domingo, 28 de junio de 2009

NOTAS HISTÓRICO-SISTEMÁTICAS SOBRE LA CONCEPCIÓN MODERNA DE LOS DERECHOS INDIVIDUALES

NOTAS HISTÓRICO-SISTEMÁTICAS SOBRE LA CONCEPCIÓN MODERNA DE LOS DERECHOS INDIVIDUALES

Sergio Raúl Castaño
Doctor de la Universidad de Buenos Aires
Investigador del CONICET
Profesor regular de Teoría del Estado (UBA)

RESUMEN
El artículo propone una lectura crítica de la concepción moderna de los derechos individuales, fundamentalmente encarnada en las declaraciones del s. XVIII.
Para ello, se rastrean los principales jalones histórico-doctrinales de tal concepción, en busca de sus improntas teoréticas constitutivas.
Por último, se pone a consideración la conclusión paradojal de que los fundamentos de esta doctrina comprometen la posibilidad de afirmar derechos humanos inalienables.

I. Proemio
a) Planteo de la cuestión
El objetivo de estas páginas consiste en intentar determinar, siquiera someramente, si en la visión de los derechos individuales que nutre al constitucionalismo moderno es dable detectar fundamentos o incrustaciones ajenos a una inteligencia realista del hombre y de la sociedad, tal como es reconocida por la tradición del iusnaturalismo aristotélico y tomista [1].
b) Una contraposición ilustrativa de las múltiples acepciones de los términos “derechos”, “libertad” y “constitución”
Alrededor de las “declaraciones” dieciochescas se juega gran parte de la cuestión relativa al sentido de la concepción que de los derechos individuales hace el iusnaturalismo moderno. Tal concepción no ha perdido un ápice de su vigencia política y jurídica, como lo muestra el hecho de que hoy ella represente el núcleo principial de la parte llamada “dogmática” de las constituciones inspiradas o calcadas sobre el modelo de las revoluciones norteamericana y francesa. En otros términos, el constitucionalismo moderno funda su legitimidad en la idea iusnaturalista (moderna) de los derechos individuales.
Ahora bien, la declaración por antonomasia es, sin duda, la de los Derechos del hombre, originada en la Revolución francesa, y piedra basal del constitucionalismo moderno. Al respecto dice entusiasmado el célebre iuspublicista español García de Enterría: “Se abrió así una época en la historia humana que aún [...] continúa en su fase expansiva, tanto geográfica como respecto a la profundización de sus postulados básicos. Fueron éstos, desde su origen, la libertad y la igualdad [...] la Declaración de los Derechos del Hombre pasará a ser el documento fundacional de la revolución y su signo emblemático, hasta hoy mismo” [2]. Pero hete aquí que el gran adversario de la Revolución, crítico sutil e implacable del talante espiritual del que era portadora, el gran Edmund Burke, expresó por su parte, refiriéndose a su patria: “[...] desde la Carta Magna hasta la Bill of Rights ha sido la política uniforme de nuestra constitución reclamar y afirmar nuestras libertades como una herencia vinculada recibida por nosotros de nuestros antepasados para ser transmitida por nosotros a la posteridad” [3].
Esta confrontación entre un admirador de la Revolución, que señala lo que canónicamente se reconoce como su Leitmotiv: la libertad y los derechos del hombre, cuya proclamación conformará el eje de las nuevas constituciones escritas; y un tradicionalista que contrapone a la Revolución el ejemplo de la constitución británica y de su defensa de derechos y libertades, nos arroja en el centro de la dificultad a dirimir. En efecto, ambos exaltan realidades diversas –hasta opuestas-, pero que ostentan idénticos nombres.
II. El origen histórico de las “declaraciones de derechos”
a) E.U.A., patria de las declaraciones
Es conocida la polémica que, a caballo entre los siglos XIX y XX, enfrentó a Georg Jellinek con Émile Boutmy acerca de la paternidad histórica de las declaraciones de derechos dieciochescas. El profesor alemán sostuvo la prelación de los antecedentes norteamericanos por sobre la famosa Declaración de los revolucionarios franceses. Por otro lado, más recientemente, Martin Kriele ha confrontado con otra posición de su coterráneo Jellinek. Éste, en efecto, sostenía, además del papel fontal de los precedentes constitucionales norteamericanos, el carácter de derecho-madre del derecho a la libertad religiosa. Kriele, por su parte, cree que tal carácter le corresponde al derecho a no sufrir detención arbitraria, del cual la libertad religiosa constituiría una suerte de caso particular. De la mano del propio Kriele repasaremos los términos más salientes de ambas polémicas, no con el objeto de entrar en las específicas cuestiones debatidas, sino con el de introducirnos en la cuestión de la diversa raigambre –y, por ende, razonabilidad, legitimidad y valiosidad práctica- que ostentan los derechos incluidos en las declaraciones del moderno constitucionalismo.
Kriele, alineado en la estela del constitucionalismo, recrea con enjundia histórica y sutileza doctrinal ambas cuestiones en su ya clásica Einführung in die Staatslehre [4]. La primera de ellas puede formularse así: el origen de la doctrina de los derechos del hombre ¿debe buscarse en el derecho anglosajón o en el derecho natural del iluminismo francés, o en una influencia recíproca de las dos fuentes? Jellinek se pronunció contra el origen iluminista y rousseauniano de la doctrina, argumentando que la Declaración francesa de 1789 había trabajado sobre el modelo del Bill of Rights de la constitución de Virginia de 1776 y de otras constituciones norteamericanas. Jellinek se interesaba ante todo en los “derechos fundamentales (Grundrechte)”, es decir, en los derechos individuales institucionalizados, más que en el origen y las propiedades de los “derechos del hombre (Menschenrechte)” tales como eran proclamados por el jusnaturalismo racionalista continental. De acuerdo con tal perspectiva, Kriele le asigna la razón en la disputa con Boutmy. Efectivamente, en tanto positivizados y operativos, a la vez límites ante la autoridad del soberano y resguardo de la libertad, los derechos humanos (digamos mejor “la concepción moderna de los derechos humanos”) tendrían su cuna en Norteamérica. Francia, en cambio, habría sido la caja de resonancia propagandística de la respectiva idea filosófica. Cabe aclarar que la posición de Kriele respecto de la controversia entre Jellinek y Boutmy se halla conteste con buena parte de la doctrina [5].
