lunes, 27 de julio de 2009

FAJA DE HONOR "PADRE CASTELLANI" 2009: MENCIÓN AL LIBRO LOS PRINCIPIOS POLÍTICOS DE SANTO TOMÁS EN ENTREDICHO. UNA CONFRONTACIÓN CON J. FINNIS

Agencia Informativa Católica Argentina

Fajas “Padre Castellani” en la XXI Exposición del Libro Católico

Un jurado integrado por los profesores José María Castiñeira de Dios y Enrique Mario Mayochi, y el presbítero Danilo Eterovic Garrett, acordó distinguir con la Faja de Honor “Padre Leonardo Castellani” a seis títulos de libros editados en 2008 y que participaron en el 15º concurso organizado por el Comité Ejecutivo de la Exposición del Libro Católico. Los libros premiados son: 1. Faja de Honor Padre Leonardo Castellani 2009, “Santa María. Iconografía del Arte Colonial”, del profesor Héctor Schenone, editado por EDUCA (Editorial de la Universidad Católica Argentina). 2. Faja de Honor Padre Leonardo Castellani 2009, “Historia del Pueblo de Dios”, de Jesús Manuel González y Mallo, editado por Editorial Santa María. 3. Faja de Honor Padre Leonardo Castellani 2009, “La política: obligación moral del cristiano”, del doctor Mario Albino Meneghini, editado por El Copista. Mención: “Antropología profunda. El hombre ante Dios según santo Tomás y el pensamiento moderno”, del presbítero doctor Ignacio Andereggen, editado por EDUCA (Editorial de la Universidad Católica Argentina). Mención: “Convivir. Realismo y esperanza ante un mundo plural: hacia una civilización de la convivencia”, del doctor Andrea Riccardi, editado por EDUCA (Editorial de la Universidad Católica Argentina). Mención: “Los principios políticos de Santo Tomás en entredicho. Una confrontación con Aquinas, de John Finnis”, del profesor doctor Sergio Raúl Castaño, una coedición del Instituto de Filosofía del Derecho de la Universidad FASTA Bariloche y Mar del Plata y el Instituto de Filosofía del Derecho, de la Facultad de Derecho de la Universidad Católica de Cuyo San Luis. Los premios serán entregados el lunes 31 de agosto a las 19, en el acto inaugural de la XXI Exposición del Libro Católico que, con el lema "Toma y lee el buen libro", tendrá lugar en la Casa de la Empleada –Obra de Monseñor Miguel de Andrea-, Sarmiento 1272, Buenos Aires. El acto será presidido por monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata y presidente honorario de la Exposición y estará acompañado por Manuel Outeda Blanco, fundador y presidente de la Exposición y María Angélica Sánchez de Torillo, presidenta de la Federación de Asociaciones Católicas de Empleadas (FACE). Las obras distinguidas serán expuestas, junto a más de 10.000 volúmenes, hasta el domingo 13 de septiembre, a las 19. Ese día el arzobispo de Buenos Aires y Primado de la Argentina, cardenal Jorge Mario Bergoglio SJ, presidirá la Misa de clausura en la Capilla Santa Teresita del Niño Jesús que lleva el nombre de la Patrona de la FACE. La Exposición, cuya entrada es libre y gratuita, estará abierta de lunes a sábados de 9 a 21, y los domingos de 15 a 21. Todos los actos culturales que tendrán lugar a lo largo de la Exposición comenzarán a las 19. Informes: tel. cel. (011) 15.4470-7734; Fax: (011) 4322-9572; correo electrónico: librocatolico@yahoo.com.ar ; sitio en internet: www.librocatolico.yocreo.com +

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domingo, 28 de junio de 2009

MORAL Y POLÍTICA

MORAL Y POLÍTICA
UNA VISIÓN DESDE LA TRADICIÓN CLÁSICA

SERGIO RAÚL CASTAÑO
Investigador del CONICET
Profesor regular de Teoría del Estado (UBA)

“ABSTRACT”
El capítulo discute críticamente , desde los principios del iusnaturalismo clásico, la preconizada “subordinación de la política a la ética”, mostrando no sólo la pertenencia de la política a la ética -desde el triple punto de vista del fin, las virtudes y la ley natural-, sino asimismo su señorío dentro del campo ético.


