miércoles, 4 de diciembre de 2013

PODER CONSTITUYENTE Y CONTRARREVOLUCIÓN MODERNA

ALGUNOS PRESUPUESTOS DE LA PUESTA EN TELA DE JUICIO, POR PARTE DE POSICIONES TRADICIONALES, DE LA LEGITIMIDAD Y DE LA NOCIÓN MISMA DE PODER CONSTITUYENTE


I. LA CUESTIÓN QUE NOS OCUPARÁ
1) La ocasión en que se planteó el tema: una presentación con fértil debate
El 3 de julio de este año, por invitación del Director del Centro de Estudios de Derecho Constitucional de la Universidad Pontificia de Buenos Aires, Prof. Orlando Gallo, y con la participación del Decano de la Facultad de Derecho, Prof. Daniel Herrera, se discutió el libro de nuestra autoría El poder constituyente entre mito y realidad (pról. de Orlando J. Gallo y Pietro Giuseppe Grasso, Buenos Aires, U.C. de Cuyo, 2012). La presentación propiamente dicha estuvo a cargo del joven y meritorio docente Carlos Arnossi, y el debate fue dirigido por el Prof. Héctor H. Hernández, de larga experiencia en las disputaciones universitarias –actividad sintomáticamente insólita en la Universidad de hoy, en cualquier latitud-. En el transcurso de ese acto académico el autor tuvo el privilegio de sostener un enriquecedor y vivo diálogo con el muy calificado (y, para esta clase de ocasiones, numeroso) público presente. Uno de los problemas debatidos es el que, de modo orgánico y ordenado, se expondrá a continuación: a saber, la puesta en tela de juicio del poder constituyente desde posiciones filosófico-políticas de raigambre tradicional.

2) El núcleo de la realidad y de la manifestación del poder constituyente
Afirmamos que la función constituyente no es un poder distinto del poder vigente en la comunidad. En otros términos, el “poder constituyente” no difiere en su titularidad del “poder constituido” (para decirlo con Sieyés), según se intenta demostrar en el libro mencionado. Pensamos también que, en épocas normales –es decir, fuera del caso de las conmociones revolucionarias-, se ejerce como adecuación paulatina del orden jurídico vigente a las circunstancias históricas cambiantes: es lo que se ha llamado poder constituyente “reformador”. Así, por ejemplo, como me recordaba el Prof. Gallo, en Inglaterra no se habla tanto de este tema; la razón de ello radica, sin duda, en que su orden político es estructuralmente tradicional. Por otra parte, la refutación de la "soberanía del pueblo" y a fortiori de la "soberanía constituyente del pueblo" representa un eje de nuestros estudios sobre este tema. De allí, precisamente, el título de la obra presentada (... entre mito y realidad). En cualquier caso, no reiteraremos aquí los desarrollos y conclusiones de nuestro libro respecto de la pluriforme cuestión allí tratada; a él remitimos.

II. PODER CONSTITUYENTE Y REVOLUCIÓN LIBERAL
3) La aparición de la locución y la circunstancia particular que evoca
Pero debe señalarse una circunstancia (aunque atención: es de hecho, i. e., histórico-particular) que se introduce casi inevitablemente en la discusión sobre los principios que fundan la noción de poder constituyente, y que a veces puede obscurecer la necesaria acribia en ese plano esencial. Nos referimos a que las apariciones revolucionarias (constituyentes) de la modernidad han tenido un signo axiológico negativo, en buena medida por su pretensión de hacer tabla rasa con la historia y la tradición -para no hablar de su impronta anticristiana-.
Así pues, hay una reacción justificada contra la posición liberal-constitucionalista y los sucesos político-revolucionarios que ha prohijado. Ahora bien, la locución “poder constituyente” fue echada al ruedo precisamente por esa posición. Luego, debe evitarse vincular intrínsecamente, sin un ponderado análisis, la realidad del poder constituyente en tanto tal con racionalismo, iluminismo, liberalismo y laicismo.

4) Negación de la noción de poder constituyente: presupuestos y consecuencias
Sin embargo, en ocasiones, bajo la impugnación del poder constituyente como creador del orden social y político -investido de facultades y capacidades demiúrgicas que violentan el concreto perfil de la comunidad y desconocen los principios trascendentes, naturales e históricos de legitimidad (según lo plantea la idea liberal y revolucionaria)- puede terminar deslizándose la negación de la función constituyente misma, y de su legitimidad, sobre todo como forma constituyente originaria (en el sentido de transformación o refundación de los usos políticos vigentes). Nótese que así se hace un paso teóricamente indebido, a saber de una circunstancia ilegítima revolucionaria al plano de lo universal; es decir, una de las manifestaciones históricas del poder constituyente  -cuestionable por los fundamentos cosmovisionales que son peculiares de ella, qua iluminista- queda identificada con la noción misma del poder constituyente. A partir de su identificación con una expresión revolucionaria antitradicional, el poder constituyente se ve descalificado ut sic, como si se hallara signado en tanto tal por un sesgo contrario al derecho consuetudinario, al orden natural y a la ley divina.
Ahora bien, la preterición de la existencia y de la legitimidad de la función constituyente trae como consecuencia, por un lado, una dificultad en el plano del abordaje del acontecer político empírico: pues -haciendo abstracción de su legitimidad- resulta ilusorio negar la acción constituyente de los poderes vigentes y sus efectos normativos e institucionales (culturales y humanos, en definitiva). Al hacerlo, pareciera no distinguirse lo irreformable (aquellos elementos que más constituyen que son constituidos, como la composición étnico-nacional) de lo que sí es fácticamente constituible: el orden normativo positivo. Por otro lado, ya desde un punto de vista comprehensivamente realista, que incluya el momento -clave- de la legitimidad, un temperamento denegatorio del poder constituyente -planteado sin distinciones ni excepciones- desconocería la posible justicia de cualquier transformación político-constitucional, incluso de aquéllas que intentasen volver por los fueros del orden natural y cristiano, instaurándolo en la esfera pública mediante la función constituyente, la cual podría no ser sólo reformadora, sino asimismo (radicalmente) restauradora: poder constituyente “originario” (una restauración que -como no se le escapa a nadie que observe la realidad histórica presente- se enfrentaría hoy con la oposición de la comunidad internacional). En ese género de transformaciones constitucionales, aunque no dentro de las más radicales, entraría el caso extraordinario de la Hungría actual.