b) Las genealogías doctrinales
1) El Habeas corpus: solera histórica y juridicidad intrínseca. La componente realista y tradicional de las declaraciones
Ahora bien, hay un elemento de la disputa puesto de relieve por Kriele y que, por lo pronto amerita nuestra atención: Jellinek distinguía los “buenos viejos derechos” ingleses de los nuevos derechos humanos, incluso en su versión norteamericana, versión ésta–cabe remarcar- menos afectada por el abstractismo que las proclamaciones del iluminismo francés. A este relevante matiz doctrinal se une la ya mencionada tesis de Kriele respecto del derecho que habría fungido de paradigma de todo el elenco de derechos individuales exaltado por el constitucionalismo liberal: ese derecho no sería otro que el de Habeas corpus, enunciado por el gran jurista británico Edward Coke (1552-1663) en estos términos: “Ningún hombre puede ser detenido, arrestado, secuestrado o aprisionado sino mediante el debido proceso legal y de acuerdo con el derecho del país”.
La historia del Habeas corpus remonta al propio medioevo, y comenzó siendo una prerrogativa real. En efecto, los monarcas británicos siempre reivindicaron su derecho a conocer la causa por la que sus súbditos caían en prisión. En tiempos en que en el reino abundaban las cárceles bajo jurisdicción inmediata de los señores territoriales, el rey podía enviarles un mandamiento ordenándoles que hicieran comparecer al prisionero bajo su custodia ante la corte real. Con el tiempo, tal prerrogativa del rey como supremo juez pasó a ser considerada un derecho del súbdito mismo [6]. Se trata, como es obvio, de un derecho cuya razonabilidad se halla avalada por lo que sostenemos constituye el verdadero derecho natural, tanto en sus orígenes cuanto en su forma definitiva. Como derecho del monarca, expresa la necesidad de que la justicia sea impartida por la autoridad de la comunidad política, y de que ésta no se desentienda de la suerte de sus súbditos cuando son nada menos que los derechos a la vida y a la libertad física los que están en juego. En su forma históricamente definitiva, como reivindicación del súbdito, es solidaria con la exigencia de no ser privado de la libertad sin una justa causa o por un procedimiento arbitrario. De tal manera, el principio preservado es, en última resolución, el precepto primario de la ley natural milenariamente conocido como neminem [innocentem] laedere.
Vale la pena agregar dos palabras sobre el clásico formulador del Habeas corpus. Coke expresa, como es canónicamente reconocido, el espíritu de la Common Law, “que no consiste sino en razón [...], la cual -dijo él mismo- ha de ser entendida como un perfeccionamiento artificial de la razón, conseguido mediante el prolongado estudio, la observación y la experiencia, y no como la razón natural de cualquiera; si toda la razón, que se halla dispersa en muchas cabezas individuales, se reuniera en una sola, no podría producir una ley tal como es la Law of England, porque ha sido depurada una y otra vez, en una serie de muchas generaciones por un sinnúmero de hombres serios e ilustrados y desarrollada hasta la perfección por una larga experiencia” [7]. Como afirma McIlwain, para Coke la costumbre revestía un rango superior a la legislación emanada de los órganos de poder, y la libertad no era una abstracción, sino el conjunto de las libertades concretas históricamente reconocidas [8].
Hemos dado, pues, con un principio, como la prohibición de detención arbitraria, que se origina en un universo jurídico signado por el realismo de lo concreto y fundado en el valor legitimante de la tradición histórica. Pero lo más importante es que, desde la perspectiva del iusnaturalismo clásico, podemos reconocer en él la presencia legitimante de un precepto de auténtica ley natural [9].
Como no podía ser de otra manera, la Common Law y, en general, la tradición jurídica británica –con la figura consular del juez Coke a la cabeza- tienen un lugar entre las fuentes doctrinales de la revolución norteamericana [10]. Aunque no podemos detenernos en particular en la específica cuestión constitucional, es interesante resaltar que ese legado espiritual de la madre patria se manifestaba en el concepto de constitución que perfilaron figuras de la talla de John Adams y James Otis, en el que se trasuntaba a la vez coincidencia y admiración con el modelo británico. Con todo, en los escritos de Otis ya se encuentran los elementos de tránsito hacia la concepción rígida -con principios permanentes colocados por encima de la actividad institucional y legislativa ordinaria-, lo cual será una de las marcas distintivas del nuevo constitucionalismo [11].
2) Otras influencias en las “declaraciones” (I): calvinismo y secularismo
Un elemento digno de nota, típico del universo cultural norteamericano, y que seguramente terminó perfilando algunos de las rasgos propios del constitucionalismo moderno [12], radica en el espíritu de las sectas -principalmente calvinistas- que ya en el s. XVIII pululaban en E.U.A.. No es ocioso citar en este lugar el juicio de Guido de Ruggiero, quien llegó a decir, en su extraordinaria obra sobre el tema, que el iusnaturalismo individualista es “una forma de protestantismo jurídico” [13].
A esas sectas se debe el empeño en el derecho a la libertad religiosa y la lucha contra la confesionalidad del Estado [14], la cual confesionalidad era entonces poco menos que unánimemente aceptada en todo el mundo conocido. Este espíritu de las sectas no sólo tuvo lógica pregnancia en la tierra donde había echado raíces, los E.U.A., sino que se irradió, asimismo, hacia Francia [15]. Las causas de tal irradiación deberían buscarse en parte en la frivolidad con la que se acoge lo nuevo (el exitoso proceso independentista-constitucional había “puesto de moda” a los EUA [16]); pero, sobre todo, en el hecho de que la enemiga que esas sectas profesaban por las iglesias jerárquicas e institucionalizadas se daba la mano con la tirria que el iluminismo francés dispensaba a la Iglesia católica. Cabe señalar, por otra parte, que la influencia doctrinal inversa, es decir, la ejercida por el iluminismo francés sobre los ambientes cultivados de los EUA, no era en absoluto desdeñable [17]. Ahora bien, esta peculiar confluencia de ideas, que oscilaba entre la secularización de la órbita pública –en E.U.A.- y el agnosticismo –en Francia- no dejaba de estar teñida de un peculiar espíritu religioso, de impronta inmanentista. En efecto, afirma Faÿ, “en Francia como en Norteamérica, la declaraciones de derechos fueron un acto de religión política [...] como el Decálogo apunta a definir los deberes de los hombres respecto de Dios, así los revolucionarios americanos y franceses querían definir los deberes de los hombres respecto del Hombre” [18].