I) Dinamismo ontológico natural y perfectibilidad de la persona humana
a) Necesidad y sentido de este acápite
Nuestro cometido es tratar las relaciones entre Moral y Política. Ahora bien, antes de adentrarnos en sede práctica, creemos conveniente hacer una introducción en formalidad teórica (metafísica y antropológica) que permita plantear con alguna claridad los términos mismos del problema ético. No otra cosa hicieron Aristóteles y Tomás de Aquino cuando, en el libro I de la Ética Nicomaquea y en las cuestiones I-V de la I-IIae. de la Summa Theologiae, respectivamente, abrieron el tratamiento general de la cuestión de la rectitud del obrar con una consideración del bien y de la naturaleza humanos. Nosotros abordaremos más radicalmente aun la cuestión: bosquejaremos la estructura acto-potencial de la realidad substancial, y su absoluta irreductibilidad a los planteos de cuño nominalista. Éstos, en efecto, tras haber ignorado el dinamismo ontológico del ente, descoyuntándolo en hechos atómicos, ya no han podido hallar la vinculación intrínseca que une al ser con el bien. Se trata del divorcio entre facts y norms; o entre is y ought, para decirlo con Hume.
b) La distinción entitativo-práctica
Debe repararse desde ya en que la dilucidación de la cuestión del anclaje del bien del hombre en el ser del hombre –ya se responda afirmativa, ya negativamente- no pasa por la lógica, sino que es de competencia ineludible de la Metafísica. Por ello no debe extrañar que la mejor pauta acerca de la distinción sin separación entre las formalidades entitativa y práctica la dé Tomás de Aquino, en la tradición del realismo clásico, cuando estudia la estructura ontológica de la realidad [1]. Centrémonos en el ser natural (vegetal, animal u hombre). Se trata de un ente en el que radica una naturaleza como principio de sus operaciones propias; en tal medida, posee un dinamismo intrínseco que pivotea sobre la actualización de sus potencialidades. A su vez, se halla constituído por dos coprincipios: substancia y accidentes. Convengamos en el sentido de estos términos. Se llama “substancia” a lo individual subsistente, aquello sobre lo cual y en lo cual todo existe, y que, por tal razón, es aquello de lo cual todo se predica. Es sujeto de inhesión (de los accidentes), algo separado, determinado y en acto (primero). Desde el punto de vista de la participación del ser (el actus essendi tomista), la substancia no tiene el ser en un sujeto -como el accidente-, sino que el acto de ser se participa en ella, y a través de ella se comunica a los accidentes. Éstos son en la substancia, a la que perfeccionan, también, como actos (segundos). Si la substancia es primera en el ser, no por ello puede existir sin los accidentes. “Juan” es substancia; “sabio” o “justo”, son accidentes (de cualidad, en este caso). He allí la estructura ontológica básica del ente natural (del hombre, por ejemplo, pues es el caso que nos interesa en particular). Si nada hay fuera del ámbito del ser ¿en qué se origina y se funda el bien, desde ese punto de vista, el más fundamental que cabe plantear? Si la naturaleza humana manifiesta su dinamismo intrínseco bajo forma específicamente racional, vgr. libre, ¿qué relación hay entre ese obrar y el bien del hombre? Como puede colegirse desde ya, en la adecuada posición de las premisas ontológicas se halla la respuesta radical del problema ético, sea que lo identifiquemos con “el deber”, “los valores”, “la ley moral”. O, mejor aun, con el fin, el bien y la felicidad.
En el hombre, ente natural, puede identificarse un ens simpliciter, (“ente a secas”), que corresponde a su acto substancial. Por él, el hombre se ubica en una determinada escala del ser: es tal clase de ente. El acto primero substancial, en la medida en que es acto, es perfección. Hay, pues, una perfección aneja a la substancia en tanto es portadora de la esencia que determina a ser la especie de ser que se es. Consiste en la perfectio prima, en la perfección dada por el hecho de ser hombre. Se trata, por así decir, de la dotación inicial, del patrimonio específico con que cuenta todo hombre como punto de partida de su despliegue dinámico. Ahora bien, el acto primero (substancial) funda las diversas facultades de la naturaleza humana. Por su parte, los hábitos y las operaciones son, desde el punto de vista ontológico, accidentes y actos sobreañadidos (segundos). En la medida en que realizan sus operaciones propias, las facultades pasan al acto y, así, adicionan perfección a la substancia en la que inhieren. Es decir, la perfectio secunda operativa comporta una actualización (o sea, perfeccionamiento) de la perfectio prima substancial. Esta última actualidad, si bien preexistente y fundante del obrar, constituye una perfección menos plena que la de los hábitos y actos humanos. Por ello Tomás de Aquino llama bonum secundum quid al ens simpliciter correspondiente a la substancia. En cambio, la perfectio secunda aneja al accidente (la operación recta, por ejemplo) es llamada por Tomás de Aquino bonum simpliciter (bien cabal). En efecto, dice Sto. Tomás, “bueno” significa “perfecto” y, en esa medida y consecuentemente, “apetecible”. De donde lo bueno tiene formalidad de fin y de último. Por ello lo últimamente perfecto, como, por ejemplo, el acto recto emanado del ánimo virtuoso del hombre, es llamado bonum simpliciter, mientras que el sujeto radical de la operación, precisivamente tomado como sujeto substancial (“hombre” a secas) sólo es bonum secundum quid. De acuerdo con todo esto, el bien humano consistirá en el perfeccionamiento fundado en la actualización de las potencialidades del hombre. Así pues, serán bienes humanos todos aquellas cosas útiles y actos en sí mismos valiosos que le permitan desplegar sus virtualidades. Como el alma racional del compuesto corpóreo-espiritual asume eminenter funciones vegetativas, afectivas y cognoscitivas, se contarán entre los principales bienes humanos el vestido, la habitación, el cuidado terapéutico, la vida familiar, la justicia, la amistad y el conocimiento (práctico y teórico).
c) El fin del hombre
Ahora bien, por más que toda operación suponga una perfección más acabada que la del mero acto primero substancial, la actualización última del hombre no se identificará con una operación cualquiera. En efecto, el primer analogado del bonum humano, la perfección acabada y la suma apetibilidad corresponderá al acto más perfecto (la contemplación) de la potencia más perfecta (el intelecto) acerca del objeto más perfecto (Dios). El fin (inmanente o formal) del hombre no es, pues, sino la actualización acabada de su constitutivo ontológico específico, la espiritualidad intelectivo-volitiva. En última instancia, el acto sobreañadido (ens secundum quid, pero bonum simpliciter) no constituye sino la actualización última de la perfección inicial dada (ens simpliciter, pero bonum secundum quid): el bien del hombre –como el de todo ente- es la perfección de lo más íntima y definitoriamente propio [2].
II) El señorío de la Política dentro de la Ética
a) La Política en la Ética [3]
A la hora de abordar el tema que aquí nos ocupa, resulta indispensable precisar el lugar de la Política dentro de los quehaceres humanos y, por sobre todo, el lugar que ocupa como parte de la Ética. Definimos a la Ética como la ordenación de los actos humanos al fin último plenificante de la persona. Así pues, se halla en manos del hombre, en tanto ser inteligente y libre, la responsabilidad de consentir a su fin, y de ordenar los medios a él conducentes. Pero los bienes humanos, por su jerarquía y dignidad, no pueden sino ser fruto de la colaboración, del don y de la transmisión. De allí la inserción del hombre en una pluralidad de grupos sociales. Cada uno de ellos se encuentra abocado a la consecución de un cierto fin común. Ahora bien, hay grupos sociales que, por la valiosidad del respectivo fin convocante, se hallan necesariamente en el camino que ha de recorrer la persona para su perfección. Se trata de sociedades no contingentes, en el sentido de no depender de una particular circunstancia cultural o vocación individual, es decir, de sociedades señaladas por la naturaleza para la felicidad del hombre: hablamos de la familia y de la comunidad política. Es así como, dentro del ámbito mundanal de la práxis, cabe distinguir tres grandes partes: una ética individual, una ética familiar y una ética política [4].
b) Un equívoco terminológico y conceptual
A menudo se plantean las relaciones entre la Política y la Ética como las de dos géneros opuestos, hecho lo cual se presentan dos alternativas: o bien se busca establecer un contacto entre ellas, o bien se las afirma como ámbitos recíprocamente irreductibles. En el segundo caso, en lo que podríamos llamar posición “amoralista”, ambos órdenes resultan inconmensurables. En el primero, tras haber extrañado a la Política del ámbito ético, lo que suele trasuntarse es la necesidad de darle un anclaje valioso a la Política, bajo la forma de transfusión o imposición de fines humanos de reconocimiento obligatorio, a los cuales la práxis política debería subordinarse.
A la base del planteo últimamente mencionado yace una confusión de principio que acarrea significativas consecuencias en el plano de las conclusiones. Si no se reconoce la pertenencia intrínseca de la Política a la Ética (ésta última entendida como práxis ordenada al bien humano plenificante), luego la actividad política quedaría relegada al ámbito de la técnica. La Política (que quede claro: el fin político, como bien común político) pasaría a revestir naturaleza instrumental, al servicio de un fin superior. Y, como técnica, sólo se legitimaría por su uso, es decir, su valiosidad pendería de la subordinación a otro fin. Aquí se plantearía un nuevo equívoco si, tras haber aceptado la deslegitimación técnica de la Política, se dijese entonces que la Política debe subordinarse a la Ética, vgr., que la Política debe subordinarse al fin ético. En efecto, si el nombre genérico “Ética” (el todo) se entiende como significante de la ética individual (una de sus partes), luego la Política (el fin político) se legitimaría en la medida de su subordinación a la Ética individual (el fin individual). O sea que el bien común político sería un medio técnico, instrumentalmente ordenado al fin del individuo; o, en el mejor de los casos, a la suma de los fines individuales. Casi inadvertidamente, del rechazo de la aceptación de la valiosidad intrínseca de la Política se habría llegado a negar la causación específica del bien común y, además, se estaría deslizando hacia posiciones individualistas, que reducen toda sociedad a la suma de sus miembros, y todo fin común a la suma de los fines individuales.
Pero demos un paso más, en esa misma línea. Si la actividad política recibe su calificación axiológica por su subordinación a un fin extrínseco (el ético), entonces las disposiciones que ordenan al hombre al fin político y rectifican el correspondiente quehacer, tal vez ya no deberían ser llamadas virtudes. Serían, acaso, hábitos técnicos. Justicia (sobre todo la forma que Aristóteles y toda la tradición subsiguiente han considerado la más alta de las virtudes morales cardinales, la general o del bien común); pietas, solidaridad social, patriotismo, entre otras disposiciones, no podrían ser consideradas más que como habilidades instrumentales, ordenadas a la realización de ciertas condiciones exteriores con el carácter de puros medios.
En lo que sigue, intentaremos poner de manifiesto la esencia intrínsecamente ética de la vida política. Ética en el sentido de ordenada a la consecución de un bien humano obligatorio y valioso en sí mismo.

