pretensión de hacer tabla rasa con la historia y la tradición -para no hablar de su impronta anticristiana-.
Así pues, hay una reacción justificada contra la posición liberal-constitucionalista y los sucesos político-revolucionarios que ha prohijado. Ahora bien, la locución “poder constituyente” fue echada al ruedo precisamente por esa posición. Luego, debe evitarse vincular intrínsecamente, sin un ponderado análisis, la realidad del poder constituyente en tanto tal con racionalismo, iluminismo, liberalismo y laicismo.

4) Negación de la noción de poder constituyente: presupuestos y consecuencias
Sin embargo, en ocasiones, bajo la impugnación del poder constituyente como creador del orden social y político -investido de facultades y capacidades demiúrgicas que violentan el concreto perfil de la comunidad y desconocen los principios trascendentes, naturales e históricos de legitimidad (según lo plantea la idea liberal y revolucionaria)- puede terminar deslizándose la negación de la función constituyente misma, y de su legitimidad, sobre todo como forma constituyente originaria (en el sentido de transformación o refundación de los usos políticos vigentes). Nótese que así se hace un paso teóricamente indebido, a saber de una circunstancia ilegítima revolucionaria al plano de lo universal; es decir, una de las manifestaciones históricas del poder constituyente  -cuestionable por los fundamentos cosmovisionales que son peculiares de ella, qua iluminista- queda identificada con la noción misma del poder constituyente. A partir de su identificación con una expresión revolucionaria antitradicional, el poder constituyente se ve descalificado ut sic, como si se hallara signado en tanto tal por un sesgo contrario al derecho consuetudinario, al orden natural y a la ley divina.
Ahora bien, la preterición de la existencia y de la legitimidad de la función constituyente trae como consecuencia, por un lado, una dificultad en el plano del abordaje del acontecer político empírico: pues -haciendo abstracción de su legitimidad- resulta ilusorio negar la acción constituyente de los poderes vigentes y sus efectos normativos e institucionales (culturales y humanos, en definitiva). Al hacerlo, pareciera no distinguirse lo irreformable (aquellos elementos que más constituyen que son constituidos, como la composición étnico-nacional) de lo que sí es fácticamente constituible: el orden normativo positivo. Por otro lado, ya desde un punto de vista comprehensivamente realista, que incluya el momento -clave- de la legitimidad, un temperamento denegatorio del poder constituyente -planteado sin distinciones ni excepciones- desconocería la posible justicia de cualquier transformación político-constitucional, incluso de aquéllas que intentasen volver por los fueros del orden natural y cristiano, instaurándolo en la esfera pública mediante la función constituyente, la cual podría no ser sólo reformadora, sino asimismo (radicalmente) restauradora: poder constituyente “originario” (una restauración que -como no se le escapa a nadie que observe la realidad histórica presente- se enfrentaría hoy con la oposición de la comunidad internacional). En ese género de transformaciones constitucionales, aunque no dentro de las más radicales, entraría el caso extraordinario de la Hungría actual.

III. PODER CONSTITUYENTE Y CONTRARREVOLUCIÓN MODERNA
5) Una objeción proveniente del pensamiento contrarrevolucionario
a) La figura de Joseph de Maistre
A continuación analicemos una especie de impugnación en particular. Se trata de la hipótesis –que sin duda puede haber llegado a hacerse realidad, por lo menos en alguna medida– de fundamentar la negación del poder constituyente (de su existencia, de su legitimidad y hasta del sentido mismo del problema) en las ideas de uno de los adversarios más formidables que tuvo la ideología revolucionaria dieciochesca; dentro de los contemporáneos de esos sucesos, el más destacado de ellos junto con Edmund Burke, cabría decir. Nos referimos al diplomático saboyano conde Joseph de Maistre (1753-1821).
Se trata de un polígrafo agudo, que hace gala de un estilo proverbialmente lozano y actual, provisto de una vasta formación teórica (teológica, filosófica, literaria, histórica). Todas esas virtudes, indispensables en un gran polemista, le han permitido convertirse en un paradigmático contendor doctrinal de la revolución francesa. Pero sería injusto –por erróneo– acotar la significación y el alcance de su obra a la  circunstancial reacción contra ese suceso histórico. Pues se trata, en efecto, de un autor con criterios propios, cuya presencia se manifiesta en grandes pensadores políticos contemporáneos: así, la idea de la historia como “política experimental” (en Maurras); el sentido del “concreto modo de existencia política” (en Schmitt). Sus ideas sobre la naturaleza del poder político y de la constitución, aunque hayan surgido como respuesta a la conmoción revolucionaria, trascienden el giro epocal que las motivó y plantean cuestionamientos insoslayables. Insoslayables sobre todo para aquéllos que, desde la tradición aristotélica y iusnaturalista católica, toman distancia crítica de la revolución francesa, de sus premisas ideológicas y de sus consecuencias histórico-políticas.