En los E.U.A. mismos, el primer gran defensor de la libertad religiosa y de la separación entre iglesia y Estado fue el calvinista bautista Roger Williams, ya en el primer tercio del s. XVII. Posteriormente, los calvinistas presbiterianos y bautistas bregaron para la sanción del Acta de tolerancia de 1689, en Virginia, que impugnaba la confesionalidad del Estado. Ya en tiempos de la independencia norteamericana, James Madison, quien había intervenido en la redacción definitiva del Bill of Rights de Virginia de 1776, hace suyo el pensamiento de Jefferson y produce lo que una especialista ha llamado “[l]a primera formulación teórica completa redactada en América sobre las relaciones iglesia-Estado”. En ella, el autor del Federalista preceptúa la separación entre las dos esferas. Durante mucho tiempo, nos dice la autora citada, la Iglesia católica tomará ese documento como un modelo de tesis errónea acerca de las referidas relaciones [19].
3) Otras influencias en las “declaraciones” (II): el individualismo liberal
i) Protagonismo y sentido del modelo lockeano
Tanto respecto de la cuestión de la libertad religiosa, como respecto del planteo total que esgrimirán los norteamericanos para justificar su causa y el nuevo orden de derechos que pretendían establecer, hay una influencia doctrinal que se descubre como protagónica. Es la de John Locke [20]. No cabe hacer en este lugar una detallada exposición del pensamiento del fundador del liberalismo político. Bástenos con señalar algunas de sus posiciones más salientes en materia socio-jurídico-política.
1° Locke es el primer moralista de Occidente -o, al menos, el primero importante- que legitima la apropiación ilimitada de bienes materiales. La tradición clásica y católica justipreció siempre a las posesiones materiales como medios ordenados a la recta satisfacción de las necesidades de (todos) los hombres. Por ello, la propiedad privada ha sido certeramente categorizada como un instituto de derecho natural secundario, es decir, ordenado y subordinado a la vida buena de los hombres y a la felicidad común. En Locke, la propiedad se desvincula de las necesidades y se absolutiza como fin fundamental de un individuo en principio autosuficiente;
2° Precisamente, es el sujeto, y no la comunidad política, el que es visto como capaz de alcanzar los bienes necesarios para la perfección humana. Esta verdadera piedra de toque de las tesis individualistas comporta la afirmación (a todas luces falsa) de que el individuo es por sí solo autosuficiente para alcanzar sus fines. No necesita de los otros sino para establecer transacciones contractuales; de allí que la justicia conmutativa (como cumplimiento de los pactos) absorba el entero campo de las virtudes sociales. El individuo o los grupos (como la familia, o las asociaciones económicas) sólo –o principalmente- se hallarían impelidos por la naturaleza a entablar relaciones de coordinación, mas no relaciones de integración en un todo social cuyo fin excediese las capacidades de las partes: resulta negada, pues, la politicidad natural;
3° Este sujeto que se basta a sí mismo se halla regido por una ley natural. Ahora bien, la ley natural propuesta por Locke no impera la consecución de los mayores bienes humanos –como en Tomás de Aquino-, sino que manda a los demás no interferir en los asuntos de uno. Queda amojonada, así, la esfera de la llamada “libertad negativa”, como libertad ante las intromisiones de los otros, ya sean privados, ya públicos;
4° Pero es un hecho que hay maldad entre los hombres; la ley natural no alcanza a ser respetada y la propiedad peligra. Se hace entonces necesaria la vida política. La política es pues, un remedio de males: básicamente se explica (como el sistema penal) por la necesidad de reparar o conjurar los atentados contra la vida, propiedad y libertad. Desde un punto de vista sociológico, las sociedad política consiste en unas relaciones de subordinación, fundadas en la coacción, destinadas a garantizar el cumplimiento de los pactos y, en definitiva, al servicio de la preservación de los fines particulares, de los cuales cada uno es último juez, inclusive en el plano religioso. La sociedad política es una suma de individuos con derecho a la libertad física y a la propiedad, individuos cuyas principales -sino únicas- obligaciones de justicia radican en no interferir en la libertad de los demás y en cumplir los pactos. En consonancia con todo ello, el fin del Estado (como comunidad y como gobierno) ya no es el bien común, sino el conjunto de los derechos particulares [21].
ii) Interludio crítico
Creemos que este es el lugar para plantear una cuestión de la mayor trascendencia práctica (ético-jurídico-económico-política). Se trata del status ontológico de la realidad social (de la que la realidad política es una especie), en la medida en que tal cuestión enfrenta a la filosofía aristotélica y tomista con lo que venimos llamando “individualismo”. El realismo clásico ha categorizado a la sociedad como un ente real accidental (correspondiente al predicamento relación); con ello viene a significar que la sociedad existe, es decir, es algo distinto de la realidad de los miembros que integran la sociedad. Pero que sea distinta no significa que esté separada de ellos y los trascienda; efectivamente, la realidad social consiste en una entidad accidental, y todo accidente inhiere necesariamente en una substancia. Ahora bien, la substancia fundamental de la sociedad es la persona. Es decir que al categorizar como accidente a la sociedad se niega que se trate de un ser subsistente en sí: no hay pie, pues, para una afirmación idealista que anonade el ser particular en la totalidad del Estado, a la manera hegeliana [22]. Su accidentalidad significa que se halla constituida por realidades no substanciales, como lo son las relaciones –ya reales, ya mixtas-, que a su vez suponen la realidad de las conductas de los hombres ordenadas en pos de la consecución de un fin común. En síntesis: la sociedad existe (tiene realidad objetiva extramental) como un todo (tiene unidad) de orden (su unidad no es la de una substancia, sino el orden que el fin confiere a las relaciones). Por el contrario, una posición individualista (en el sentido en que usamos el término aquí) asigna exclusiva realidad a los individuos que componen la sociedad. El uso del término “sociedad” no debe ser entendido como significante de una realidad extramental, sino como significante de un ente de razón, cuyo nombre nos sirve para designar un agregado de individuos y fines yuxtapuestos entre sí. Tal posición depende, en última instancia, de tesis que en el plano metafísico cabe llamar nominalistas [23]. Esas tesis niegan la realidad (o, por lo menos, la cognoscibilidad) del orden, y postulan un universo de corte atomístico. A su vez, semejante presupuesto metafísico determina el plano de la filosofía social, la cual adquirirá todas (o algunas) de las notas que hemos señalado al referirnos a Locke. Tales notas, precisamente, son las que nos han permitido llamar “individualismo” a la posición filosófico-social que reduce la entidad real de la sociedad a la de la suma de sus miembros. La pertinencia de estas cuestiones para la política, el derecho y la economía es inmensa. A propósito, recordamos un episodio por demás ilustrativo de cómo estos fundamentos tocan la realidad empírica. En la pasada década, uno de los más importantes constitucionalistas argentinos, preguntado que fue en un programa de televisión acerca de un problema concreto de la práxis jurídica en su área específica, comenzó así su respuesta: “El bien común y la sociedad no existen; sólo existen los individuos...”.