III) La naturaleza ética de la Política a partir de la de sus causas: el fin, los hábitos, la ley natural.
a) El bien común político
1) El bien común político como fin y como común
El fin es primer principio de los actos humanos, individuales o colectivos, pues todo lo que los hombres hacen, lo hacen para algo. Por su parte, el bien causa y mueve como objeto de un apetito, es decir, como fin. Y, dado que los bienes humanos no se hallan, en general, al alcance de los individuos aislados, los hombres se nuclean en sociedades para buscarlos mancomunadamente. Por todo ello debe decirse que el bien común es causa de la sociedad en la línea de la causalidad final. En tal medida, el bien común político constituye el primer principio de la existencia y de la valiosidad de la sociedad política. Ahora bien, la comunidad causal de todo fin común social se da en una doble dirección. Por un lado, el bien común es objeto de la intención de los miembros, mueve al grupo a obrar aunadamente, a crearlo, conservarlo, perfeccionarlo: cabría decir que es común “de ida”, como producido o gestionado en común. Por otro lado, también es común por la participación, “de vuelta”, en cuanto es participable por muchos, o sea, capaz de perfeccionar a muchos. He allí la doble significación de la comunidad causal del bien común político en tanto fin social.
2) El bien común político como político
Es en el ámbito de la polis donde el hombre alcanza la plenitud (intramundana) a que su naturaleza lo llama. Y, dado que se trata de un bien de muchos, el bien común político es el mejor bien de la persona. Por ello es lícito decir que la dignidad de la persona, en el plano natural, se explica por la capacidad humana de contribuir al bien común político y de participar de él, en una medida concreta e intransferiblemente propia. Como dice el filósofo Antonio Millán Puelles, “[L]os meros animales sólo apetecen su bien particular, no tienen luces para trascenderlo. Pero el hombre se encuentra facultado para llegar a elevarse al bien común, y cuando se cierra a este bien y lo pospone al mero bien privado se animaliza voluntariamente y hace traición a su índole de persona” [5]. Ahora bien, el sentido de estas afirmaciones merece ser cuidadosamente ponderado. La recta comprensión de la verdad que encierra exige parar mientes en una dimensión a la que aludió Roberto Belarmino cuando, con toda la tradición clásica, afirmó que si no existiera la ciudad, el hombre se quedaría sin poder actualizar lo mejor de sí [6]. Efectivamente, el bien común político encierra una dimensión activa y donante, y consiste en un fin en cuya consecución intervienen las facultades afectivas e intelectual de la persona. El despliegue expansivo de tales capacidades alcanza siempre, en mayor o menor medida, un orden de bienes humanos inasequibles fuera del ámbito de la comunidad convocada por ese fin. Un somero análisis de los bienes políticos nos permitirá corroborar este último aserto.
i. Económicos
Si el bien del hombre exige perentoriamente la incolumidad corporal, luego no podrá estar ausente del bien común de la pólis –y con carácter de parte substantiva- todo un abanico de recursos dirigidos al cumplimiento del fin material de la totalidad de los miembros de la comunidad.
Como consecuencia del imprescriptible fin material del hombre, debe afirmarse la imprescriptible obligatoriedad de la actividad económica. En esa línea, por defuera de todo reduccionismo, cabe caracterizar la actividad económica como un orden de operaciones que tiene por fin la recta satisfacción de las necesidades naturales de los hombres. Si de la economía política se trata, su fin consistirá en la recta satisfacción de las necesidades del conjunto de los miembros de la sociedad política. Ahora bien, podríamos preguntarnos por qué la actividad económica puede quedar asimilada a la procura de los bienes materiales en el ámbito de la comunidad política, siendo que la misma etimología del término “economía” alude al ámbito familiar [7]. La respuesta nos proporciona un importante indicio acerca de la necesidad de la vida política. En efecto, la complejidad y magnitud del fin material del hombre exige la ingente coordinación y subordinación de esfuerzos de múltiples agentes humanos, así como la disposición de enorme cantidad de elementos materiales. Una semejante extensión de la producción y el intercambio supone la inserción de los agentes económicos dentro del marco de la comunidad perfecta, ya que ella nunca podría existir –por lo menos, con igual grado de riqueza- fuera del ámbito de la pólis. Esto explica por qué la Economía política resulta la forma por antonomasia –la única plena- de la actividad económica. Todo lo dicho no significa que la actividad económica ut sic sea de resorte de la comunidad política en tanto tal, es decir, que corra necesariamente por cuenta de los órganos de gobierno y administración de la comunidad política. Pero sí significa que el fin del hombre en tanto ser corpóreo no podría ser logrado (o sólo en ínfima medida) por individuos, grupos o familias aisladas.
Por su parte, los agentes infrapolíticos (“privados”) pueden ejercer legítimamente, con pleno derecho, la actividad económica. Pero convengamos en que todo auténtico derecho subjetivo se legitima, en última instancia, a partir de un fin valioso. Ahora bien, el cumplimiento del fin mismo que fundamenta el derecho a la actividad económica no podría ser alcanzado por esos agentes si no se hallasen integrados en la vida de la comunidad política. Es decir que –salvo en ínfima medida- no existiría ni la actividad, ni el rédito buscado con ella, si no existiera la sociedad política. De allí el débito del agente económico en tanto tal respecto de la comunidad en que se inserta y gracias a la cual obtiene sus ganancias. Es decir, la obligatoria subordinación –obligatoria en justicia- del interés de la empresa, el banco, el inversor, el comerciante y el productor al verdadero bien común de la sociedad política.
Pero no es el lucro el principal bien económico obtenido gracias a la integración en (o, por lo menos, a la interacción con) la comunidad política. Es más, lo que provee fundamentalmente la integración política es la posiblidad de satisfacción de las necesidades materiales de la persona humana. Y a tal satisfacción se ordenan los bienes económicos –útiles por definición-. Fuera de la comunidad perfecta, paupérrimos serían la vivienda, la asistencia sanitaria, el cuidado contra las catástrofes telúricas, incluso la alimentación y el vestido. Y sin un mínimo grado de disponibilidad y perfección de tales bienes, el hombre no lograría la plenitud corpórea que es parte de su plenitud personal.
Una acotación final, a manera de corolario. Si los objetivos económicos de los agentes privados son participación del bien común político; si, además, el acabado cumplimiento del fin del hombre en tanto ser corpóreo constituye una parte substantiva del fin de la pólis; si, por último, la reciprocidad en los cambios, es decir, que uno no se enriquezca a costa del otro, es ley fundamental de la economía (asumiendo la necesidad de que la justicia forme parte de la racionalidad económica) [8]; si todo ello es así, entonces la autoridad de la comunidad política no deberá desentenderse de la tutela y la consiguiente regulación de la actividad económica. En otros términos –y prescindiendo de toda connotación estatista- deberá ejercer la ordenación de la vida económica a la vida buena de los hombres.
Con todo, debe reconocerse que –en el nivel de la mera subsistencia, y muy precariamente - el fin corpóreo podría cumplirse sin la comunidad política. En realidad, lo que impone la necesidad (teleológico-deóntica) de la vida política es lo más genuino y elevado del hombre: su espíritu. Veamos, pues, como la perfección de la inteligencia y de la voluntad exige la vida política. O, en otros términos, cómo el bien común es causa de la perfección del plano específicamente humano de la persona.
ii. Culturales
La búsqueda de la verdad constituye la actividad más digna que le compete al hombre, en tanto el ejercicio de la facultad intelectiva arraiga en su naturaleza específica de ser racional. No es necesario insistir en que el cultivo sapiencial del espíritu supone decisivamente la transmisión de los frutos recogidos por las generaciones pasadas. Ahora bien, ese patrimonio que, en sí mismo, no es privativo de ninguna comunidad humana particular, encuentra su recipiente apropiado y concreto en el bien común de cada sociedad política. Decimos que el hombre se perfecciona (fin quo) alcanzando la verdad (fin qui), y que la consecución de ese fin representa el ápice perfectivo de su realización personal. Mas no debe olvidarse que tal proceso lo cumple participando de los valores sapienciales y científicos sedimentados en y cultivados por los individuos y las instituciones de la sociedad política en que desarrolla su existencia. Efectivamente, ese enriquecimiento se logra gracias a un conjunto de condiciones entre las que se cuentan, por ejemplo, la escuela, la Universidad, la disponibilidad de material bibliográfico, los institutos de investigación, los medios de comunicación, etc. Por su intermedio, el hombre puede participar de los bienes de la inteligencia. Y va de suyo que esa actualización de su potencialidad intelectual se cumplirá de un modo intransferiblemente individual, conmensurado a sus circunstancias y vocación existencial.
iii. Prácticos
Introducción