En este lugar no nos proponemos invalidar ni tan siquiera cuestionar el hecho de que de Maistre haya adoptado una posición contrarrevolucionaria y reaccionaria, toda vez que ella aparecía justificada ante la embestida de la revolución contra el orden natural y cristiano; tampoco dilucidar la comprehensión del término “tradicionalista” y la condición de tal de de Maistre; sino en cambio atisbar, con la brevedad que impone el presente excurso, si acaso este adversario católico de la revolución abreva en los mismos principios que fundan las posiciones de la tradición aristotélica sobre la comunidad política, su potestad y su constitución. A partir de allí tendremos la posibilidad de evaluar si las ideas de de Maistre representan una guía adecuada, desde el punto de vista del realismo de Aristóteles y la escuela tomista –y de la realidad objetiva, en última instancia-, para dirimir el problema de la constitución y del poder constituyente.
Adelantemos desde ya nuestra conclusión: no obstante su oposición frontal a varios de los errores más graves de la revolución; a pesar de que su crítica a las premisas y las consecuencias del proceso desatado en Europa exhibe tantos aciertos profundos y brillantes (aciertos que se extienden a otros ámbitos de la vida social, la política y lo religioso); nosotros estimamos que no pocos de los principios más centrales de de Maistre responden a los postulados del pensamiento moderno -en sentido doctrinal, no cronológico-. Es por ello que –no hesitamos en juzgar– este extraordinario polemista constituye un singularísimo caso de “faux ami” filosófico y teológico para la perspectiva del realismo político de la tradición aristotélica. En efecto, se trata de un ejemplo –a menudo no advertido, por lo matizado de sus ideas- de la llamada “teoría moderna de la soberanía”, que, imbuido de las premisas más fontales de ésta, ha ejercido apreciables influencias, especulativas y prácticas, políticas y eclesiales.
Señalemos sin más trámite algunos aspectos significativos del pensamiento de este autor enigmático y subyugante, masón (cfr. Robert Spaemann, Der Ursprung der Soziologie aus dem Geist der Restauration, Stuttgart, Klett-Cotta, 1998, p. 78) pero contrarrevolucionario (!?), que echarán luz sobre el lugar que cabe asignar a de Maistre como pensador político.





b) La concepción del poder soberano
Para nuestro pensador, desde el mismo momento en que el hombre se pone en contacto con sus semejantes queda presupuesta la idea de soberanía: es ella la que, al darles leyes, hace de las familias un pueblo. “Pueblo” significa una agregación en torno de un centro común (la soberanía), sin el cual no hay conjunto ni unidad política. La soberanía, concluye de Maistre, es la obra inmediata de la naturaleza (i.e., de la voluntad de su Creador), tal como lo es la sociedad política (Joseph de Maistre, Étude sur la souveraineté, L I, cap. III -en Oeuvres Complètes de J. de Maistre, Lyon, Librairie Générale Catholique et Classique Emmanuel Vitte, 1891, t. I-). Los ecos de Bodin, en cuanto al elemento material de la sociedad política (las familias) y en cuanto al papel socialmente constitutivo que desempeña el poder son evidentes. Como es también obvio, de Maistre ha hecho más que afirmar la naturalidad del poder político; junto con ello, lo ha erigido en la causa axial de la existencia y de la unidad del orden político, en detrimento de la que, sin duda, es su causa primera y fundante: el bien común político. Pues si los hombres se han “puesto en contacto”, si “las familias se han aproximado”, como dice el autor, es porque, tácita o expresamente, han aceptado integrarse en un grupo político constituido en torno de un fin común autárquico; al cual grupo le adviene por la naturaleza de las cosas (“la natural resultancia”, de Suárez), sí, un poder de régimen “soberano” –en el sentido de supremo en su orden–. Mas ese poder no es la causa primera de la constitución del grupo como tal. En cuanto a la función primaria del poder político, la opción del saboyano por la coacción (en oposición a la esencia directiva al bien común de la tradición clásica) aparece explícita: por soberanía “es imposible entender sino un poder represivo (pouvoir réprimant) que actúa sobre el súbdito, y que, por su parte, está ubicado fuera de él” (Étude …, L. II, cap. IV). 