iii) Repercusión jurídica efectiva del pensamiento lockeano
El iusnaturalismo individualista de Locke influyó simultáneamente en la revolución norteamericana y en el pensamiento francés del s. XVIII [24]. Encontramos ejemplos característicos en algunos artículos de la Declaración de los derechos del Hombre, como el 2°, que reza: “El fin de toda sociedad política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión”; y el 4°, cuyo núcleo expresa: “[...] el ejercicio de los derechos naturales del hombre no tiene más límites que aquellos que aseguran a los demás miembros de la sociedad el goce de los mismos derechos [...]”. Asumiendo estas ideas en su auténtico sentido individualista [25], y en la medida en que sea dable tensar la pretensión ideológica sin vulnerar las condiciones de existencia de la sociedad –pues las ideologías nunca son plasmables enteramente en la realidad-, cierta hermenéutica constitucional podrá propugnar la absolutización del valor de la propiedad privada; la reducción de la justicia al cumplimiento de los pactos consentidos con libertad física; y la puesta en tela de juicio de toda tarea de los poderes públicos que exceda de la mera preservación coactiva de tales derechos (o libertades) particulares. Ejemplo de lo dicho nos lo proporciona el recurso de inconstitucionalidad planteado por la Compañía Angloargentina de Transportes que motivó la decisión de la Corte Suprema de Justicia argentina en el leading case Quinteros (1937). La apelante sostenía, entre otras razones, que la ley, al obligar a la empresa a otorgar al empleado beneficios no previstos en el contrato, era contraria a la libertad de trabajo (concretamente, de libre contratación) y a la inviolabilidad de la propiedad privada (aa. 14 y 17 de la Constitución). La Corte respondió fallando que la constitución es individualista si por tal se entiende reconocer al individuo derechos de los que el Estado no puede privarlo [26]; pero no “en el sentido de que la voluntad individual y la libre contratación no puedan ser sometidas a las exigencias de las leyes reglamentarias”. La autonomía individual encuentra su límite en el orden y la moral pública, agrega la corte citando el art. 19 de la constitución, toda vez que el fin de ésta es el bien común como lo entiende “la filosofía jurídica clásica”. Si así no fuera, remata la corte, “las leyes de accidente de trabajo, descanso dominical y trabajo de mujeres y niños serían también repugnantes a la libertad de trabajo y al derecho de propiedad” [27]. Vemos hasta qué punto el liberalismo comporta una valoración jurídico-política suprapositiva, determinante de la creación y de la interpretación del derecho. En efecto, la contienda que acabamos de referir tiene como protagonistas doctrinales a dos posiciones contrarias –más allá de si éstas eran plenamente asumidas por las partes-; posiciones que cabría comprehender bajo el nombre de “iusnaturalistas” en tanto proponen una normatividad suprapositiva exigida por o conforme con la naturaleza. La una afirma la primacía del bien común participable; la otra, la primacía de la libertad entendida como ausencia de coacción externa. Fundando ambas pretensiones había, pues, sendos iusnaturalismos, verdadero el uno, falso el otro [28].
4) Otras influencias en las “declaraciones” (III): el iluminismo
A propósito de las influencias anteriores aludimos al iluminismo. La presencia del espíritu iluminista fue relevante en la Revolución francesa, pero, además, permeó el talante del s. XVIII, y a ambos lados de los mares [29]. De allí que sea siempre necesario tener en cuenta la posible impronta de elementos iluministas a la base de los principios del iusnaturalismo individualista. Ante todo, y dada la variedad de pareceres al respecto, conviene hacer aquí una brevísima incursión en el tema de cuál sea la esencia del iluminismo. Para ello nos serviremos del más genial de sus exponentes: Imanuel Kant.
En su artículo “¿Qué es la ilustración?”, escrito en 1783, Kant se pregunta por el punto principal de la ilustración. Y lo encuentra en la necesidad de que el hombre se libere de las ataduras que lo ligan a sus creencias religiosas. Para ello propone la total libertad de los doctos, y de los individuos encumbrados en el gobierno del Estado o de las iglesias, para ejercer públicamente una crítica emancipadora sobre los contenidos de la religión, que libere a los hombres de la deshonrosa tutela eclesial. Kant se preocupa en dejar bien en claro que no está postulando la revuelta contra el poder político, ni subversión social alguna. Por el contrario, el movimiento ilustrado se cifra en atreverse a pensar por sí mismo (“sapere aude”) en materia de religión: en síntesis escueta, pero no infiel, en afirmar la autonomía del individuo ante la Revelación y la tradición [30].
Una confirmación de la influencia de la impronta agnóstica –o derechamente irreligiosa- del iluminismo en la concepción de los derechos modernos nos la provee el gran paradigma de las declaraciones contemporáneas, esto es, la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la O.N.U.. En efecto, resulta harto significativo que la comisión redactora del documento, así como la Asamblea General, rechazaron reconocer que los derechos humanos imprescriptibles se originan, en última instancia, en un Dios creador. Además -cabe señalarlo-, se resolvió no precisar que todo hombre tiene derecho a la vida y a la integridad desde la concepción. La solvente iniciativa para intentar remediar ambas falencias emprendida por parte de algunos de los redactores (principalmente el filósofo libanés Charles Malik, así como el representante de Chile, Sr. Santa Cruz); y –respecto del origen divino del hombre- por parte de los delegados de Argentina, Brasil, China e India chocó, sobre todo, con la oposición de norteamericanos y europeos [31]. No sin razón, pues, el Papa Juan XXIII llegó a expresar en Pacem in terris, nº 144: “No ignoramos que ciertos puntos de esta Declaración han levantado objeciones y constituido el objeto de reservas justificadas”.