“La autarquía es el fin y lo mejor”, dice Aristóteles [9], apuntando al final del proceso práctico-social que se inicia en el individuo y, pasando por la familia y los grupos infrapolíticos, culmina en la pólis. Ahora bien, el contenido principal del concepto de autarquía consiste en la autosuficiencia en la participación de los bienes requeridos para la plenitud personal, la cual implica, asimimismo, la capacidad de autodeterminación del orden de la existencia terrena. Pero la autarquía no se halla al alcance del hombre aislado, ni tan siquiera de una sociedad nuclear como la familia, pues consiste en la participación del bien común de una sociedad que no es parte de otra, es decir, que es perfecta. El binomio autarquía-perfección constituye, en formalidad práctica, una dimensión de la vida humana que germina en el suelo nutricio de la pólis. En efecto, la vida política es el modo señalado por la naturaleza para que los hombres –gracias a su integración en una empresa común- logren la completitud y sean dueños de conducirse a sí mismos. En su sentido más genuino, el bien de la sociedad política, que conlleva un “cierre” (“per-fectum”) en el nivel práctico-accidental, viene a coincidir con el máximo fin que puede proponerse la vita activa: el despliegue de la justicia y de la amistad. Veámoslo.
La justicia
El hombre es un ser capaz de altruismo y amor, pero también de traducir su egoísmo y libido dominandi en actos violentos contra la vida, la integridad o los bienes del prójimo. Esto no significa que desconozca el valor de los principios de racionalidad que vetan tales actos, sino que, reconociéndolo, pretende que los observen los demás mientras él los incumple. El valor seguridad, tan caro al liberalismo, constituye un verdadero bien humano, que se hallaría gravemente comprometido sin la coacción institucionalizada. Por su intermedio, en efecto, la comunidad vela por los bienes jurídicos de vida y propiedad, sea penando al delincuente para restaurar la justicia violada, sea apelando a la amenaza de la sanción. He aquí el más básico escalón del imperio de la justicia: la preservación coercitiva de la seguridad.
La multiforme y casi infinita gama de posibles relaciones jurídicas entre individuos y grupos puede plantear diferendos entre las partes, no necesariamente motivados por el desorden moral. Así, por ejemplo, las mejoras hechas en un campo arrendado ¿son del propietario o del arrendatario? Si alguien ocupa y utiliza pacíficamente y sin oposición del propietario un predio, pasará a ser suyo en algún momento? ¿Y en qué momento? Casos como éstos exigen una decisión (sea legislativa, sea judicial) que determine en concreto por dónde pasa la justicia. Es necesario decidir en cuánto tiempo puede contestarse una demanda, por qué mano debe circular el tránsito, y una ingente cantidad de detalles sin los cuales resultaría impensable la vida justa (o la vida humana secas, pues no hay vida humana sin –por lo menos- un mínimo de justicia).
Asimismo, cabrá ordenar las relaciones entre patronos y obreros; ayer, tutelar los pactos que se establecían entre el rey y los individuos y sociedades infrapolíticas (gremios, ciudades, etc.); contemporáneamente, regular las tarifas de un servicio público indispensable, controlar la acción de un monopolio, fijar las tasas fiscales. Pero hay una forma superior de justicia, que constituye el modo más peraltado de reconocimiento de lo justo objetivo: aquélla por la que los hombres y los grupos ordenan sus acciones al bien común político, causa de los bienes de los individuos y los grupos integrados en la comunidad. Se trata de la justicia general, o del bien común. He aquí un valor humano sin cuya presencia no existiría la sociedad política, en la medida en que traduce en actos jurídicamente obligatorios la voluntad concorde en integrar una empresa política común. En la mayor parte de los casos –pero no en todos- , el ejercicio de la justicia general se identificará con el acatamiento a las normas de justicia establecidas por la autoridad del Estado.
He aquí un segundo escalón del imperio de la justicia: la determinación positiva (o sea, concreta) de los títulos que fundan los derechos, deberes y obligaciones de cada cual. O, dicho en otros términos, la normación de las relaciones jurídicas, tanto de las partes entre sí, cuanto del todo para con las partes, cuanto de las partes para con el todo.
Llegados a este punto, se torna indispensable hacer hincapié en dos cuestiones fundamentales. La primera cuestión se refiere a la esencia virtuosa de la justicia, que incluye la intrínseca rectitud de su despliegue exterior, es decir, de su objeto, el derecho. La segunda cuestión se refiere a la necesidad imprescriptible (de naturaleza causal) de la comunidad política para la existencia misma de una vida justa integralmente entendida.
a) El hombre es un ser llamado a interactuar y a colaborar con los otros. Y la justicia no es sino el orden recto de la colaboración de los hombres agrupados en una comunidad que se propone los máximos bienes. Con todo –y esto es decisivo a la hora de justipreciar su naturaleza de bonum honestum, vgr., bien en sí- la justicia no es mero medio al servicio de fines; por el contrario, en el ejercicio de la justicia halla el hombre altas cotas de perfección. En efecto, ni la misma justicia conmutativa, que tiene por objeto un bien particular, y que puede entablarse entre individuos y grupos no integrados en una comunidad mayor, puede prescindir, por lo menos, del reconocimiento del otro como un otro yo. Sólo un alter ego puede ser reconocido como sujeto de derechos [10]. Además, si bien es cierto que hay conducta jurídica debida aunque el agente no obre con ánimo virtuoso, con todo, la exteriorización del acto respetuoso del título del otro y (mediatamente) del bien común político, implica una confirmación pública de la vigencia del orden recto de la convivencia, y un testimonio de que el agente contribuye a ese orden recto con sus acciones. Todo lo cual representa ya un no pequeño grado de valiosidad: basta con pensar en el caso de los individuos que no se arredran ante las sanciones y llevan su injusticia hasta el punto de violentar la honra, propiedad o integridad física del prójimo inocente. Es más: la no realización de conductas antijurídicas, incluso a regañadientes, no sólo respeta el título del otro y el de la sociedad, sino que también contribuye a educar –o, por lo menos, a no pervertir aun más- el ánimo del propio agente. Así pues, el derecho, objeto de la justicia, aun tomado en su pura exterioridad objetiva, no es “amoral”. La justicia, suprema entre las virtudes que rectifican los apetitos por intender bienes sociales, no por ello deja de cumplir con el requisito básico de la virtud moral: hace bueno al que obra.
b) Pero no habrá un orden de justicia, integral y cabalmente realizado, fuera del continente concreto de la comunidad política. En efecto, los principios universales de rectitud práctica (“ley natural”) exigen su concreción de acuerdo con un cúmulo de circunstancias empíricas. Ello se debe a que el hombre es un ente corpóreo que, como tal, existe históricamente, en un lugar, una época, una tradición particulares. Y tal necesidad de concreción vale en especial para los preceptos jurídicos. El principio que manda buscar el bien común no alcanza para elaborar una política fiscal; el principio de “dar a cada uno lo suyo” y la naturalidad de la propiedad privada proveen el fundamento de racionalidad del derecho civil, pero no eximen de la exigencia de concluir y determinar con precisión la totalidad de las normas que lo conforman. El principio que declara inviolable la vida del inocente no determina el quantum de la pena que se aplique a quien lo infrinja. El derecho (se trate de una conducta obligatoria, una norma o un poder jurídico) debe ser determinado, esto es, ajustarse como una malla conmensurada al tejido humano y social concreto que ha de regular. Cuando Aristóteles dijo que lo justo político era en parte natural y en parte positivo, sólo estaba reconociendo la imprescriptible necesidad de ambas “partes” para hacer realidad un orden jurídico. En efecto, todo auténtico orden de justicia surge de la conjunción del fundamento de valiosidad provisto por el derecho natural con el principio de concreción positiva provisto por la comunidad a través de sus órganos de dirección: lo justo es concreto.
Ahora bien, la concreción positiva del derecho no puede desconocer la condición existencial del hombre, quien, además de históricamente situado, como se dijo, se halla también inserto en una pluralidad de grupos sociales, coronada, en el plano mundanal, por la comunidad política. He allí el principio de politicidad del derecho, que se explica a partir de la obligada mensuración de los derechos de las partes de acuerdo con las exigencias del bien común[11]. Ese principio, nunca es ocioso recordarlo, no debe confundirse con la subordinación de los derechos inalienables de la persona a los fines contingentes y/o arbitrarios del Estado. Antes bien, no cabe la alternativa legítima, para el poder del Estado, de transgredir los principios primarios de la ley natural, pues ello iría manifiestamente contra el bien común. Pues lo justo, como se ha dicho, jamás puede carecer de su fundamento de valiosidad [12].
Autarquía y autarjía