Si sus fundamentos filosófico-sociales básicos se inscriben en la cosmovisión de cuño kratocéntrico y absolutista à la Bodin (para una síntesis comparativa cfr. Sergio R. Castaño, Defensa de la política, Buenos Aires, Ábaco de R. Depalma, 2003, cap. VII); esos fundamentos, por cierto, encierran también tomas de posición à la Hobbes, como las siguientes: “cuando hablo de ejercicio legítimo de la soberanía, no entiendo, o no digo, ejercicio justo, lo que produciría una anfibología peligrosa, a menos que por esa última palabra se quiera decir que todo lo que ella [la soberanía] opera en su círculo es justo o tenido por tal: lo cual es la verdad. Es así como un tribunal supremo, en tanto no exceda sus atribuciones, siempre es justo; pues es lo mismo en la práctica ser infalible o equivocarse sin apelación” (Joseph de Maistre, Du pape, París, Joseph Albanel, 1867, L. II, cap. X, nota -subrayado original-). Es claro que no vale objetar por el posible yerro o injusticia de la potestad soberana. La idea de marras representa una asunción central de de Maistre, que ya había aparecido en el comienzo mismo de su obra sobre la soberanía espiritual (y temporal): “es, en efecto, absolutamente lo mismo en la práctica no estar sujeto al error o no poder ser acusado de error” (ibid., L. I, cap. I). Semejante sentido de infalibilidad no deja de ser inquietante. No se trata de alguna forma de posesión de la verdad, o de una disposición para acceder a ella, pues no parece ser precisamente en la verdad donde de Maistre radica la infalibilidad: “nuestro interés no es que [una cuestión de “metafísica divina”] sea decidida de tal o de cual manera, sino que lo sea sin retraso y sin apelación”, dice explicando la naturaleza de la infalibilidad papal (ibid., L. I, cap. XIX). En consecuencia, “infalibilidad” significa ultimidad decisoria e irreprensibilidad por una esfera superior. Este planteo, como se ve, se aplica tanto al caso de la soberanía política cuanto al de la potestad papal; en efecto, la infalibilidad que reclama el papa no es esencialmente diferente de la que se atribuye a los reyes de la tierra, dado que ni los unos ni el otro podrían ser juzgados por nadie (ibid., L. I, cap. XVI). Es así como la infalibilidad es erigida en la esencia del poder del monarca y del papa; y el poder soberano del príncipe, como vimos, concebido como constitutivo formal del pueblo y de la unidad política. Según la fórmula del autor, no puede haber sociedad sin gobierno, ni gobierno sin soberanía, ni soberanía sin infalibilidad (ibid., L. I, cap. XIX). Pues bien, desde esa perspectiva kratocéntrica (con manifiestas y por momentos radicales incrustaciones del paradigma ockhamista y voluntarista expresado por el lema de “auctoritas, non veritas facit legem”) -cosmovisión obviamente alejada de los principios mismos (intelectualistas y finalistas) afirmados por la tradición aristotélica- entiende el conde saboyano el quicio del orden social.

c) Notas clave de la concepción del régimen político y de la constitución
En lo que nos concierne específicamente, téngase presente que de Maistre no hesita en sostener que “toda familia soberana reina porque es elegida por un poder superior” (cfr. Essai sur le principe générateur des constitutions politiques, Lyon, Rusand, 1833, prefacio y nº XLVII; vide ibid., nº XXX; Du pape, L. II, cap. VIII; Étude ..., L. I, cap. IV); y que las constituciones son “obra inmediata de la voluntad del Creador” (cfr. Étude…, L. I, cap. IV y IX; vide Essai sur le principe…, nº XIII). Además, habla de constitución “natural” para referirse a la constitución histórica vigente (cfr. Étude ..., L. I, cap. IX; y Essai sur le principe…, prefacio). Son ideas recurrentes y esenciales en la obra de de Maistre, de las que citamos sólo unos pocos ejemplos. Y en las que anida un equívoco terminológico y conceptual de serias consecuencias doctrinales. En lo que atañe a "natural", la dificultad no se salva aduciendo que “natural” significaría en de Maistre “propio de cada cual” (como una natura individui comunitaria: vide Étude …, L. I, cap. II), porque esa constitución “natural” siempre responde a un decreto divino, lo cual para este autor torna ilusoria o superflua (o culpable, si pretendiera transformarla) la intervención de la voluntad humana colectiva (cfr. ibid…, L. I, cap. VII). Justamente en esa línea de Maistre analoga la formación y la vigencia de una constitución con el crecimiento de los seres vegetales, con lo cual, según él, la realidad de la praxis político-jurídica histórica revestiría notas propias no sólo de lo natural, sino de lo natural carente de conocimiento y libre albedrío (cfr. Essai sur le principe…, nº X). Sea como fuere, es un hecho que el significado de “natural” de de Maistre no podría ser identificado sin más con el “kata fusin", "fusei"/ “secundum naturam” de la tradición clásica, so pena de incurrir en equivocidad. Por fin, cómo “diferentes gobiernos puedan ser buenos […] para el mismo pueblo en diferentes tiempos” (según un breve pasaje del Étude…, L. I, cap. IV) no se explica fácil ni coherentemente en de Maistre; salvo recurriendo a la suposición de sucesivos decretos del “Eterno Arquitecto”, que suscitarían nuevos legisladores sagrados. No debe perderse de vista que en los procesos constitucionales, para de Maistre, o bien Dios va haciendo germinar el orden en la “planta” (sic) que es la sociedad; o bien extraordinarios legisladores son ungidos desde lo alto y operan cual artesanos sobre la inerte materia comunitaria (cfr. Étude …, L. I, cap. VII). ¿Será por esto que la mención de la epopeya popular de La Vendée no menudea en la obra del conde contrarrevolucionario ... ?