III) ¿Derechos inalienables?
Sólo dejaremos apuntada en este lugar una cuestión fundamental -en sentido propio-, y cuyas consecuencias para la concreta práxis jurídico-política son decisivas. Ella radica en la respuesta a la pregunta siguiente: ¿las modernas declaraciones de derechos constituyen el reaseguro -aunque sea de modo descentrado, parcial e individualista- de ciertos derechos permanentes, objetivos e inalienables? Dicho de otro modo: el Estado democrático-constitucionalista contemporáneo, que reconduce su núcleo de legitimidad a la soberanía del pueblo y a los derechos fundamentales, ¿tutela bajo el nombre de éstos últimos ciertos derechos individuales inalienables?
a) La evidencia empírica y la aporía
La primera respuesta que debe dar un realista es la empírica. Ahora bien, tenemos ante nuestros ojos, por sólo poner un ejemplo –pero gravísimo-, el hecho de que el derecho individual a la vida del inocente es sistemática y masivamente violado con anuencia pública, o directamente por acción del Estado mismo, y sobre todo allí donde el orden constitucionalista tiene más arraigo y funciona con mayor eficacia, es decir, en el ámbito europeo y norteamericano [32]. Este dato empírico exige una explicación que podría ser, a la vez, otra respuesta (ya desde los principios) a la pregunta de marras, dado que esa explicación nos mostraría si acaso la doctrina de los derechos individuales modernos alberga en su seno la negación ad libitum de los mismos derechos que dice defender. Como es obvio, no es éste el lugar para un extenso desarrollo. No obstante, sí queremos dejar apuntados algunos elementos de juicio.
b) La ilimitada “soberanía del pueblo”
En su trabajo sobre “Nationalstaat und pouvoir constituant bei Sieyes und Carl Schmitt” [33], el profesor Stefan Breuer, de la Universidad de Hamburgo, sostiene que en los presupuestos de la teoría del fundador del Estado democrático-constitucional existía una tensión no resuelta entre individualismo y totalitarismo. En efecto, para Sieyès, como para el primer liberalismo en general, no era aun visible el conflicto latente entre la organización del Estado sobre la base de un poder constituyente dotado de atributos divinos (la soberanía del pueblo entendida en sentido absolutista e inmanentista) y la defensa de la seguridad individual. La concentración del poder absolutizado podía algún día –como de hecho ha ocurrido- liberarse de sus límitaciones axionormativas individualistas y sufrir un “dérapage” en sentido totalitario. Entre la guillotina administrativamente organizada (que Sieyès no aprobó, mas sí preparó teoréticamente) y las deportaciones y liquidaciones de minorías étnicas y religiosas propias del Estado nacional contemporáneo había, dice Breuer, “sólo un paso” [34].
Cabe acotar que esa tensión señalada por Breuer entre la doctrina absolutista de la democracia y la proclamación de la tutela irrestricta de ciertos derechos individuales ya había sido detectada en la misma Declaración de Derechos por Guido de Ruggiero. Si el artículo 2°, ya citado supra, define ciertos derechos como imprescriptibles, el 3° establece que toda soberanía reside en la nación, en cuyo solo nombre se ejerce el poder. Se trata, afirma de Ruggiero, de “dos conceptos que, desde el punto de vista de la forma se excluyen, pues modificado por Rousseau el principio de la soberanía popular, toda idea de derecho individual opuesto al Estado y de resistencia a la opresión tenían que ser eliminados” [35]. En la misma línea, y en referencia a la eclosión totalitaria preparada por la tesis del poder constituyente absolutizado, el gran filósofo y constitucionalista argentino Arturo E. Sampay había dicho que “[c]uando se perdió el pathos del derecho natural racionalista del iluminismo ningún retén moral enfrenó el poder constituyente del Pueblo trasegado en masas” [36].
c) La “libertad negativa”
En un volumen dedicado a nuestro tema [37], el profesor Danilo Castellano, de la Universidad de Udine, sindica a la noción de libertad negativa (aquí entendida en el sentido de “libertad ejercida con el único criterio de la libertad, lo cual significa sin criterio alguno”) como el fundamento de la volatilidad de los derechos individuales proclamados por el pensamiento revolucionario. Esa noción de libertad abreva en el racionalismo, y consiste en el poder de autodeterminación absoluta, que rechaza todo límite. Afirma Castellano que las declaraciones de derechos que nos ocupan no deben llamar a engaño, toda vez que constituyeron el arma con que el la Weltanschauung liberal se opuso a la Iglesia y a la comunidad política. La reivindicación fundamental radicaba, en realidad, en la de la voluntad autónoma de un individuo soberano, la cual, a través del consenso, se convertirá en voluntad absoluta e inapelable del Estado. Así, concluye Castellano, “[e]n el liberalismo (la afirmación es, sin duda, paradójica, pero cierta) reside la raíz del totalitarismo” [38].
d) El racionalismo iluminista y la voluntad de poder totalitaria
Por último, aduzcamos la posición sostenida por Max Horkheimer y Theodor Wiesegrund Adorno en su penetrante Dialéctica de la Ilustración [39]. En el trabajo “Juliette o iluminismo y moral”, incluido en esa obra, los autores muestran a través del marqués de Sade y sus personajes cuáles son los nexos esenciales entre el racionalismo y el totalitarismo. Es pertinente poner de relieve la detección por Horkheimer y Adorno del quicio idealista del racionalismo, que rechaza la apertura al ser y propugna el control de lo real a través de la imposición de un sistema lógico. En el caso de la vida social, en particular, este espíritu de sistema intentará transformar la realidad humana en objeto de dominio y manipulación. Las principios del racionalismo, dicen Horkheimer y Adorno, conducen a la voluntad de poder de Nietzsche y al totalitarismo de Estado tal como se manifestó en el s. XX.