Hay una nota específica de la vida política que contribuye decisivamente a perfilar su valor de fin en sí mismo. Se trata del carácter de empresa social participativa de lo político, en cuyo sentido y razón de ser ocupará un lugar protagónico la salvaguarda de un estilo y un talante aquilatados por la Historia. Allí se conjugan una manera de ver el mundo, una projimidad determinada y un horizonte geográfico amado como propio. La autarquía, precisamente, comporta la recepción, el cultivo y la transmisión de un modo humano de la perfección, es decir, de un modo concreto de acceder a los fines humanos. Ahora bien, la autarquía clásica no significa disfrute pasivo de un orden de bienes materiales y culturales. En efecto, ella implica la necesidad de disponer de lo propio, precisamente porque la responsabilidad sobre ese destino colectivo recae sobre la sociedad misma que se propone el fin, es decir, sobre la sociedad política (“sociedad perfecta”). Pero “perfecta” no por hallarse enclaustrada en un aislamiento hostil, ni por poder prescindir de la colaboración de otras sociedades, sino por ser el punto de intersección en que la inclinación política del hombre y las circunstancias históricas producen un marco concreto capaz de albergar todas las dimensiones naturales humanas llamadas a perfeccionarse. Aclaremos este punto.
Si el bien común completo se halla también conmensurado a los hombres que buscan y deben buscar su realización de la mejor manera que les sea posible; es decir, si la consecución del fin depende de la concreción de un orden que exprese el modo propio en que a esa comunidad mejor le sienta organizarse con miras al fin; será necesaria, entonces, la determinación de ese orden de valores (ético-político-)jurídicos. Ahora bien, ¿a quién le incumbirá esa determinación? Y esto en el doble sentido de: quién estará en mejores condiciones para saber dónde reside lo justo concreto (constitucional, legislativo, jurisdiccional, administrativo, etc.); y quién arriesgará más en esa determinación. La respuesta es obvia: a la propia sociedad convocada por el bien humano completo y concreto. Así pues, la autarquía comporta, como una propiedad, la capacidad y el derecho de la propia sociedad para determinar imperativamente su orden al fin político. O, lo que es lo mismo, para organizar concretamente su orden al fin. La autarquía implica, en efecto, un cierre práctico, porque la sociedad definida por esa nota específica, o sea, la sociedad política, se propone y logra por sí misma el bien común político. “Por sí misma” significa que -en tanto autárjica- tiene el derecho a señalar, por medio de sus órganos como última instancia de decisión, cuál sea su concreto modo de existencia política [13]. Ésa, precisamente, es la nota de cierre de la autarquía, que se identifica con la autarjía.
En ese marco social de plenitud humana, no será la justicia, sino la amistad misma, la que haga posible la vida buena. Ello porque la justicia -la más alta de las virtudes cardinales- encuentra su consumación en la amistad, la cual comporta la radical superación del do ut des y permite la formación y subsistencia de la vida política. En efecto, hallamos amistad en el comienzo de la pólis, como concordia integrativa conteste en la persecución de ciertos fines comunes básicos. Y la hallamos, también, en el fin de la pólis, como parte cimera del bien común. El reconocimiento de la amistad como ápice del bien común, doctrina constante en Aristóteles y Tomás de Aquino, viene a significar lo siguiente:
a) la paz conlleva el máximo bien ontológico de la sociedad política, porque garantiza su unidad (si se trata, claro está, de la paz fundada en la verdad y en la justicia). Y la unidad es una propiedad trascendental de todo ente, cuya pérdida -o compromiso grave- significa o puede acarrear la disolución de la realidad social (o sea, de ese Estado concreto). Ahora bien, la paz es efecto de la plenitud de la amistad (y, ya en dimensión teológica, de la caridad);
b) la solidaridad social, en el grado en que se dé, es fruto de la perfección moral, la supone y eleva. No sólo hace dichosa la vida política sino que dispone al hombre a las acciones más bellas: la generosidad y el heroísmo;
c) La consecución del fin presupone el orden propio e intransferible que cuaja en la totalidad de las relaciones de familiares, jurídicas y políticas, es decir, presupone el orden concreto de la convivencia según el cual esa comunidad desenvuelve su existencia política. Esto significa reconocer categoría de peraltado valor humano a la forma de la sociedad, en tanto expresa su identidad y es determinante de su individualidad como sujeto político con un papel histórico y civilizatorio. El orden de esa comunidad es su orden y, en tal medida, también, su camino al fin.
b) Las virtudes políticas
1) La justicia general
La reafirmación cristiana de la propiedad de politicidad del hombre se manifiesta incontrastablemente en un texto de la madurez de Tomás de Aquino, en el que el Aquinate llama “virtudes políticas” a las cuatro virtudes cardinales en el plano natural, dado que todas ellas se ordenan, sea mediata, sea inmediatamente, al bien de la comunidad política [14]. Sin embargo, una parte de una de ellas, comparada por Aristóteles al “Lucero de la mañana” por su belleza moral, es estrictamente política. Veamos de cuál se trata y cuál es su jerarquía.
Entre todas las virtudes que rectifican los apetitos, la justicia es la más perfecta, y ello, en primer lugar, porque realiza inmediatamente un bien para otro, en lugar del bien individual del agente. En realidad, como recuerda Josef Pieper, es ella, junto con la prudencia, la virtud cardinal que ordena al hombre inmediatamente al bien, pues la templanza y la fortaleza sólo constituyen el presupuesto de su auténtica realización [15]. A propósito de esto, es interesante recordar que la tradición teológica católica ha coincidido con la posición aristotélica acerca de la superioridad de la justicia sobre la fortaleza y la templanza. Así, por ejemplo, tres de los cuatro “pecados que claman al cielo”, caracterizados como aquéllos que “parecen provocar la ira de Dios y la exigencia de un castigo ejemplar”[16], son pecados contra la justicia: el homicidio, la defraudación del salario al trabajador y la opresión de los pobres y débiles [17]. Ahora bien, la forma más perfecta de la justicia será aquélla que ordena los actos al bien, no de algunos, sino de todos: es la justicia general. Esta forma de justicia constituye un hábito perfectivo eminentemente político, toda vez que su objeto propio e inmediato es el bien común político. Y la razón por la cual debe ser considerada la forma más perfecta de la virtud más perfecta consiste, precisamente, en que el otro al que se refiere no es un otro particular, sino el todo mismo. Pero, adviértase, ese todo es el bien común, el cual, en tanto común a las partes, tiene razón de todo (práctico).
Así pues, y en síntesis, la mayor virtud natural es tal porque su objeto específico es el mayor bien natural; y, por esa misma razón, la mayor virtud natural es política en sentido estricto.
2) La pietas
En palabras del sociólogo Roberto J. Brie, “[p]ara los romanos la piedad (pietas) era la virtud social por excelencia, virtud necesaria a todo ciudadano tanto para su propio bien como para el de la ciudad que lo cobijaba. La piedad consistía en la disposición permanente de responder al deseo de los dioses y a las necesidades de los ‘padres’ y de la patria. El individuo se sentía un deudor permanente de estos tres elementos, de modo que el hombre verdaderamente pío era aquél que respetaba a los dioses, a los padres y a la patria hasta el punto de estar dispuesto a dar la vida por ellos” [18].
Resulta muy significativo precisar el lugar que la tradición tomista le ha asignado a la piedad. Se trata de una parte potencial de la justicia, es decir, de una virtud anexa a la justicia, que no cumple perfectamente con la definición de esa virtud de dar a cada uno lo suyo. Las virtudes potenciales pueden ostentar un defecto en el débito, como la gratitud, o un defecto en la posibilidad de igualación, como la religión o la piedad. ¿Qué significa, en el caso de la piedad, ser parte potencial de la justicia por un defecto en la igualación? No otra cosa sino el reconocimiento de que jamás se podrá saldar satisfactoriamente la deuda que se tiene con sus antepasados y su patria. A la patria se le debe culto, dice Tomás de Aquino, porque, como los padres, constituye un principio de nuestro mismo ser [19].
Concluímos con dos breves observaciones. Ante todo, cabe resaltar que la piedad, como las demás partes potenciales de la justicia, comporta una suerte de perfeccionamiento y consumación -en la línea de la amistad- del darle a cada uno lo debido en sentido estricto [20]. Por tal razón, asimismo, la piedad coadyuva al cumplimiento de las obligaciones de justicia general, favoreciendo el reconocimiento del derecho de la comunidad, receptora, portadora y transmisora de un legado espiritual y material. En ese sentido, repárese en que en un ciudadano agradecido a sus mayores y a su patria se hallará, sin duda, un ánimo más prontamente dispuesto al cumplimiento de los sacrificios que puede implicar el servicio al bien común.
c) La vida política como precepto de ley natural
1) La inclinación natural
Decir, con Sto. Tomás, que el hombre es un animal político, equivale a afirmar que posee una inclinación natural a la vida política. Ante todo, pues, caractericemos brevemente el concepto de inclinación natural según el mismo Tomás de Aquino.