III. PODER CONSTITUYENTE Y CONTRARREVOLUCIÓN MODERNA
5) Una objeción proveniente del pensamiento contrarrevolucionario
a) La figura de Joseph de Maistre
A continuación analicemos una especie de impugnación en particular. Se trata de la hipótesis –que sin duda puede haber llegado a hacerse realidad, por lo menos en alguna medida– de fundamentar la negación del poder constituyente (de su existencia, de su legitimidad y hasta del sentido mismo del problema) en las ideas de uno de los adversarios más formidables que tuvo la ideología revolucionaria dieciochesca; dentro de los contemporáneos de esos sucesos, el más destacado de ellos junto con Edmund Burke, cabría decir. Nos referimos al diplomático saboyano conde Joseph de Maistre (1753-1821).
Se trata de un polígrafo agudo, que hace gala de un estilo proverbialmente lozano y actual, provisto de una vasta formación teórica (teológica, filosófica, literaria, histórica). Todas esas virtudes, indispensables en un gran polemista, le han permitido convertirse en un paradigmático contendor doctrinal de la revolución francesa. Pero sería injusto –por erróneo– acotar la significación y el alcance de su obra a la  circunstancial reacción contra ese suceso histórico. Pues se trata, en efecto, de un autor con criterios propios, cuya presencia se manifiesta en grandes pensadores políticos contemporáneos: así, la idea de la historia como “política experimental” (en Maurras); el sentido del “concreto modo de existencia política” (en Schmitt). Sus ideas sobre la naturaleza del poder político y de la constitución, aunque hayan surgido como respuesta a la conmoción revolucionaria, trascienden el giro epocal que las motivó y plantean cuestionamientos insoslayables. Insoslayables sobre todo para aquéllos que, desde la tradición aristotélica y iusnaturalista católica, toman distancia crítica de la revolución francesa, de sus premisas ideológicas y de sus consecuencias histórico-políticas.
En este lugar no nos proponemos invalidar ni tan siquiera cuestionar el hecho de que de Maistre haya adoptado una posición contrarrevolucionaria y reaccionaria, toda vez que ella aparecía justificada ante la embestida de la revolución contra el orden natural y cristiano; tampoco dilucidar la comprehensión del término “tradicionalista” y la condición de tal de de Maistre; sino en cambio atisbar, con la brevedad que impone el presente excurso, si acaso este adversario católico de la revolución abreva en los mismos principios que fundan las posiciones de la tradición aristotélica sobre la comunidad política, su potestad y su constitución. A partir de allí tendremos la posibilidad de evaluar si las ideas de de Maistre representan una guía adecuada, desde el punto de vista del realismo de Aristóteles y la escuela tomista –y de la realidad objetiva, en última instancia-, para dirimir el problema de la constitución y del poder constituyente.
Adelantemos desde ya nuestra conclusión: no obstante su oposición frontal a varios de los errores más graves de la revolución; a pesar de que su crítica a las premisas y las consecuencias del proceso desatado en Europa exhibe tantos aciertos profundos y brillantes (aciertos que se extienden a otros ámbitos de la vida social, la política y lo religioso); nosotros estimamos que no pocos de los principios más centrales de de Maistre responden a los postulados del pensamiento moderno -en sentido doctrinal, no cronológico-. Es por ello que –no hesitamos en juzgar– este extraordinario polemista constituye un singularísimo caso de “faux ami” filosófico y teológico para la perspectiva del realismo político de la tradición aristotélica. En efecto, se trata de un ejemplo –a menudo no advertido, por lo matizado de sus ideas- de la llamada “teoría moderna de la soberanía”, que, imbuido de las premisas más fontales de ésta, ha ejercido apreciables influencias, especulativas y prácticas, políticas y eclesiales.
Señalemos sin más trámite algunos aspectos significativos del pensamiento de este autor enigmático y subyugante, masón (cfr. Robert Spaemann, Der Ursprung der Soziologie aus dem Geist der Restauration, Stuttgart, Klett-Cotta, 1998, p. 78) pero contrarrevolucionario (!?), que echarán luz sobre el lugar que cabe asignar a de Maistre como pensador político.





b) La concepción del poder soberano
Para nuestro pensador, desde el mismo momento en que el hombre se pone en contacto con sus semejantes queda presupuesta la idea de soberanía: es ella la que, al darles leyes, hace de las familias un pueblo. “Pueblo” significa una agregación en torno de un centro común (la soberanía), sin el cual no hay conjunto ni unidad política. La soberanía, concluye de Maistre, es la obra inmediata de la naturaleza (i.e., de la voluntad de su Creador), tal como lo es la sociedad política (Joseph de Maistre, Étude sur la souveraineté, L I, cap. III -en Oeuvres Complètes de J. de Maistre, Lyon, Librairie Générale Catholique et Classique Emmanuel Vitte, 1891, t. I-). Los ecos de Bodin, en cuanto al elemento material de la sociedad política (las familias) y en cuanto al papel socialmente constitutivo que desempeña el poder son evidentes. Como es también obvio, de Maistre ha hecho más que afirmar la naturalidad del poder político; junto con ello, lo ha erigido en la causa axial de la existencia y de la unidad del orden político, en detrimento de la que, sin duda, es su causa primera y fundante: el bien común político. Pues si los hombres se han “puesto en contacto”, si “las familias se han aproximado”, como dice el autor, es porque, tácita o expresamente, han aceptado integrarse en un grupo político constituido en torno de un fin común autárquico; al cual grupo le adviene por la naturaleza de las cosas (“la natural resultancia”, de Suárez), sí, un poder de régimen “soberano” –en el sentido de supremo en su orden–. Mas ese poder no es la causa primera de la constitución del grupo como tal. En cuanto a la función primaria del poder político, la opción del saboyano por la coacción (en oposición a la esencia directiva al bien común de la tradición clásica) aparece explícita: por soberanía “es imposible entender sino un poder represivo (pouvoir réprimant) que actúa sobre el súbdito, y que, por su parte, está ubicado fuera de él” (Étude …, L. II, cap. IV). 
Si sus fundamentos filosófico-sociales básicos se inscriben en la cosmovisión de cuño kratocéntrico y absolutista à la Bodin (para una síntesis comparativa cfr. Sergio R. Castaño, Defensa de la política, Buenos Aires, Ábaco de R. Depalma, 2003, cap. VII); esos fundamentos, por cierto, encierran también tomas de posición à la Hobbes, como las siguientes: “cuando hablo de ejercicio legítimo de la soberanía, no entiendo, o no digo, ejercicio justo, lo que produciría una anfibología peligrosa, a menos que por esa última palabra se quiera decir que todo lo que ella [la soberanía] opera en su círculo es justo o tenido por tal: lo cual es la verdad. Es así como un tribunal supremo, en tanto no exceda sus atribuciones, siempre es justo; pues es lo mismo en la práctica ser infalible o equivocarse sin apelación” (Joseph de Maistre, Du pape, París, Joseph Albanel, 1867, L. II, cap. X, nota -subrayado original-). Es claro que no vale objetar por el posible yerro o injusticia de la potestad soberana. La idea de marras representa una asunción central de de Maistre, que ya había aparecido en el comienzo mismo de su obra sobre la soberanía espiritual (y temporal): “es, en efecto, absolutamente lo mismo en la práctica no estar sujeto al error o no poder ser acusado de error” (ibid., L. I, cap. I). Semejante sentido de infalibilidad no deja de ser inquietante. No se trata de alguna forma de posesión de la verdad, o de una disposición para acceder a ella, pues no parece ser precisamente en la verdad donde de Maistre radica la infalibilidad: “nuestro interés no es que [una cuestión de “metafísica divina”] sea decidida de tal o de cual manera, sino que lo sea sin retraso y sin apelación”, dice explicando la naturaleza de la infalibilidad papal (ibid., L. I, cap. XIX). En consecuencia, “infalibilidad” significa ultimidad decisoria e irreprensibilidad por una esfera superior. Este planteo, como se ve, se aplica tanto al caso de la soberanía política cuanto al de la potestad papal; en efecto, la infalibilidad que reclama el papa no es esencialmente diferente de la que se atribuye a los reyes de la tierra, dado que ni los unos ni el otro podrían ser juzgados por nadie (ibid., L. I, cap. XVI). Es así como la infalibilidad es erigida en la esencia del poder del monarca y del papa; y el poder soberano del príncipe, como vimos, concebido como constitutivo formal del pueblo y de la unidad política. Según la fórmula del autor, no puede haber sociedad sin gobierno, ni gobierno sin soberanía, ni soberanía sin infalibilidad (ibid., L. I, cap. XIX). Pues bien, desde esa perspectiva kratocéntrica (con manifiestas y por momentos radicales incrustaciones del paradigma ockhamista y voluntarista expresado por el lema de “auctoritas, non veritas facit legem”) -cosmovisión obviamente alejada de los principios mismos (intelectualistas y finalistas) afirmados por la tradición aristotélica- entiende el conde saboyano el quicio del orden social.