Tal vez semejantes juicios nos parezcan aventurados. Pero vale la pena parar mientes en la razón que ofrecen los autores –extraños, por lo demás, a la órbita aristotélica y al cristianismo- para fundar su posición. Esa razón no es sino, en definitiva, la negación por el iluminismo de la noción clásica y católica de orden natural. El denso escrito, de cuya exposición pormenorizada estamos eximidos en este lugar, nos señala, en síntesis, que “el intelecto sin la guía de otro” (“otro” como orden natural o como Dios) tal como fue preconizado por Kant, es lo que constituye el fundamento de las ideologías de los totalitarismos contemporáneos, en los cuales la manipulación del hombre por la voluntad de poder erigida en sistema alcanzó cotas nunca vistas [40]. Hasta ese ese momento, agregaríamos nosotros ....
e) La secuencia nominalismo-agnosticismo-positivismo y la disolución de los derechos humanos en la filosofía liberal
Esta específica tesis de los dos grandes representantes de la Escuela de Frankfurt, a saber, la reconducción del fundamento teórico de las gigantescas violaciones a los derechos humanos ocurridas en esta época a la puesta en tela de juicio de los fines objetivos del orden natural por el racionalismo iluminista, encuentra un inquietante refrendo en una fuente doctrinal no citada por ellos. Se trata de John Locke, el adalid moderno de los derechos a la vida, libertad y propiedad, gran fuente del iusnaturalismo individualista y del constitucionalismo liberal.
Precisamente fue Locke quien sostuvo el carácter convencional y arbitrario de los por él llamados “modos mixtos” y “esencias”. Ejemplos de los primeros serían las conductas libres del hombre en su condición de valiosas o disvaliosas. Así, la noción de homicidio depende de la arbitraria composición por la mente de una serie de ideas originadas, ellas también, en la mente misma. La razón humana no posee la capacidad de conocer algo objetivo y real que corresponda a la noción de homicidio. Ésta, pues, es convencional (consensual, o puramente positiva, cabría decir en términos jurídicos). Y también lo es –para tomar un ejemplo lockeano de “esencia”- el caso de la naturaleza humana. Según Locke, sólo le es lícito al hombre referirse a una esencia nominal sin relación con la realidad y construida a partir de apariencias exteriores, esencia nominal a la que se le da un nombre útil a los fines prácticos. En consecuencia, al no haber posibilidad de determinación objetiva de la condición humana, no hay un fundamento indubitable para decidir sobre la vida o la muerte de alguien. Tal sería el caso, propone Locke, de los recién nacidos mal formados [41].
Así como en el caso de la reducción individualista de los grupos sociales a entes de razón, también el agnosticismo gnoseológico de Locke se explica por el nominalismo metafísico. Ahora bien, desde el nominalismo metafísico toda noción de orden natural resulta insostenible. Por lo demás, si no existe o es incognoscible el orden natural, otro tanto, a fortiori, le ocurrirá a los fines de la naturaleza humana. Y sin la posibilidad de afirmar tales fines de modo universal y necesario, cualquier pretensión de fundar objetivamente una doctrina de los derechos humanos se quiebra por la base. Podrá haber –y, efectivamente, ha habido y hay- pretensiones apoyadas en los poderes sociales vigentes, que se mantendrán mientras esos poderes (ideológicos, económicos o políticos) subsistan. Pero en tal contexto cultural los verdaderos derechos humanos corren el riesgo de sólo pervivir parcialmente en los resquicios de realidad y valiosidad objetivas que tales pretensiones todavía encierren.

IV) Colofón
Por todo lo escuetamente comentado en estas páginas, creemos que no le faltaba razón al maestro Manuel García-Pelayo cuando afirmó que los derechos individuales de las modernas declaraciones se hallaban separados de los derechos de la tradición realista y cristiana anterior “por una significación histórica, política y jurídica diferentes” [42].

[1] Por lo pronto, al referirnos al constitucionalismo “moderno”, usamos el adjetivo en su acepción epocal (es decir, como abarcador del período inaugurado por los movimientos revolucionarios del s. XVIII). Pero la confirmación de la presencia determinante en la concepción de los derechos individuales que trataremos de corrientes teóricas específicamente modernas –ya en sentido doctrinal, como el individualismo y el inmanentismo- representaría una razón para usar el término “moderno”, aplicado a este constitucionalismo, también en sentido principial (“filosófico”). Cabría afirmar que la cuestión que nos ocupa en estas páginas se dirime en torno del sentido de “moderno” que apliquemos al constitucionalismo posrevolucionario.
Corresponde dejar aclarado que en este artículo no entraremos a dirimir la debatida cuestión de si el concepto mismo de derecho subjetivo constituye una innovación del pensamiento moderno. Por otra parte, tampoco aludiremos a las llamadas “tres generaciones” de los derechos reivindicados en los últimos siglos en Occidente. Nos ceñiremos, pues, a relevar algunos de los principales presupuestos doctrinales que perfilan con identidad propia al iusnaturalismo en torno del cual se ha erigido el constitucionalismo moderno. Nuestras apreciaciones valdrán, sobre todo, para el constitucionalismo fundacional; no obstante, la impronta de éste permea decisivamente todo el proceso jurídico-político desarrollado en Occidente durante los últimos doscientos años -pues, en nuestra opinión, no ha habido soluciones de continuidad cualitativas entre el orden revolucionario dieciochesco y el “Estado de derecho” vigente hoy entre nosotros-.
[2] Eduardo García de Enterría, La lengua de los derechos. La formación del derecho público europeo tras la revolución francesa, Madrid, 1995, pp. 18-19.
[3] Reflexiones sobre la revolución francesa, trad., pról y notas de Julio Irazusta, Bs. As., 1980, p. 83.
[4] Hamburgo, 1975, especialmente parte II, cap. III.
[5] Cfr., por todos, a Manuel García-Pelayo, Derecho constitucional comparado, Madrid, 1993, pp. 151-152, con cita en tal sentido de Giorgio del Vecchio.
[6] Cfr. F. W. Maitland, The Constitutional History of England, ed. por H. A. L. Fisher, Cambridge, 1955, pp. 271-272.
[7] Citado por Gustav Radbruch, Der Geist des englischen Rechts, Heidelberg, 1947, pp. 55-56. Dice allí Radbruch: “se puede dividir a los pensadores jurídicos ingleses en dos líneas: los que creen en la razón o en la naturaleza y los que creen en la autoridad; entre aquéllos están Coke y Blackstone, entre éstos Hobbes, Bentham y Austin”. Coke afirmaba, en efecto: “nihil quod est contra rationem est licitum” (op. cit., p. 54-55). Sobre la natural justice en el derecho británico y en el propio Chief Justice Coke, cfr. Eduardo Soto Kloss, “Los principios de la natural justice, medios de control jurisdiccional de la actividad administrativa”, en Derecho administrativo. Bases fundamentales, Santiago de Chile, t. I, pp. 321-328.