La naturaleza es principio operativo provisto de un pondus ínsito hacia lo perfectivo; pues, además de causa eficiente, es fin, telos, como ya había afirmado la filosofía clásica griega. Pero esa estructura esencial y finalista se hace manifiesta en y a partir de la actividad que genera; actividad ordenada a fines específicos a través de ciertas operaciones determinadas. Y la determinación intrínseca del obrar en pos de esos fines se origina en las inclinaciones. Toda inclinación sigue a una forma o, recíprocamente, toda forma está provista de determinada inclinación. A cada naturaleza sigue un tipo específico de inclinación. Esto es así desde el momento en que la inclinación es subsecuente a la forma, que, a su vez, es su principio. La forma es el acto en que se funda el dinamismo de la cosa (hablamos de "cosa" porque tanto la substancia como el accidente poseen forma). Ella constituye cada realidad en su especie, pero, además la inclina a sus operaciones y fines propios. La inclinación de toda naturaleza se orienta a lo que le es similar, y, por ende, conveniente. La actualidad de la substancia se identifica con su perfección y, en esa medida, con su bondad. Tendiendo esencialmente a lo que le es similar, el objeto de tal tendencia natural no podrá sino ser bueno. Por último, debe tenerse en cuenta que la forma racional del hombre contiene virtualmente las formas sensitiva y vegetativa; por ello, la forma substancial humana asume las inclinaciones correspondientes a esos estratos ontológicos [21].
2) Ley natural y vida política
Ahora bien, el dinamismo de la práxis humana no puede darse en la línea de los procesos infraespirituales, tal como se verifica entre animales y plantas, sino de modo inteligente y libre. Ello porque en el alma racional, forma substancial del hombre, se origina una inclinación que regula e informa todas las demás según el modo humano. Se trata de la inclinación raigal, constitutiva y definitoria a obrar según la razón. Así, a partir de cada auténtica inclinación natural el intelecto práctico impera inmediatamente un principio normativo ordenado a un verdadero bien humano. Tales preceptos universales e inmutables, que constituyen el contenido del hábito de la sindéresis, asumen el orden teleológico de la naturaleza. Este orden natural de la especie, reconocido en su valiosidad y consiguientemente preceptuado por el intelecto, se sinteza en un puñado de normas primarias de rectitud de la práxis: conservar la existencia y (en la medida en que se admite la condición de alter ego del prójimo) respetar la ajena; la amistad matrimonial; el cuidado (integral) de los hijos; la ordenada vida social -más allá del ámbito familiar-, que incluye el primer precepto de ley natural jurídica (dar a cada uno lo suyo) y el primer precepto de ley natural política (buscar el máximo bien común natural); y la búsqueda de la verdad [22]. Todo hombre, en tanto ser racional y psicológicamente libre, halla en la ley natural el puente que lo conduce de la perfectio prima a la perfectio secunda.
3) Lo natural como principio normativo de perfección
En línea con todo lo arriba afirmado, cuando un tomista renombrado, en un texto ya canónico, explana el sentido de la naturalidad del derecho natural en Tomás de Aquino [23], destaca en el concepto de naturaleza dos notas fundamentales. La primera consiste en lo dado, es decir, aquello ínsito en la esencia de la cosa. Tiene que ver con lo definitorio y con lo propio. Así, las inclinaciones son naturales en tanto a natura, esto es, emanadas de lo genuino del ente. Se trata de la significación más cercana al hombre de la calle; así es como habitualmente decimos -aunque aludiendo a lo individual y no a lo específicamente natural- “Fulano juega naturalmente bien al fútbol”, o “Mengano tiene capacidad natural para los idiomas”. Este sentido de “natural” como innato (por lo menos, incoativa o potencialmente) se compone con otro, más fundamental y, sobre todo, más distintivo del realismo clásico y cristiano. Consiste en lo natural como orientado al fin plenificante. Es decir, aquello que se encuentra en la línea de la perfección del ente. Tal noción, no sólo como principio de operaciones, sino también como expresión dinámica de la esencia en tensión teleológica al bien, constituye la marca distintiva (y más polémicamente combatida) del concepto clásico de naturaleza. Y ella, como afirma John Wild, fue la sostenida por Platón [24], quien puede considerarse, sin desmedro de la tradición griega anterior, el fundador de la escuela clásica del derecho natural.
4) Qué es y qué no es la “politicidad natural”
La tesis enunciada por Aristóteles, pues, significa que la vida política es un bien en sí mismo valioso; para decirlo en términos clásicos (y técnicos), un bonum honestum. No es ocioso distinguir aquí entre la política como organización jurídica y estatal, y el fin que la convoca. En efecto, el fin de la vida política es un bien en sí; en tanto tal, tiene naturaleza de fin –y no de medio-. Lo cual no comporta, por supuesto, que sea el último fin -el más valioso- que quepa alcanzar al hombre. Pero sí significa, y esto debe remarcarse, que su valiosidad no estriba en una conveniencia meramente utilitaria –de la clase que sea-. En efecto, más allá de la ingente utilidad que trae al hombre, el bien común político, en tanto bien de amistad, de justicia, y de plenitud humana integral (también corpórea), es un bien cuyo ápice y eje lo constituyen exigencias positivas e imprescriptibles de la naturaleza humana. Y ellas no dependen de defecto, carencia o mal alguno. En expresión coloquial pero certera: el fin de la vida política no es un remedio de males. Por su parte, la asociación política misma en su concreción social e institucional -vgr. el Estado, precisivamente distinguido del fin que lo convoca- sin ser un medio, sí podría identificarse con un fin “quo”, o fin “mediante el cual” o “con el cual” se accede al fin objetivo (“qui”).
Por lo dicho, politicidad natural no significa, sin más, necesidad de la vida política. La comprobación –sesgadamente unilateral, por otra parte- de que la proximidad del otro puede implicar riesgos a la vida hace necesaria, para Hobbes, la existencia de la organización coactiva del Estado. Pero Hobbes es quien –paradigmáticamente en la modernidad- niega la politicidad natural, justamente por rechazar el carácter perfectivo de la vida política. En él, la política asienta su valor en la mera utilidad: es el único medio para protegerse del otro, siempre un potencial o actual enemigo. “L’enfer, dirá Jean-Paul Sartre, c’est les autres” [25].
Asimismo, cabría plantear otra justificación meramente instrumental de la conveniencia del fin político. Sería una suerte de subespecie de la anterior, en la cual, además de la seguridad, se tuviesen en cuenta otros servicios y bienes materiales que la vida política provee al hombre. También en este caso la motivación universal y primaria por la que existe la comunidad política sería la utilidad. Con lo cual, implícita o explícitamente, se afirman dos tesis. Por un lado, se dice que la justicia, el patriotismo y la solidaridad se hallan en el plano de lo instrumental, afirmación que desconoce el sentido de las mayores virtudes humanas, y las reduce a la tutela del propio interés y, en el mejor de los casos, a no interferir exteriormente en la vida de los demás. Por otro, se dice que las comunidades políticas efectivamente existentes pueden subsistir sin una desigual pero no menos real dosis de amistad y justicia del bien común. A partir de tales principios, reductivos y sesgados, lo político resulta desdeñosamente arrojado fuera de la esfera de los valores humanos. Y, además, no se alcanza a explicar satisfactoriamente la existencia misma de la sociedad política, que no se sostendría sobre la base de la apatía egoísta de sus miembros. El individualismo, sea que –en sentido propio- pivotee sobre las personas individuales, sea que lo haga sobre las familias, no puede dar cuenta de la realidad social y política.
Mas politicidad natural tampoco equivale a una constatación histórica, a saber, la de que los hombres siempre han vivido en sociedades actual o potencialmente políticas (pólis, imperios, reinos, ciudades libres, Estados, clanes, tribus, etc.). En efecto, la tesis alude a una exigencia finalista de la naturaleza humana, que incluye –pero no se limita a- su manifestación empírica.
La tesis de politicidad natural responde y es fiel a los principios radicales de lo real. El hombre es un ser naturalmente político: por un lado, se ve impelido a la vida política; por otro, y más fundamentalmente aun, en la participación del fin de la vida política alcanza su cota máxima de perfección intramundana. Ahora bien, la afirmación y la negación de esa tesis no pende de posiciones confesionales, como así tampoco de paradigmas epocales (por lo menos, con pretensión de excluyentes). Más concretamente: la tesis no es ni cristiana, ni pagana, ni agnóstica; como tampoco antigua, medieval o moderna. Y lo propio vale para su negación. Pues la han reconocido, entre otros -cada uno desde su particularísima circunstancia doctrinal e histórica-, los filósofos paganos Platón y Cicerón, los teólogos católicos Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Francisco de Vitoria y Louis Billot, el jurista calvinista Johannes Althusius y –ya fuera de la tradición aristotélica- el sociólogo ruso de origen hebreo Georges Gurvitch y el teórico del Estado Hermann Heller. Por su parte, la han negado los sofistas, la teólogos católicos enrolados en el agustinismo político medieval, el heresiarca Martín Lutero, los filósofos Hobbes, Locke, Kant, Rousseau, el anarquismo y el marxismo. Esta segunda línea doctrinal encarna, en mayor o menor medida, lo que hemos dado en llamar “demonización de la política” [26], postura que, no obstante recorrer transversalmente toda la historia del pensamiento político, ha conocido singular boga en la modernidad, y hoy se conjuga y retroalimenta con poderosos intereses e ideologías mundialistas.