d) Consecuencias respecto de nuestro tema
Los posiciones últimamente espigadas en de Maistre contradicen principios fundamentales del orden político según la natura rerum, y reconocidos por la tradición de la escolástica aristotélica. Téngase en cuenta que la conformación de la comunidad política, la primacía de su bien común, la existencia resultante de una potestad política y  de un ordenamiento jurídico-constitucional son de derecho natural –y resolutivamente, en tanto tales, expresiones de la sabiduría de Dios–. Ahora bien, la concreta forma del régimen es contingente, histórica, y no se halla exenta de la intervención –necesaria- del arbitrio humano: es “de derecho positivo”; ergo, mudable. Esta última afirmación representa una piedra de toque de la auténtica tradición del aristotelismo clásico y de la milenaria escolástica católica. Se trata de un principio central, formulado por Aristóteles en Política (vide 1268 b 26 y ss; 1279 a 17 y ss.), sostenido sin ambages por el Angélico -incluso en el contexto de magistral defensa de la consuetudo política y jurídica de S. Th., I-IIae., 97, 1-; y reafirmado hasta nuestros días por la tradición aristotélica, como lo ejemplifica  Jean Dabin (Doctrina General del Estado, trad. Toral Moreno – González Uribe, México, Jus, 1946, p. 191). Esa tesis, además, como se ha dicho, refleja un eje de la realidad objetiva del orden político. Mas en la estela de de Maistre quedaría vedada por principio (o, por lo menos, seriamente cuestionada) la licitud de introducir modificaciones relevantes al orden establecido, so pena de ir contra la voluntad de Dios y una subsecuente ley de la naturaleza, vigente para esa sociedad.
  

Semejante inmutabilismo constitucional implica de suyo el anclaje de la legitimidad política en la preservación del régimen originario; si se tratase de un sistema monárquico y dinástico, tal postulado sería presupuesto necesario para una tesis legitimista. El legitimismo es, en principio, altamente válido como criterio práctico, toda vez que rescata el valor de la tradición inveterada como un auténtico fundamento de legitimidad del orden político, y aquilata debidamente las virtudes políticas de la monarquía. No obstante, el factor decisivo para dirimir su justificación última -en cada caso histórico- reside en que esa opción se refiera a una circunstancia empírica particular y en que para ella propugne una solución que resulte, siempre respecto de ese caso concreto, la más conducente al bien común político (primer principio de legitimidad): tal opción lícita consistiría entonces en la conservación en el trono de la familia consagrada desde antiguo por la tradición. Por el contrario, la petrificación de la legitimidad en un orden constitucional particular, así como la identificación de la legitimidad con una forma concreta de régimen, es inviable como posición teórica en el plano de lo universal y necesario, toda vez  que un estado de cosas histórico (sea una forma de régimen, sea la integración en una unidad política mayor, por ejemplo) no posee en tanto tal el rango axionormativo -de validez permanente- de un precepto de ley natural o de un mandato de ley divina positiva.