c) Notas clave de la concepción del régimen político y de la constitución
En lo que nos concierne específicamente, téngase presente que de Maistre no hesita en sostener que “toda familia soberana reina porque es elegida por un poder superior” (cfr. Essai sur le principe générateur des constitutions politiques, Lyon, Rusand, 1833, prefacio y nº XLVII; vide ibid., nº XXX; Du pape, L. II, cap. VIII; Étude ..., L. I, cap. IV); y que las constituciones son “obra inmediata de la voluntad del Creador” (cfr. Étude…, L. I, cap. IV y IX; vide Essai sur le principe…, nº XIII). Además, habla de constitución “natural” para referirse a la constitución histórica vigente (cfr. Étude ..., L. I, cap. IX; y Essai sur le principe…, prefacio). Son ideas recurrentes y esenciales en la obra de de Maistre, de las que citamos sólo unos pocos ejemplos. Y en las que anida un equívoco terminológico y conceptual de serias consecuencias doctrinales. En lo que atañe a "natural", la dificultad no se salva aduciendo que “natural” significaría en de Maistre “propio de cada cual” (como una natura individui comunitaria: vide Étude …, L. I, cap. II), porque esa constitución “natural” siempre responde a un decreto divino, lo cual para este autor torna ilusoria o superflua (o culpable, si pretendiera transformarla) la intervención de la voluntad humana colectiva (cfr. ibid…, L. I, cap. VII). Justamente en esa línea de Maistre analoga la formación y la vigencia de una constitución con el crecimiento de los seres vegetales, con lo cual, según él, la realidad de la praxis político-jurídica histórica revestiría notas propias no sólo de lo natural, sino de lo natural carente de conocimiento y libre albedrío (cfr. Essai sur le principe…, nº X). Sea como fuere, es un hecho que el significado de “natural” de de Maistre no podría ser identificado sin más con el “kata fusin", "fusei"/ “secundum naturam” de la tradición clásica, so pena de incurrir en equivocidad. Por fin, cómo “diferentes gobiernos puedan ser buenos […] para el mismo pueblo en diferentes tiempos” (según un breve pasaje del Étude…, L. I, cap. IV) no se explica fácil ni coherentemente en de Maistre; salvo recurriendo a la suposición de sucesivos decretos del “Eterno Arquitecto”, que suscitarían nuevos legisladores sagrados. No debe perderse de vista que en los procesos constitucionales, para de Maistre, o bien Dios va haciendo germinar el orden en la “planta” (sic) que es la sociedad; o bien extraordinarios legisladores son ungidos desde lo alto y operan cual artesanos sobre la inerte materia comunitaria (cfr. Étude …, L. I, cap. VII). ¿Será por esto que la mención de la epopeya popular de La Vendée no menudea en la obra del conde contrarrevolucionario ... ?

d) Consecuencias respecto de nuestro tema
Los posiciones últimamente espigadas en de Maistre contradicen principios fundamentales del orden político según la natura rerum, y reconocidos por la tradición de la escolástica aristotélica. Téngase en cuenta que la conformación de la comunidad política, la primacía de su bien común, la existencia resultante de una potestad política y  de un ordenamiento jurídico-constitucional son de derecho natural –y resolutivamente, en tanto tales, expresiones de la sabiduría de Dios–. Ahora bien, la concreta forma del régimen es contingente, histórica, y no se halla exenta de la intervención –necesaria- del arbitrio humano: es “de derecho positivo”; ergo, mudable. Esta última afirmación representa una piedra de toque de la auténtica tradición del aristotelismo clásico y de la milenaria escolástica católica. Se trata de un principio central, formulado por Aristóteles en Política (vide 1268 b 26 y ss; 1279 a 17 y ss.), sostenido sin ambages por el Angélico -incluso en el contexto de magistral defensa de la consuetudo política y jurídica de S. Th., I-IIae., 97, 1-; y reafirmado hasta nuestros días por la tradición aristotélica, como lo ejemplifica  Jean Dabin (Doctrina General del Estado, trad. Toral Moreno – González Uribe, México, Jus, 1946, p. 191). Esa tesis, además, como se ha dicho, refleja un eje de la realidad objetiva del orden político. Mas en la estela de de Maistre quedaría vedada por principio (o, por lo menos, seriamente cuestionada) la licitud de introducir modificaciones relevantes al orden establecido, so pena de ir contra la voluntad de Dios y una subsecuente ley de la naturaleza, vigente para esa sociedad.
  

Semejante inmutabilismo constitucional implica de suyo el anclaje de la legitimidad política en la preservación del régimen originario; si se tratase de un sistema monárquico y dinástico, tal postulado sería presupuesto necesario para una tesis legitimista. El legitimismo es, en principio, altamente válido como criterio práctico, toda vez que rescata el valor de la tradición inveterada como un auténtico fundamento de legitimidad del orden político, y aquilata debidamente las virtudes políticas de la monarquía. No obstante, el factor decisivo para dirimir su justificación última -en cada caso histórico- reside en que esa opción se refiera a una circunstancia empírica particular y en que para ella propugne una solución que resulte, siempre respecto de ese caso concreto, la más conducente al bien común político (primer principio de legitimidad): tal opción lícita consistiría entonces en la conservación en el trono de la familia consagrada desde antiguo por la tradición. Por el contrario, la petrificación de la legitimidad en un orden constitucional particular, así como la identificación de la legitimidad con una forma concreta de régimen, es inviable como posición teórica en el plano de lo universal y necesario, toda vez  que un estado de cosas histórico (sea una forma de régimen, sea la integración en una unidad política mayor, por ejemplo) no posee en tanto tal el rango axionormativo -de validez permanente- de un precepto de ley natural o de un mandato de ley divina positiva.