[8] Charles McIlwain, Constitucionalismo antiguo y moderno, trad. J.J. Solozábal Echavarría, Madrid, 1991, p. 28.
[9] Este y otros derechos análogos no dejaban de tener operatividad jurídica en la práxis jurídica anglosajona. Dice Forrest Mc Donald: “con mayor o menor grado de evolución y con mayor o menor solidez o debilidad se había afirmado en Inglaterra y Norteamérica un formidable conjunto de libertades del súbdito en relación con el soberano” (Novus ordo seclorum, trad. A. Leal, Bs. As., 1991, p. 43).
[10] Cfr. Bernard Bailyn, Los orígenes ideológicos de la revolución norteamericana, trad. A. Vanasco, Bs. As., 1972, especialmente pp. 42-43.
[11] Cfr. Bailyn, op. cit., pp. 74-76 y 166-170. Sobre el curioso ensalzamiento de la constitución británica como uno de los últimos refugios del antiguo orden de libertades germánicas (“constitución gótica”), que los estadounidenses estaban llamados a salvar de la corrupción de la política inglesa, cfr. p. 135; también Mc Donald (op. cit., p. 84) se refiere a la evocación del “mito anglosajón” por los revolucionarios.
[12] Y no sólo del constitucionalismo: recuérdese la decisiva impronta calvinista que Max Weber demostró respecto del capitalismo y sus fundamentos teológicos últimos (cfr. Die Protestantische Ethik und der Geist des Kapitalismus, en Gesammelte Aufsätze zur Religionssoziologie, Tübingen, 1947, t. I).
[13] Historia del liberalismo europeo, trad. C. G. Posada, Madrid, 1944, p. XXX.
[14] Cfr. Mc Donald, op. cit., pp. 46 y ss.; Bailyn, op. cit., pp. 226 y ss. Kriele, al rechazar la extendida posición que hace del derecho a la libertad religiosa el derecho primigenio del constitucionalismo –como la han sostenido Jellinek y Schmitt-, sostiene que la reivindicación más usual era la de tolerancia religiosa (cfr. op. cit., pp. 153).
[15] Para la historia de la influencia de la revolución norteamericana en Francia, cfr. el clásico de Bernard Faÿ, L’esprit révolutionnaire en France et aux États-Unis au XVIIIème. siècle, Paris, 1925.
[16] Relata Faÿ: “Esto [la ejemplaridad norteamericana] no prueba por otro lado que el pueblo francés en su conjunto supiera exactamente lo que había sido la revolución norteamericana y qué papel había jugado Washington en ella, pero se pensaba que había allí una gran lección y se ponía una suerte de misticismo en querer imitarla, en buscar un modelo, una regla, una verdad universal. Se creía.” (op. cit., p. 176).
[17] Tal fue el caso de Jefferson y Franklin, entre los más relevantes (Cfr. Bailyn, op. cit., p. 39). Sobre Franklyn, “centro de las actividades masónicas en París” durante su estadía entre 1776 y 1783, cfr. Faÿ, op. cit., esp. pp. 15-16, 91-104 y 151-154.
[18] Faÿ, op. cit., p. 181. En el mismo sentido, sobre todo respecto del espíritu frances, cfr. Carlos Sánchez Viamonte, Los derechos del hombre en la revolución francesa, México, 1956, p. 17.
[19] Gloria M. Morán, La protección de la libertad religiosa en U.S.A., Santiago de Compostela, 1989, p. 22.
[20] Cfr. Morán, op. cit., 18 y 21; Baylin, op. cit., pp. 35, 39-41, 53 y 66; Mc. Donald, op. cit., pp. 64 y ss. Según este autor, “[c]uando se adoptó la decisión de promover la independencia, todas las invocaciones a los derechos que se basaban en mercedes reales, el Common Law y la constitución británica se convirtieron en fórmulas teóricamente no pertinentes [...] (p. 64)”; por tal razón se buscó la legitimación en la doctrina de derechos naturales, pero en su versión lockeana: “[l]os patriotas habían vuelto los ojos hacia Locke más que hacia los otros grandes teóricos del derecho natural –Hugo Grocio, Samuel von Pufendorf, Thomas Rutherforth, Burlamaqui, Vattel- porque ninguno de ellos se adaptaba en igual medida a sus propósitos” (p. 66).
[21] Nos hemos ocupado de la filosofía política de Locke, en particular, en Defensa de la política, Bs. As., 2003, cap. IV: “El valor de la vida política en el individualismo liberal”. A ese trabajo nos remitimos para el estudio de los textos mismos del autor.
[22] Cfr. Grundlinien der Philosophie des Rechts, III. Teil, pgf. 257 y ss..; y Enzyklopedie der philosophischen Wissenschaften, III. Teil, pgf. 535: „Der Staats ist die selbstbewußte sittliche Substanz“, categoriza allí Hegel.
[23] Sobre el origen del nominalismo metafísico en el Venerabilis Inceptor, cfr. el sintético y medular estudio de Anita Garvens “Die Grundlagen der Ethik Wilhelms von Ockham”, en Franziskanische Studien (1934), pp. 243 y ss..
[24] “Es bien conocido el papel jugado por las doctrinas de Locke en la preparación doctrinal de la revolución americana, así como en Rousseau y, en general, en el instrumento técnico de la Revolución francesa, especialmente en la Declaración de Derechos de 1789” (García de Enterría, op. cit., pp. 61-62).
[25] García de Enterría señala la ligazón estrecha entre la idea de que el fin del Estado consiste en la libertad de los individuos, el lugar central de la propiedad en la doctrina de Locke y los principios de la economía formulados por la fisiocracia y Adam Smith, principios “que preceden y nutren a las dos grandes revoluciones del s. XVIII” (op. cit., pp. 63-64).
[26] ¿Se estaría tal vez apoyando aquí la Corte en la expresión del maestro Maurice Hauriou –de gran y benéfica influencia en aquellos años-, quien (con cierta imprecisión, convengamos) llamaba “individualismo” a la afirmación de los fueros de la persona humana?