            e) Amplius. Conclusiones
Así pues, con respecto a una puesta en tela de juicio de la existencia y de la legitimidad del poder constituyente con base en el pensamiento de de Maistre, ¿qué cabría responder? Fundamentalmente, que ella gira en torno de una idea cuestionable de la esencia y del valor de la constitución, la cual a su vez podría dar lugar a un tránsito indebido, a saber, de una opción política práctica particular al plano teorético: una suerte de “legitimismo filosófico(-político)”, en el sentido de una opción prudencial concreta (válida respecto de una circunstancia histórica determinada) que es elevada al plano de los principios. Por lo demás, esa idea cuestionable sobre la constitución no depende intrínsecamente de la identificación de poder constituyente con revolución iluminista (según apareció en el punto 4), aunque pueda guardar vínculos nocionales con tal identificación y, en algunos autores, de hecho, ambas asunciones se retroalimenten.
Ampliamos el último juicio del parágrafo anterior d). En la praxis resulta inobjetable tratar de restaurar un orden legítimo subvertido y, si ese orden fuese monárquico y dinástico, hasta una particular familia destronada –siempre y cuando ello no implicara (y ésta es cuestión prudencial) preterir el hic et nunc de la realidad histórica, desconociendo la primacía del bien común por sobre todo derecho (puramente) dinástico, que es particular por definición–. Con todo, no se puede negar por principio la licitud de eventuales cambios constitucionales -que podrían llegar hasta revoluciones y, ante regímenes monárquicos, destronamientos-. En otros términos y aplicando los principios al escenario contemporáneo: es razonable deplorar, principalmente porque ello significó una mutación civilizatoria in peius, la caída del ancien régime (juicio particular sobre un hecho histórico concreto) y adoptar una opción práctica contraria al sistema liberal; o incluso propugnar la restauración de una determinada Casa -en comunidades de tradición monárquica-. Pero no es lícito connotar o sugerir que la constitución positiva en tanto tal es de derecho natural, o una manifestación de la voluntad divina (con lo cual, de facto y sobre todo de jure, ella resultaría básicamente irreformable); así como tampoco se justifica suponer que la permanencia sempiterna de una concreta forma de régimen constituye un principio de validez imprescriptible –tanto menos si tal suposición se hace extensiva a unos titulares del poder particularmente tomados (vgr., un individuo o una familia)–.
Por todo lo dicho, si la reluctancia a aceptar la noción de poder constituyente (en la teoría y en la praxis) se basara en las ideas de de Maistre, semejante posición no se correspondería con el mero desacuerdo con el orbe de ideas liberal y su peculiar noción de poder constituyente (la cual representa una posición impugnable en el plano de los principios). En efecto, negar sentido a la pregunta misma por el poder constituyente ut sic excede la crítica al liberalismo, en la medida en que tal negación contradice, sí (aunque per accidens) esa ideología -pero, bajo los supuestos supra discutidos, lo estaría haciendo desde un posicionamiento que otorga rango de derecho divino (o, sui generis, natural) al derecho histórico (positivo)-. Es decir, se estaría abordando -y cuestionando- el poder constituyente desde un postulado erróneo.
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IV. CONSIDERACIONES FINALES
6) Un ejemplo y una distinción axial
No está de más concluir recordando que un señero representante -filósofo y teólogo- de la escolástica aristotélica y tomista, inclaudicable y lúcido en la afirmación de la verdad católica en la vorágine política (y eclesial …) de la época contemporánea, el cardenal Louis Billot, único purpurado que renunció a su dignidad en todo el s. XX (y justamente por su protesta ante la condena vaticana de un magno defensor de la tradición monárquica -para su patria-, Charles Maurras), no dudó en utilizar la locución “poder constituyente” y en reconocerle un contenido axial en la conformación y en la legitimidad del orden político (cfr. Tractatus De Ecclesia Christi, sive continuatio theologiae de Verbo Incarnato, 3ª ed., Roma, Libraria Giachetti, 1909, T. I: De credibilitate Ecclesiae, et de intima ejus constitutione, capítulo III, cuestión XII, & 1: “De originibus et formis politici principatus”, pp. 489-516). Sirva entonces este argumento extrínseco en pro de la realidad y de la validez de la noción de poder constituyente, también como advertencia sobre la necesidad  de distinguir entre el origen de los nombres y la realidad objetiva significada por ellos.

Por fin –y más allá de la cuestión particular discutida ahora–, deben recordarse siempre las exigencias propias de la formalidad teórica, la de “las cosas mismas”, las cuales no se identifican con aquéllas que son lícitas y facultativas, o imprescriptibles y obligatorias, en la peraltada praxis política ordenada al bien común (natural y sobrenatural). Sobre esta distinción prometemos –como compromiso para cumplirlo– escribir algunas notas próximamente.