            e) Amplius. Conclusiones
Así pues, con respecto a una puesta en tela de juicio de la existencia y de la legitimidad del poder constituyente con base en el pensamiento de de Maistre, ¿qué cabría responder? Fundamentalmente, que ella gira en torno de una idea cuestionable de la esencia y del valor de la constitución, la cual a su vez podría dar lugar a un tránsito indebido, a saber, de una opción política práctica particular al plano teorético: una suerte de “legitimismo filosófico(-político)”, en el sentido de una opción prudencial concreta (válida respecto de una circunstancia histórica determinada) que es elevada al plano de los principios. Por lo demás, esa idea cuestionable sobre la constitución no depende intrínsecamente de la identificación de poder constituyente con revolución iluminista (según apareció en el punto 4), aunque pueda guardar vínculos nocionales con tal identificación y, en algunos autores, de hecho, ambas asunciones se retroalimenten.
Ampliamos el último juicio del parágrafo anterior d). En la praxis resulta inobjetable tratar de restaurar un orden legítimo subvertido y, si ese orden fuese monárquico y dinástico, hasta una particular familia destronada –siempre y cuando ello no implicara (y ésta es cuestión prudencial) preterir el hic et nunc de la realidad histórica, desconociendo la primacía del bien común por sobre todo derecho (puramente) dinástico, que es particular por definición–. Con todo, no se puede negar por principio la licitud de eventuales cambios constitucionales -que podrían llegar hasta revoluciones y, ante regímenes monárquicos, destronamientos-. En otros términos y aplicando los principios al escenario contemporáneo: es razonable deplorar, principalmente porque ello significó una mutación civilizatoria in peius, la caída del ancien régime (juicio particular sobre un hecho histórico concreto) y adoptar una opción práctica contraria al sistema liberal; o incluso propugnar la restauración de una determinada Casa -en comunidades de tradición monárquica-. Pero no es lícito connotar o sugerir que la constitución positiva en tanto tal es de derecho natural, o una manifestación de la voluntad divina (con lo cual, de facto y sobre todo de jure, ella resultaría básicamente irreformable); así como tampoco se justifica suponer que la permanencia sempiterna de una concreta forma de régimen constituye un principio de validez imprescriptible –tanto menos si tal suposición se hace extensiva a unos titulares del poder particularmente tomados (vgr., un individuo o una familia)–.
Por todo lo dicho, si la reluctancia a aceptar la noción de poder constituyente (en la teoría y en la praxis) se basara en las ideas de de Maistre, semejante posición no se correspondería con el mero desacuerdo con el orbe de ideas liberal y su peculiar noción de poder constituyente (la cual representa una posición impugnable en el plano de los principios). En efecto, negar sentido a la pregunta misma por el poder constituyente ut sic excede la crítica al liberalismo, en la medida en que tal negación contradice, sí (aunque per accidens) esa ideología -pero, bajo los supuestos supra discutidos, lo estaría haciendo desde un posicionamiento que otorga rango de derecho divino (o, sui generis, natural) al derecho histórico (positivo)-. Es decir, se estaría abordando -y cuestionando- el poder constituyente desde un postulado erróneo.
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IV. CONSIDERACIONES FINALES
6) Un ejemplo y una distinción axial
No está de más concluir recordando que un señero representante -filósofo y teólogo- de la escolástica aristotélica y tomista, inclaudicable y lúcido en la afirmación de la verdad católica en la vorágine política (y eclesial …) de la época contemporánea, el cardenal Louis Billot, único purpurado que renunció a su dignidad en todo el s. XX (y justamente por su protesta ante la condena vaticana de un magno defensor de la tradición monárquica -para su patria-, Charles Maurras), no dudó en utilizar la locución “poder constituyente” y en reconocerle un contenido axial en la conformación y en la legitimidad del orden político (cfr. Tractatus De Ecclesia Christi, sive continuatio theologiae de Verbo Incarnato, 3ª ed., Roma, Libraria Giachetti, 1909, T. I: De credibilitate Ecclesiae, et de intima ejus constitutione, capítulo III, cuestión XII, & 1: “De originibus et formis politici principatus”, pp. 489-516). Sirva entonces este argumento extrínseco en pro de la realidad y de la validez de la noción de poder constituyente, también como advertencia sobre la necesidad  de distinguir entre el origen de los nombres y la realidad objetiva significada por ellos.

Por fin –y más allá de la cuestión particular discutida ahora–, deben recordarse siempre las exigencias propias de la formalidad teórica, la de “las cosas mismas”, las cuales no se identifican con aquéllas que son lícitas y facultativas, o imprescriptibles y obligatorias, en la peraltada praxis política ordenada al bien común (natural y sobrenatural). Sobre esta distinción prometemos –como compromiso para cumplirlo– escribir algunas notas próximamente.



viernes, 25 de octubre de 2013

EL KATÉJON


En la Segunda Carta a los Tesalonicenses, II, 6-7, San Pablo, anunciando la futura irrupción del Anticristo en la Historia, agrega: “Y ahora ya sabéis qué es lo que (le) detiene para que su manifestación sea a su debido tiempo. El misterio de la iniquidad ya está obrando ciertamente, sólo (hay) el que ahora detiene, [hasta que sea quitado de] en medio. Y entonces se hará manifiesto el inicuo [...]” (versión de Straubinger, II, 290, con la variante de su nota; subrayado nuestro). Con esta afirmación legó el Apóstol a la posteridad un problema histórico-escatológico crucial: ¿qué es “el obstáculo” y “el obstaculizante”, “lo que ataja” y “el Atajador” (Leonardo Castellani, Apocalipsis de S. Juan, 184-185), aquello que detiene, contiene, retrasa el reinado del Anticristo?

La interpretación de los Padres de la Iglesia, en general, se inclinó por identificar el Katéjon con el Imperio Romano mismo (cfr. John H. Newman, Cuatro sermones sobre el Anticristo, I; y prólogo de Carlos A. Baliña), como también lo hicieron los teólogos medievales (cfr. Josef Pieper, El fin del tiempo, 135). Ésta última fue, precisamente, la posibilidad exegética que Sto. Tomás consideró en primer término (cfr. Super II Epistolam Sancti Pauli ad Thess., II, II). En la época contemporánea, uno de los más agudos y sugerentes teóricos del Estado del s. XX, Carl Schmitt, extendió sus preocupaciones políticas hasta esta ardua cuestión teológica, y la abordó con manifiesto interés en algunas de sus obras (cfr. Felix Grossheutschi, Carl Schmitt und die Lehre vom Katechon, 57-121).

            Desde una perspectiva cristiana la figura del Katéjon constituye uno de los ejes de la Teología de la Historia, así como de una Teología Política rectamente entendida.

Por otra parte –y en idéntica perspectiva-, en tal tópico escatológico radica una de las claves del tiempo que nos toca vivir. El sentido de esta última afirmación surge con patencia por poco que se repare en que el orden político cristiano, concretado providencialmente en el Imperio Romano que confiesa a Cristo, como paradigma y núcleo político-institucional de la Cristiandad, ya no existe. En efecto, los herederos y representantes del Sacro Imperio Romano desaparecieron como consecuencia de los brutales hechos provocados en la segunda década del s. XX, que terminaron con los tronos de ambos Césares cristianos, el de Occidente y el Oriente, el Kaiser de Viena y el Czar de San Petersburgo. Luego, si la doctrina común a los Padres y a Sto. Tomás es correcta, y siendo un hecho que el Imperio Romano Cristiano ha sido destruido, entonces ya no existiría el obstáculo que impidiese la irrupción anunciada por el Apóstol.