[27] La Ley, Buenos Aires, t. 8, nov. 2 de 1937, pp. 404-405. En su clásica Doctrina general del Estado, Jean Dabin afirmaba lúcidamente respecto de los mismos principios que se hallaban en juego en este caso: “[...] otro reproche, indiscutiblemente más fundado, puede lanzársele a la Declaración de 1789: el no haber proclamado, de manera neta, frente a los derechos del hombre, los derechos de la comunidad [...] El fin del agrupamiento político no se ciñe a la garantía de los derechos del hombre, es decir, a la conservación de lo que ya tienen por naturaleza, sino que es realizar el bien de todos, considerados en cierto modo como una unidad fraternal y, por este bien de todos, procurar a cada individuo un perfeccionamiento que no arranca de su sola naturaleza individual [...] Frente al derecho natural de los individuos se yergue el derecho natural –distinto, autónomo y, en ciertos respectos, superior- de la institución [...]” (trad. H. González Uribe y J. Tobal Moreno, México, 1946, pp. 365-366). En la última afirmación de Dabin radica, precisamente, una oposición fundamental entre la concepción moderna y la realista y tradicional de los derechos, que fuera sintetizada por Manuel García-Pelayo en estos términos: “El sujeto de los modernos derechos individuales es el individuo aislado o, si se quiere, directamente conexionado con la humanidad o con el Estado; en cambio en la Edad Media lo era en cuanto de un grupo social concreto interferido entre el individuo y el poder central o el orden universal […]” (op. cit., p. 145).
[28] Tendríamos allí un indicio de que la auténtica “divisoria de aguas” filosófico-jurídica no consiste en la oposición contradictoria entre iusnaturalismo y iuspositivismo, sino en la oposición contraria entre diversas formas de iusnaturalismo, como viene sosteniendo desde hace años en diversos trabajos Héctor H. Hernández (cfr., por todos, “¿Hay o no hay derecho natural?”, en Sergio R. Castaño- Eduardo Soto Kloss eds., El derecho natural en la realidad social y jurídica, Santiago de Chile, 2005.
[29] Cfr. el clásico de Daniel Mornet, Los orígenes intelectuales de la revolución francesa 1715-1787, trad. C. A. Fayard, Bs. As., 1969, muy ilustrativo en lo referente a los progresos del agnosticismo, el deísmo y la irreligión entre los círculos cultivados y dirigentes de Francia.
[30] “Beantwortung der Frage: Was ist Aufklärung?”, en Werke, Darmstadt, 1983, t. 9, pp. 53 y ss.
[31] Cfr. Albert Verdoot, Declaración universal de los derechos del hombre. Nacimiento y significación, trad. J. Arzálluz, Bilbao, 1969, esp. pp. 93-98 y 269-275.
[32] Remitimos a la aguda crítica de “la ideología de los derechos del hombre” (que ha llegado incluso a ser bautizada con el nombre de “personalismo”) como fundamento del constitucionalismo contemporáneo en Miguel Ayuso, El ágora y la pirámide, Madrid, 2000, cap. 3.
[33] En Archiv für Rechts und Sozialphilosophie (1984-4).
[34] Art. cit., pp. 504-505.
[35] De Ruggiero, op. cit., pp. XC-XCI. Es notable que un jurista renombrado como Eduardo García de Enterría no advierta o no señale los vínculos profundos que ligaban (si no en la forma, por lo menos sí en el fondo) el democratismo centralista de la Revolución con el proceso de absolutización del poder tal como se manifestaba en los últimos tiempos de la monarquía (Cfr. op. cit., especialmente pp. 102-103 y 110-111).
[36] Cfr. La crisis del Estado de Derecho liberal-burgués, Bs. As., 1942, p. 99 (subr. orig.).
[37] Racionalismo y derechos humanos. Sobre la antifilosofía político-jurídica de la “modernidad”, Madrid, trad. C. García, 2004.
[38] Op. cit., p. 29.
[39] Trad. H. A. Murena, Bs. As., 1987. Encontramos un magnífico y sutil análisis de este texto en perspectiva clásica en Emilio Komar, Orden y misterio (Bs. As., 1996), precisamente en el capítulo también titulado “Juliette, o iluminismo y moral”.
[40] Transcribimos a continuación algunos pasajes significativos del texto citado: “La razón es, para el iluminismo, el agente químico que absorbe en sí la substancia específica de las cosas y la disuelve en la pura autonomía de la razón misma. Para huir al temor supersticioso a la naturaleza el iluminismo ha desenmascarado implacablemente la unidad y las formas objetivas como disfraces de un material caótico y ha condenado como esclavitud el influjo de este material sobre la instancia humana, hasta que el sujeto se ha convertido enteramente –en teoría- en la única, ilimitada y vacua autoridad. Toda fuerza de la naturaleza se redujo a mera indiscriminada resistencia al poder abstracto del sujeto. La mitología específica con la que el iluminismo occidental (incluso en forma de calvinismo) debía hacer tabula rasa era la doctrina católica del ordo y la religión popular pagana que continuaba floreciendo a su sombra. Liberar a los hombres de su influencia era el objetivo de la filosofía burguesa [...] Después de que el orden objetivo ha sido liquidado como mito y prejuicio, queda la naturaleza como masa de materia [...] El Sí abstracto, el derecho de registrar y sistematizar, no tiene frente a sí más que lo abstracto material, que no cuenta con otra propiedad que la de servir de substrato a esta posesión [...] El iluminismo reconoce a priori, como ser y acaecer, sólo aquello que se deja reducir a una unidad; su ideal es el sistema, del cual se deduce todo y cualquier cosa [...] La lógica formal ha sido la gran escuela de la unificación. La lógica formal ofrecía a los iluministas el esquema de la calculabilidad del universo [...] en la herencia platónica y aristotélica el iluminismo reconoció las antiguas fuerzas y persiguió como superstición la pretensión de verdad y los universales [...] En su itinerario hacia la nueva ciencia los hombres renuncian al significado. Sustituyen el concepto por la fórmula, la causa por la regla y la probabilidad [...] Poder y conocer son sinónimos (Bacon, Novum Organum). La estéril felicidad de conocer es lasciva, tanto para Bacon como para Lutero” (“Excursus II: Juliette, o iluminismo y moral”).
[41] Cfr. An Essay concerning Human Understanding, ed. Fraser, N. York, 1959, t. II, l. III, cap. V y VI.
[42] García-Pelayo, op. cit., p. 145.