sábado, 12 de marzo de 2011

¿ES EL BIEN COMÚN UN CONJUNTO DE CONDICIONES? (III)

EL VALOR DEL BIEN COMÚN: TESTIMONIO DE PATRIOTA ALEMÁN

En un anterior post habíamos señalado las consecuencias atomísticas y nominalistas que se seguían de la adopción en sede filosófica de la definición del bien común como conjunto de condiciones para el bien de la persona, y de otras similares. Antes, en el primer post, habíamos recordado que esta formulación errónea –errónea en la rigurosa formalidad a que están obligados los filósofos del derecho y de la política, y de la práxis en general- había surgido precisamente del seno de la filosofía práctica, desde donde después se extendió a otros ámbitos (y nótese hasta qué punto esto enseña al filósofo su deber de contribuir en tanto filósofo al acervo sapiencial común con aquella independencia de criterio indispensable para el servicio a la verdad). Asimismo habíamos indicado cómo la noción de fin cui, en referencia al bien común político, permite poner de relieve la naturaleza humana de este bien sin por ello convertirlo en un medio del fin individual. Nos enfrentamos, entonces, con una cuestión sobre la cual la razón natural posee plena competencia para expedirse, y a cuyo respecto la tradición clásica y cristiana de Aristóteles y Tomás de Aquino indica un camino de investigación seguro, es decir, acorde con la realidad objetiva. En este tema resultan de consulta indispensable, ante todo, L’humanisme politique de St. Thomas d’Aquin, de Louis Lachance, el mejor libro de filosofía política tomista que se haya escrito, traducido en 2001 por EUNSA, en la edición del Prof. Juan Cruz, de la Universidad de Navarra; así como la más completa y rigurosa exposición del tema del bien común aparecida hasta hoy: Analisi del bene comune, Roma, Bulzoni, 1979 y 1988, del argentino Avelino M. Quintas, discípulo de Julio Meinvielle.
Luego, insistimos, se halla al alcance del conocimiento humano natural la impugnación de la idea de que la comunidad política y su bien común serían instrumento y medio de los bienes de la sumatoria de los individuos. Y esas verdades -tal vez con mayor patencia aun- se le manifiestan al hombre que quiere ya no especular sobre el bien humano sino concretarlo en su vida personal, a partir del conocimiento de los principios de la ley natural (en el caso de los principios primarios, de aprehensión inmediata y asequibles a todo individuo adulto y sano). Por ello para el apetito rectificado por los principios de la ley natural la patria no es un instrumento, ni un medio (pues el bien de la patria, como ha dicho el Aquinate erguido sobre la tradición griega y romana, es el bien común político bajo la formalidad de principio de nuestro ser: S. Th., II-IIae., 101, 3 ad 3um). Así como tampoco deviene instrumento o medio en perspectiva religiosa: lo que un creyente podría lícitamente sostener, sí, es que ella debe ser un camino hacia Dios para todos sus miembros y habitantes, mas no que la patria está a su servicio y al del resto de los individuos.


A manera de remate de estas reflexiones, vaya entonces, justamente, un testimonio autorizado. Con una autoridad fundada en la virtud y en la verdad -existencialmente asumida-.

La bomba del asesinato del rey de Serbia estalló en medio de nuestra pacífica vida estudiantil. Aquel mes de julio estuvo transido por la pregunta: ¿habrá una guerra europea? Todo era como un presagio de que se estaba gestando una tormenta tenebrosa. Pero no podíamos hacernos a la idea de que iba a ser una realidad. Los que han crecido en la guerra o después de la guerra no pueden ni imaginarse aquella seguridad en la que creíamos vivir hasta 1914.
La paz, la tranquila posesión de los bienes, la estabilidad de las relaciones cotidianas, constituían para nosotros como un inconmovible fundamento de la vida. Cuando, finalmente, percibimos que se acercaba inexorablemente la tempestad, todos intentamos atisbar con claridad el proceso y el desenlace. Una cosa era segura: se trataba de una guerra distinta a las anteriores. Una destrucción tan horrorosa no podía durar mucho tiempo. En unos meses todo habría pasado.
‘Ahora mi vida no me pertenece’, me dije a mí misma. ‘Todas mis energías están al servicio del gran acontecimiento. Cuando termine la guerra, si es que vivo todavía, podré pensar de nuevo en mis asuntos personales’.
Al día siguiente, domingo, fue la declaración de guerra. Rose vino a saludarme. Por ella supe que se preparaba un curso de enfermeras para estudiantes. Inmediatamente me inscribí, y a partir de ese momento iba todos los días al Hospital de Todos los Santos [...].
Por parte de mi madre [el padre de quien escribe había fallecido en su niñez] encontré una fuerte resistencia. Yo no le dije ni una palabra de que se trataba de un hospital de contagiosos. Ella sabía muy bien que no podría disuadirme con el argumento de que ponía en peligro mi vida. Por ello lo que me argumentó como medio para asustarme fue que los soldados venían del frente con la ropa llena de piojos y que de esto no tendría modo de defenderme. Realmente esto era un tormento al que yo tenía verdadero horror. Pero si los que estaban en las trincheras tenían que sufrir esto, ¿por qué habría de ser yo una privilegiada?
Como estos argumentos incisivos de mi madre no surtían efecto, me dijo con toda su energía: ‘no irás con mi consentimiento’. A lo cual yo repuse abiertamente: ‘en ese caso tendré que ir sin tu consentimiento’. Mis hermanas asintieron a mi dura respuesta [...]”.

Edith Stein

Citado por José Ramón Ayllón, En torno al hombre, Madrid, Rialp, 1996, “Bien particular y bien común”, pp. 151-3 [texto tomado de Aus dem Leben einer jüdischen Familie, en Edith Stein Gesamtausgabe, vol. I, 2002, pp. 243 y ss.].




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