Nos excusamos por no desarrollar más ampliamente este tema apasionante y crucial. Sólo hemos querido recordarlo….







jueves, 17 de octubre de 2013

COMUNIDAD Y SOCIEDAD


Nuestro lector y amigo Ariel nos formuló hace un tiempo en este blog otra importante e interesante cuestión, esta vez a propósito de “comunidad” y “sociedad”. Con retraso le respondemos con este post.






“COMUNIDAD” Y “SOCIEDAD


I. El uso de los términos latinos entre los autores escolásticos clásicos

1. Su aparición en dos obras de Sto. Tomás

Tomemos un escrito del Aquinate en el que aparecen interesantes aportaciones para una teoría de la sociedad (como “grupo social”, según la terminología adoptada por el maestro argentino Guido Soaje Ramos [1]): Contra impugnantes Dei cultum et religionem [2]. Allí se da la siguiente definición tomista de sociedad: “societas nihil aliud esse videatur quam adunatio hominum ad aliquid unum communiter agendum”; y asimismo “est enim societas ut dictum est, adunatio hominum ad aliquid unum perficiendum”.

Hay societates públicas y privadas. Entre las primeras se halla la respublica, constituida por los hombres que se congregan en la ciudad o el reino. Por otro lado, hay societates perpetuas y temporales. Precisamente también la ciudad es un ejemplo de societas perpetua, ya que los hombres se aúnan en ella para toda la vida. Así, la societas politica es pública y perpetua. Por su parte el matrimonio y la familia son societates privadas y perpetuas, mientras que existen societates que tienen por fin (y es el fin el que permite juzgar la naturaleza de la cosa, aduce el Aquinate) un negocio (negotium) temporal; tales sociedades perduran hasta que ese negocio concluya. No aparece “comunidad” en este texto.

Por el contrario, si consultamos el Comentario a la Política de Aristóteles, nos encontramos con que la civitas es denominada “communitas” en el texto traducido por Guillermo de Moerbeke [3]; también lo es la familia (domus). Sto. Tomás adopta el término, y plantea que toda communitas existe para un bien, que es su fin. En todo este comentario tomista a los importantísimos desarrollos de Aristóteles sobre la politicidad natural tanto el texto latino como los análisis de Sto. Tomás utilizan “comunidad” (Libro I, lectio I). Ya en el medular Proemio, el Aquinate había empleado “comunidad” para la polis: “communitas civitatis ordinata ad per se sufficientia vitae humanae”, “inter omnes communitates […] perfectissima”.

El sentido de communitas parece claramente ligado a communicatio y communicare; así, por ejemplo, en Libro II, lectio 1 nº 173 se dice que “civitas est communitas”, por lo cual es necesario preguntarse si “omnes cives debeant communicare in omnibus, aut in nullo, aut in quibusdam, et in quibusdam non”. La respuesta inmediata y primera a esta cuestión resulta por demás interesante para el plano terminológico que nos ocupa. Dice el Aquinate que es necesario que los ciudadanos tengan cosas en común (“necesse est communicare”), por lo menos el lugar, dado que se llama conciudadanos a quienes se han asociado en una ciudad (“socii in una civitate”); luego es necesario que tengan en común el lugar [4]. De modo que la communitas politica supone -o se identifica con- la congregación en una societas, cuyos socii son concives (nº 174). Este planteo, en el cual la cercana aparición de “communitas” y “societas” expresa la recíproca vinculación e implicación entre las nociones significadas, se reitera más adelante (L. II, lectio VI, nº 229). Hablando de las relaciones entre las ciudades, Sto. Tomás observa que la polis ha de entablar vínculos con otras ciudades, sea en la paz sea en la guerra. Ahora bien, en la medida en que la polis no lleva una vida solitaria, sino que sus relaciones con otras de idéntica especie son políticas, o sea comunes, resulta necesario establecer leyes que ordenen esas relaciones con las que la polis se hallará en sociedad ([…] vitam non solitariam, sed politicam, idest communem cum multis aliis civitatibus, cum quibus societatem habeat […]”). Es decir que si hay asuntos comunes, propios del plano político, las relaciones reguladas por la ley serán sociales. Dicho de otra manera, la vita politica  (bios politikos)) que debe llevar la polis junto (y frente) a las otras, vida que compromete y supone la guarda del bien común propio y la atención de asuntos comunes con todas las otras comunidades, se traduce en sociedad entre ellas. No hay hiato nocional entre sociedad y la comunidad. Ambas giran en torno de lo común político.

Más adelante, en el contexto de la dilucidación de las formas de régimen, vuelven a aparecer ambos términos, conceptualmente coaligados. El hombres es naturalmente un animal político (civile), reitera el Aquinate remitiendo a los desarrollos del Libro I. Lo cual se manifiesta en que el hombre no es un ser solitario, sino que desea vivir con sus semejantes, y esto aunque no sufra carencias o necesite de los demás por las deficiencias que lo aquejan. Tan grande es la utilidad –i.e., la perfección y el provecho [5]- común que la comunión de la vida social trae aparejada al hombre (“magna utilitas est communis in communione vitae socialis”). El fin de la ciudad, así como el de la constitución, es el bene vivere, que se alcanza -tanto en común como individualmente- en la politica communione. La significación de los términos bajo análisis en este trecho vuelve a reiterar la intrínseca vinculación que se había constatado supra. La polis es comunidad porque apunta a la consecución de un bien común; pero a su vez la vida social (socio-política, en este caso) también es comunión. Esta comunión de lo social en tanto tal había sido explicada en Contra impugnantes como común por la acción de los hombres congregados (“communiter agendum”) y como común por la unidad del fin buscado (“ad aliquid unum”).

En resumen, la opción terminológica del Aquinate en esta obra sigue a la del traductor de Aristóteles. Guillermo de Moerbeke había vertido “politikhékoinwnía” por “communitas”, conservando la significación de común de “koinwnia” con el término latino paralelo. El Aquinate se referirá aquí, entonces, a la communitas; pero nada induce a concluir que “societas” y “sociale” mienten realidades diversas en lo esencial a communitas [6]. Antes bien, según hemos constatado en el texto en que se hallan ambos términos, su referente real –por lo menos materialmente- es idéntico.

 2. Vitoria


Una ojeada a la Relectio de materia más radicalmente política muestra un uso casi indistinto de los términos que nos ocupan [7]. En De potestate civili, al explicar la sociabilidad y politicidad naturales, el maestro salmantino afirma que, dado que la sociedad se constituye para la mutua ayuda entre los hombres y que en ninguna el socorro recíproco es tan pleno como en la sociedad civil, luego tal comunidad es la más natural de todas (i.e., aquélla que más perfectamente responde al fin de lo social) -mas que la familia-: “[c]um itaque humanae societates propter hunc finem constitutae sint, scilicet, ut alter alterius onera portet, et inter omnes societates societas civilis ea sit in qua commodius homines necessitatibus subveniat, sequitur, communitatem esse (ut ita dixerim) naturalissimam communicationem naturae convenientissimam” (De potestate civili, 4). Por su parte, esa sociedad o comunidad no podría mantenerse sin una potestad de régimen, con lo cual ésta resulta tan valiosa como aquélla: “[…] societas nulla consistere potest sine vi aliqua, et potestate gubernante; idem omnino usus utilitasque est, et publicae potestatis et communitatis societatisque” (De potestate civili, 5). Inmediatamente después se siguen ya "societas" (ibid, 6), ya "communitas" (ibid., 7 y 8) para nombrar la Respublica –el nombre usado por Vitoria para designar a la comunidad de naturaleza política (sea en sentido propio, sea en sentido lato: ibid., 21)-; y ello sin que aparezca matiz distintivo alguno. En De indiis II, por su parte, comparece "communitas perfecta" para designar la Respublica (nº 7).