[1] S. Th. Ia., 5, 1 ad 1um.
[2] S. Th. I-IIae., 1-5.
[3] Sin desconocer las diferencias etimológicas y semánticas que separan “moral” de “ética”, optaremos, aquí, por utilizar exclusivamente el último término. Sobre esta cuestión, cfr. Félix A. Lamas, “La Ética o Ciencia Moral: una introducción a la lectura de la Ética Nicomaquea”, en Circa Humana Philosophia, año I, nº 1 (1997).
[4] Así lo plantea, de hecho, el propio Tomás de Aquino en el prólogo a su comentario de la Ética Nicomaquea (cfr. In Ethicorum, L. I, l. 1, n° 6).
[5] Gran Enciclopedia Rialp, t. IV, voz “bien común”, pp. 225-30. El acápite de donde tomamos este texto comienza así: “Uno de los aspectos de la problemática del bien común que de hecho han sido tratados con la más perniciosa ambigüedad es el de la primacía de este bien, y ello en virtud de su aparente antagonismo con el principio de la dignidad de la persona humana”.
[6] Vindiciae pro libro tertio De laicis, sive secularibus, pp. 10-11 (Opera Omnia, París, 1870, t. III)
[7] Y que el propio Aristóteles distinguía la economía familiar de la economía política (cfr. Política, 1256 b 30 y ss.; 1258 a 20 y ss.).
[8] Cfr. Julio Meinvielle, Conceptos fundamentales de la Economía, Bs. As., 1982, pp. 71 y ss.
[9] Política, 1253 a 1.
[10] Cfr. Luigi Lombardi Vallauri, Amicizia, carità, diritto, Milán, 1974, pp. 59-60.
[11] Cfr. nuestro “Política y Derecho”, en prensa en Ius Publicum, n° 10.
[12] Nos ocupamos de este tema en El Estado como realidad permanente (esp. cap. VI), en prensa.
[13] La afortunada expresión –referida a la constitución política- fue acuñada por Joseph de Maistre (cfr. Estudio sobre la soberanía, cap. IX). Carl Schmitt la retoma en Teoría de la Constitución, cap. VIII.
[14] S. Th., I-IIae., 61, 5.
[15] Las virtudes fundamentales, trad. Manuel Garrido, Madrid, 1980, pp. 117-8. Ver el inquietente paso de pp. 119-120, en que Pieper aplica estos principios al caso de “la más poderosa encarnación del mal en la Historia”, el Anticristo. Él será, dice Pieper, injusto en grado sumo, mas, presumiblemente, heroico y ascético.
[16] Antonio Royo Marín, Teología Moral para seglares, Madrid, 1961, t. I., p. 215.
[17] Dijo Pío XII de quienes se aprovechan de los débiles: “¡Contemplad sus manos! Están manchadas de sangre, de la sangre de las viudas y de los huérfanos, de los niños y de los adolescentes, de los impedidos o retrasados en su desarrollo por falta de nutrición y por el hambre, de la sangre de miles y miles de infortunados de todas las clases del pueblo [...] ¡Esta sangre, como la de Abel, clama al cielo contra los nuevos Caínes! (AAS 37 [1945], cit. por Royo Marín, op. cit., ibi).
[18] Roberto J. Brie – Enrique del Acebo, Diccionario de sociología, Bs. As., 2001, voz “piedad”.
[19] S. Th., II-IIae., 101, 1 ad 3um.
[20] Cfr. Tomás Casares, El derecho y la justicia, Bs. As., 1974, cap. III.
[21] Un análisis más pormenorizado, con los loci tomistas respectivos, puede encontrarse en nuestro “Consideraciones ontológicas sobre la ley natural”, en Sapientia, vol. LIV, fasc. 206 (1999).
[22] Cfr., en general, S. Th., I-IIae., 94, 2.
[23] Giuseppe Graneris, “Naturalidad del derecho natural”, en Contribución tomista a la filosofía del derecho, trad. C. Lértora Mendoza, Bs. As., 1977.
[24] Plato’s modern Enemies and the Theory of Natural Law, Chicago, 1951.
[25] Huis clos, escena 5.
[26] Cfr. nuestro “Individualismo y Estado mundial. Esbozo de las premisas del modelo kantiano”, en Rivista Internazionale di Filosofia del Diritto, serie V, anno LXXVIII, n° 3 –jul./sep 2001.