En breve conclusión, el uso terminológico de Vitoria no permitiría –antes al contrario- contraponer “comunidad” a “sociedad”.

 3. Suárez

En el Eximio es predominante –o prácticamente exclusivo- el empleo de "communitas" para designar los grupos como la familia o la civitas vel regnun. Así, al comienzo de De legibus -cuando trata sobre las distintas especies de comunidades, perfectas simpliciter (la república), perfectas comparative seu respective (aquéllas que tienen un régimen político secundum quid por ser partes de un todo político en el que se integran) o imperfectas (la familia)- Suárez usa "communitas" (cfr. De legibus, I, 6, 19-24, y III, 1, 3 [8]). También respecto del corpus mysticum politicum aparece "communitas" (III, 11, 7; y 9, 7; 12, 12), así como de la promulgación de la ley civil (III, 16, 4), del origen divino del poder político (III, 3, 2) y de la naturalidad del poder (III, 3, 6).

Ahora bien, "communitas" no expresa un significado ajeno a "societas" tampoco en Suárez. En efecto, el Eximio afirma que la comunidad perfecta exige -para su conservación y la consecución de su fin- la presencia de una potestad política. Y lo mismo ocurriría en una comunidad compuesta por una sola familia, sea cual fuere el vínculo social que la fundase (“licet non fundetur in vinculo matrimonii sed in alio genere societatis humanae”). La idea de que la asociación humana se halla a la base de la búsqueda de la perfección común sostiene la afirmación de que la comunidad se funda en la sociedad, y no esta alejada de una identificación por lo menos material entre comunidad y sociedad (De legibus, III, 1, 4). Más adelante, al proponer la tesis de la indefectibilidad del poder político, se reitera esta intrínseca correspondencia terminológica (y nocional -en la medida en realmente haya allí dos nociones formalmente distintas-): los hombres se congregan en un cuerpo político por medio de un vínculo social para ayudarse mutuamente en orden a un fin político (“in unum corpus politicum congregantur uno societatis vinculo […]”) –ibid., III, 2, 4-.

También Defensio fidei [9] manifiesta la predilección terminológica de Suárez por "communitas" para mentar la civitas: cfr. III, 2, 5-6; 8 (necesidad, naturaleza y origen del poder); III, 3, 13 (teoría de la traslación del poder). Pero –nótese- ya en el comienzo mismo de libro III, justo antes de los mencionados desarrollos, se había afirmado: “[p]ues el hombre se halla inclinado por naturaleza a la sociedad civil” (ad civilem societatem), la cual se concreta y alcanza su culmen mundano en la communitas politica (III, 2, 4). Constatamos, así, lo observado en De legibus a propósito de la correspondencia entre ambos términos.

En síntesis, si se quisiera afilar los distingos, podría decirse que en Suárez lo comunitario se funda en lo social, y lo social se ordena a lo comunitario.

 4. La escolástica latina contemporánea. Algunos ejemplos

Tomemos nota del uso de estos términos en exponentes destacados de la Escuela, que han escrito en latín sobre temas filosófico-sociales. Todos ellos con posterioridad a la obra de Ferdinand Tönnies.

El jesuita Theodor Meyer, el gran tratadista alemán de derecho natural, utiliza en 1900 exclusivamente "societas" para todas las especies de grupos sociales que integran ese género [10]. Lo propio hace el austríaco Ignatius Theodore Eschmann en un trabajo importante sobre el tema social, aparecido en 1934: “De societate in genere. Quaestio philosophica scholastica” [11]. Pero Eschmann, que conoce la propuesta de Tönnies, se hace eco implícitamente de ella (creemos) cuando se refiere al uso terminológico dual de Sto. Tomás para significar al todo político. Son pertinentes los datos etimológicos que aporta Eschmann al respecto: “societas” proviene de “socius”, susbtantivo de “sequor”; "socio" es quien sigue a alguien como a un jefe, y la sociedad es el conjunto de los que siguen. Por su lado “communitas”, que –afirma Eschmann- Sto. Tomás usa como sinónimo de “societas”, proviene de “communis” y evoca el “munus”, y éste se vincula con “mutare”. Por lo cual la communitas es el conjunto de quienes tienen cosas comunes, en el sentido de un comercio conmutativo [12]. Ésta última acotación etimológica de Eschmann no resulta convincente, toda vez que “munus” (“oficio”, “tarea” –públicos-; y también “lo que se regala”) se vincula con “remunerare” y con “municeps” (“el que toma parte en las cargas”, y por extensión “el habitante de un municipio”) [13]. Arriesgaríamos nosotros (audaces fortuna iuvat …) que “com-munus” mienta una actividad u oficio en común, algo que se hace entre varios, mas no una relación conmutativa.

El tercer ejemplo que tomaremos nos será de real utilidad, toda vez que el autor se ocupa explícitamente de la distinción de Tönnies, la enjuicia críticamente y toma posición sobre el tema. Se trata de Raymond Sigmond, dominico húngaro, profesor y luego rector del "Angelicum" (1964-1967) [14]. En su Philosophia Socialis estudia la naturaleza, propiedades y especies de la sociedad [15]. Sigmond señala que “communitas” expresa formalmente la posesión por la multitud de bienes en común (lengua, ideas), mientras que “societas” significa la unión de varios en orden a un fin común: la primera expresaría la unidad in essendo, en tanto que la segunda la unidad in agendo. En esa inteligencia, las sociedades que, además del fin buscado en común, compartieran otros bienes vitales (familia, Estado, Iglesia), serían también comunidades [16]. Sigmond no se refiere a esferas más plenas del fin humano; parecería estar  más bien atribuyendo a lo comunitario diversas formas de comunidad en el ser –concretamente: en el accidente cualidad-. Nosotros nos hemos ocupado de la comunidad en la semejanza, fundada en el hábito, una de las cuatro subespecies del predicamento cualidad. El hábito, en su dimensión colectiva, se manifiesta como cultura y se cristaliza en lo que formalmente se denomina nación, como comunidad de cultura, a menudo con una base biológica (i.e., étnica) común [17]. Allí radicarían entonces para Sigmond los elementos imputables a la comunidad. La comunidad no representaría tampoco una mayor cohesión, fruto de la mayor amistad social y del más pleno amor del bien común, sino una unidad en el origen nacional –si se plantea la categoría sociológica que nos ocupa en el plano político-. No nos pronunciamos aquí respecto de esta tesis. Aunque no dejamos de recordar e insistir en que la unidad social se opera en el obrar, i. e., en la acción común, y en que no consiste formalmente en compartir rasgos cualesquiera, más allá del carácter cohesionante que éstos pudieran asumir. Lo social qua social no se basa ni en la identidad de naturaleza ni en la semejanza en la cualidad (al respecto remitimos a nuestros desarrollos de El Estado como realidad permanente).

Pasemos, finalmente, a la distinción canónica de Tönnies, para analizarla brevemente antes de esbozar algunas conclusiones desde el realismo clásico.

II. Gemeinschaft und Gesellschaft

Ferdinand Tönnies (1855- 1936) es una de las grandes figuras de la sociología y de la filosofía social contemporáneas [18]. No entraremos en este lugar ni en su biografía intelectual ni en el planteo de sus principales posiciones teóricas. Sí nos interesa incursionar brevemente en las dos categorías sociológicas fundamentales que el autor introduce con el título de marras: precisamente las de comunidad y sociedad, tales como aparecen en el libro I de esa obra [19].

La voluntad humana, en su faz positiva, tiende a la conservación de la otra voluntad u organismo. Cuando las voluntades positivas se afirman recíprocamente, sus relaciones conforman un ligamen que constituye una unidad en lo plural, ligamen que puede revestir dos formas. La comunidad (Gemeinschaft) consiste en vida orgánica y real; por el contrario la sociedad (Gesellschaft) es una estructura imaginaria y mecánica, un “artefacto”. Tönnies aclara que la elección terminológica para designar ambas formas se basa en los usos de la lengua alemana. Toda convivencia íntima suele entenderse como un modo de Gemeinschaft; mientras que Gesellschaft mienta la vida pública, el mundo exterior y extraño al sujeto. En el ámbito familiar el último término significa lo legal (positivo), mientras que el primero alude a la vida hogareña, de perdurables influencias vitales y espirituales. Por ello el matrimonio es "communio totius vitae"; es comunidad, no sociedad, puesto que “estar en sociedad con alguien” significa algo ajeno y adventicio. En esa línea, el lenguaje corriente se refiere asimismo, por un lado, a la comunidad de idioma; y, por otro, a las sociedades comerciales. Para Tönnies, en efecto, la “sociedad humana se concibe como mera coexistencia de individuos independientes unos de otros”. Y tanto su nombre como ella en sí misma, como fenómeno social, son recientes. Se trata de una formación “transitoria y superficial”, asociada a la vida urbano-burguesa –y, como tal, extraña a la Gemeinschaft campesina tradicional-. Tönnies juzga aquí –repárese en esta afirmación, importante para nosotros-, la respectiva naturaleza del Estado: “su explicación adecuada depende del contraste que presenta respecto de la Gemeinschaft de los individuos”.

Todo cuerpo vivo –continúa Tönnies- es una totalidad, no una yuxtaposición de elementos; y como tal asimila sus partes, que dependen y están condicionadas por esa totalidad. Se trata de un ser real, natural, asequible al pensamiento dialéctico e intuitivo, opuesto a las construcciones mecánicas; las cuales, por su lado, son objeto de una lógica racional que compone y descompone, creando así conceptos convencionales [20].

En cuanto a las relaciones de subordinación que le son propias, la autoridad de la comunidad tiene su paradigma en la paternidad y el patriarcado. Existe autoridad comunitaria entre el príncipe y sus súbditos, el señor feudal y sus siervos y el maestro y sus aprendices. El propio dominio del amo sobre su doméstico puede alcanzar carácter comunitario, a condición de que esta relación se encuentre “cimentada y nutrida, como en el caso del parentesco, por una vida hogareña común, duradera y reservada”. Todas estas formas de mando descansan en la unidad de la comunidad, cuya “voluntad educadora y directiva constituye el factor de determinación más importante en cuanto que atañe a la condición y formación de cada hábito y disposición individual”. Es así como hay comunidad de sangre, pensamiento, parentesco, vecindad y amistad. La autoridad, explica finalmente Tönnies, supone desigualdad e implica servicio.

Por su parte, los miembros de la comunidad experimentan un entendimiento instintivo (manifestado por el lenguaje) respecto de la totalidad que los aúna. Y la comunidad funda esa unidad en la relación consanguínea, la proximidad física y la proximidad intelectual. La unidad espiritual permea, en proporciones variables, la familia, el clan (“familia antes que la familia”, acota el autor), la provincia, el país, y compenetra a los miembros de un Volk -cuyos lenguaje, costumbre y creencias son comunes-. Tonnies dedica asimismo un significativo parágrafo a la ciudad como ámbito de expansión comunitaria [21].

Al contrario de la comunidad, en la que se permanece unido a pesar de todos los factores disociantes, en la sociedad los miembros están divididos a pesar de todo lo que aparentemente los une. No existe un todo previo condicionante, sino que cada individuo actúa desde sí y por sí, y se halla en tensión con los demás, cuyas intrusiones son consideradas como actos hostiles. Nadie da nada si no ha de recibir pareja compensación a cambio. La realidad de la asociación se agota en el contenido de cada intercambio voluntario y en las condiciones que hacen posible su efectivización (ante todo, en una voluntad colectiva concordante respecto de la existencia de las imprescindibles convenciones). Sea como fuere, son los individuos quienes intercambian: la sociedad, en tanto tal, es un “ens fictivum”, sentencia Tönnies, “[d]e modo que la sociedad puede considerarse compuesta en la realidad por esos individuos aislados […] en cuanto que parecen mostrarse activos en sus propios intereses”. Esas voluntades divergentes se cruzan en un punto: el contrato, que dura mientras se completa el intercambio. La nota de convencional y ficticia de la asociación se manifiesta con peculiar acuidad en el préstamo de dinero, que se despega de tiempo y necesidades y vale sólo porque la ley lo respalda. Cada individuo (natural y artificial), separado de su familia, deviene un comerciante que compite (Adam Smith) -como en una guerra camuflada por lisonjas corteses- tratando de obtener las mayores ganancia a cambio de los menores egresos.

Así pues, como conclusión, si cada sujeto contratante actúa en nombre de sí mismo en función de fines privados y racionalmente definidos, la sociedad es como una emanación ficticia y nominal, en la que anida una utopía de  especulación universal fundada en la voluntad de un intercambio potencialmente infinito [22]. Por último, debe repararse en que ambas formas de cristalización de la voluntad colectiva no se dan necesariamente como realidades humanas independientes, puras en su naturaleza de comunidad o de sociedad, sino que pueden coexistir y realizarse en un mismo grupo en proporciones desiguales. Es así también, precisamente, como las considerará Weber [23].

III. A manera de sintético juicio comparativo y balance objetivo provisorio

1) Por fundadas razones, la escolástica medieval, moderna y contemporánea no significó matices distintos, ni mucho menos hizo distinciones reales, apelando a los términos “societas” y “communitas”. En ambos casos hay una pluralidad de hombres ordenados a la consecución, gestión, participación de un bien común. ¿Cabría, con todo, sea atendiendo a su distinta etimología, sea atendiendo a la posibilidad de significar con ellos formalidades distintas, plantear un uso diferenciado para ambos, siempre con la pretensión de ir “a las cosas mismas”? No nos pronunciamos ahora sobre esa cuestión. Sea como fuere, la licitud de su uso indistinto nos parece evidente.

2) ¿Qué subyace a las categorías de Tönnies? Prima facie, debe decirse que, sin duda, la noción de Gemeinschaft encierra un núcleo de verdad objetiva acerca de la realidad social (v. gr., del grupo social), con presupuestos implícitos que podrían reconducirse al realismo clásico y a la desapasionada observación de la vida histórico-comunitaria del hombre. Por otra parte, la caracterización de la Gesellschaft se hace cargo de los principios teóricos del liberalismo y del capitalismo liberal, con todos sus presupuestos egoístico-reductivistas (en lo antropológico), individualistas (en lo filosófico-social), racionalistas (en lo epistemológico) y nominalistas (en lo metafísico), así como de la respectiva praxis fundada en tales principios. Tönnies recoge y tematiza sin duda la noción y el nombre de la bürgerliche Gesellschaft hegeliana, heredada del liberalismo y transmitida por Hegel al marxismo. Pero nótese, por lo demás, que toda ideología, sea la del liberalismo, sea la del marxismo, construye un tipo puro que jamás puede verificarse en la realidad objetiva, dada la pregnancia del orden natural, de imposible erradicación en sus ejes fundamentales (un caso de la “praepotentia veritatis” de la que hablaba el maestro Emilio Komar). Por eso Stalin, ante la amenaza del enemigo nacional germano, llamaba a morir por millones en nombre de la Patria y de la familia; en definitiva e implícitamente, de la Santa Rusia. Y así era efectivamente escuchado y seguido, y por eso inclusive hoy en día algunos lo recuerdan con fervor como un héroe (¡¿?!). Luego, aún como forma a combinarse con la comunidad en la concreción real y efectiva de un grupo, la pura “sociedad” ficticia del do ut des entre átomos aislados en guerra solapada no existirá nunca.

3) Por último, una consideración objetiva acerca del referente real de la “Gesellschaft” tönniesiana. En rigor, debemos señalar que anida un equívoco en la comprensión del término del gran sociólogo como “sociedad”, si entendemos “sociedad” con el sentido usual o, más precisamente, con el de “grupo social” (locución que, hemos visto, prefiere el maestro Soaje). Porque, en efecto, la Gesellschaft de Tönnies no constituye sociedad alguna en sentido propio, sino que se reduce a una sumatoria de relaciones que sociológicamente, son de coordinación horizontal, y jurídicamente se reconducen al contrato y a la contraprestación estricta. En nuestro El Estado como realidad permanente, a la hora de investigar la naturaleza formal de lo social, encuadramos esa clase de relaciones y de realidad bajo la categoría de la interdependencia [24]. Donde no hay fin a ser gestionado y participado por varios -que no podrían alcanzar tal fin común actuando aisladamente-, no hay sociedad. Salvo que llamemos “sociedad” a una yuxtaposición de agentes y fines paralelos. Lo cual podría ser en principio válido (aunque, estimamos, desaconsejable por su equivocidad) si se plantea en sedes teórico-doctrinales ajenas a la tradición clásica. Pero no en el seno de esa tradición realista.

4) Como resulta obvio, no hemos pretendido cerrar el tema. Ni con mucho. Este texto sólo constituye un “disparador” (sit venia verbo!) para la reflexión, discusión y profundización.



[1] Cfr. El grupo social, Buenos Aires, INFIP, mimeo.
[2] Utilizamos la edición de Roberto Busa, Sancti Thomae Aquinatis Opera Omnia, Milán, Frommann-Holzboog, 1980, t. III.
[3] Se utiliza la edición de Raymundo Spiazzi, In libros Politicorum Aristotelis expositio, Mariett, Roma, 1951.
[4] Obviamente, la mera comunidad de lugar es no condición suficiente de la ciudadanía; al respecto cfr. Ibid, L. III, lectio I).
[5] Es evidente que el Aquinate usa aquí el término utilitas sin encerrar su significación en el mero bonum utile.
[6] En la Suma Teológica también comparece preferentemente “communitas” para llamar a la civitas (communitas perfecta): cfr. I-IIae., 90, 2 c y 3 ad 3um.
[7] Utilizamos la edición de Luis G. Alonso Getino, Madrid, La Rafa, 1934.
[8] Utilizamos la edición de Luciano Pereña et al., Madrid, CSIC, 1971 y ss..
[9] Utilizamos la edición de E. Elorduy y L. Pereña, de Defensio fidei III, Madrid, CSIC, 1965.
[10] Cfr. Institutiones iuris naturalis, Friburgo de Brisgovia, Herder, 1900, t. I, pp. 310 y ss.. Meyer fue el primer escolástico tomista que puso en tela de juicio, de modo sistemático y enjundioso, la teoría dominante de la Escuela sobre la traslación del poder al príncipe por el pueblo.
[11] Angelicum 11, 1934, fasc. I, pp. 56-77 y 214-227. Recordamos que Eschmann, defendiendo la interpretación maritainiana del bien común y de las relaciones entre persona y sociedad, sostuvo una sonada polémica con Charles de Koninck.
[12] Ibid, p. 58.
[13] Cfr. A. Ernout-A. Meillet, Dictionnaire Étymologique de la Langue Latine, París, Klincksieck, 1985, ad locum; allí no se registra que “mutuus” (“recíproco”, “mutuo”, lo cual se vincula con “commutare”) tenga relación con “munus”.
[14] Sigmond, ya en otro orden, fue uno de los expertos que suscribió el informe de mayoría (heterodoxo) de la Comisión Pontificia para el estudio de la familia, la población y control de la natalidad, de 1966, cuando se discutía el contenido de lo que sería la encíclica Humanae vitae.
[15] Tomo I: Pars generalis, Roma, Pontificium Internationale Institutum “Angelicum”, 1955, pp. 16 y ss..
[16] Cfr. ibid, pp. 43-45.
[17] Cfr. El Estado como realidad permanente, Buenos Aires, La Ley, 2003 y 2005, pp. 8 y ss.
[18] Distinguimos aquí sin mayores pretensiones entre ambos saberes, adjudicando al primero no sólo el reporte de los datos del plano empírico, sino asimismo la explicación quia de los fenómenos sociales; y al segundo el estudio de los principios y, en la medida en que no renuncie a la relación trascendental de la praxis con el fin del hombre y la norma natural, también su fundamentación propter quid (sobre el tema vide nuestra entrada “Filosofía social” en G. Vidal, R. Alarcón, F. Lolas, Diccionario Iberoamericano de Psiquiatría, Buenos Aires-Madrid, Panamericana, 1995, t. I).
[19] Contamos con la versión castellana de J. F. Ivars y Salvador Giner: Comunidad y asociación, con prólogo de S. Giner y L. Flaquer, Barcelona, Península, 1979.
[20] Comunidad y asociación, cit., Libro I, “El tema central” (pp. 27-32).
[21] Ibid., pp. 33-49 y 63-66.
[22] Ibid., pp. 67-87.
[23] Cfr. Wirtschaft und Gesellschaft, ed. Winckelmann, J. C. B. Mohr, Tübingen, 1955, t. I, p. 22.
[24] Op. cit., pp. 11-12.