NOTAS HISTÓRICO-SISTEMÁTICAS SOBRE LA CONCEPCIÓN MODERNA DE LOS DERECHOS INDIVIDUALES

NOTAS HISTÓRICO-SISTEMÁTICAS SOBRE LA CONCEPCIÓN MODERNA DE LOS DERECHOS INDIVIDUALES

Sergio Raúl Castaño
Doctor de la Universidad de Buenos Aires
Investigador del CONICET
Profesor regular de Teoría del Estado (UBA)

RESUMEN
El artículo propone una lectura crítica de la concepción moderna de los derechos individuales, fundamentalmente encarnada en las declaraciones del s. XVIII.
Para ello, se rastrean los principales jalones histórico-doctrinales de tal concepción, en busca de sus improntas teoréticas constitutivas.
Por último, se pone a consideración la conclusión paradojal de que los fundamentos de esta doctrina comprometen la posibilidad de afirmar derechos humanos inalienables.

I. Proemio
a) Planteo de la cuestión
El objetivo de estas páginas consiste en intentar determinar, siquiera someramente, si en la visión de los derechos individuales que nutre al constitucionalismo moderno es dable detectar fundamentos o incrustaciones ajenos a una inteligencia realista del hombre y de la sociedad, tal como es reconocida por la tradición del iusnaturalismo aristotélico y tomista [1].
b) Una contraposición ilustrativa de las múltiples acepciones de los términos “derechos”, “libertad” y “constitución”
Alrededor de las “declaraciones” dieciochescas se juega gran parte de la cuestión relativa al sentido de la concepción que de los derechos individuales hace el iusnaturalismo moderno. Tal concepción no ha perdido un ápice de su vigencia política y jurídica, como lo muestra el hecho de que hoy ella represente el núcleo principial de la parte llamada “dogmática” de las constituciones inspiradas o calcadas sobre el modelo de las revoluciones norteamericana y francesa. En otros términos, el constitucionalismo moderno funda su legitimidad en la idea iusnaturalista (moderna) de los derechos individuales.
Ahora bien, la declaración por antonomasia es, sin duda, la de los Derechos del hombre, originada en la Revolución francesa, y piedra basal del constitucionalismo moderno. Al respecto dice entusiasmado el célebre iuspublicista español García de Enterría: “Se abrió así una época en la historia humana que aún [...] continúa en su fase expansiva, tanto geográfica como respecto a la profundización de sus postulados básicos. Fueron éstos, desde su origen, la libertad y la igualdad [...] la Declaración de los Derechos del Hombre pasará a ser el documento fundacional de la revolución y su signo emblemático, hasta hoy mismo” [2]. Pero hete aquí que el gran adversario de la Revolución, crítico sutil e implacable del talante espiritual del que era portadora, el gran Edmund Burke, expresó por su parte, refiriéndose a su patria: “[...] desde la Carta Magna hasta la Bill of Rights ha sido la política uniforme de nuestra constitución reclamar y afirmar nuestras libertades como una herencia vinculada recibida por nosotros de nuestros antepasados para ser transmitida por nosotros a la posteridad” [3].
Esta confrontación entre un admirador de la Revolución, que señala lo que canónicamente se reconoce como su Leitmotiv: la libertad y los derechos del hombre, cuya proclamación conformará el eje de las nuevas constituciones escritas; y un tradicionalista que contrapone a la Revolución el ejemplo de la constitución británica y de su defensa de derechos y libertades, nos arroja en el centro de la dificultad a dirimir. En efecto, ambos exaltan realidades diversas –hasta opuestas-, pero que ostentan idénticos nombres.
II. El origen histórico de las “declaraciones de derechos”
a) E.U.A., patria de las declaraciones
Es conocida la polémica que, a caballo entre los siglos XIX y XX, enfrentó a Georg Jellinek con Émile Boutmy acerca de la paternidad histórica de las declaraciones de derechos dieciochescas. El profesor alemán sostuvo la prelación de los antecedentes norteamericanos por sobre la famosa Declaración de los revolucionarios franceses. Por otro lado, más recientemente, Martin Kriele ha confrontado con otra posición de su coterráneo Jellinek. Éste, en efecto, sostenía, además del papel fontal de los precedentes constitucionales norteamericanos, el carácter de derecho-madre del derecho a la libertad religiosa. Kriele, por su parte, cree que tal carácter le corresponde al derecho a no sufrir detención arbitraria, del cual la libertad religiosa constituiría una suerte de caso particular. De la mano del propio Kriele repasaremos los términos más salientes de ambas polémicas, no con el objeto de entrar en las específicas cuestiones debatidas, sino con el de introducirnos en la cuestión de la diversa raigambre –y, por ende, razonabilidad, legitimidad y valiosidad práctica- que ostentan los derechos incluidos en las declaraciones del moderno constitucionalismo.
Kriele, alineado en la estela del constitucionalismo, recrea con enjundia histórica y sutileza doctrinal ambas cuestiones en su ya clásica Einführung in die Staatslehre [4]. La primera de ellas puede formularse así: el origen de la doctrina de los derechos del hombre ¿debe buscarse en el derecho anglosajón o en el derecho natural del iluminismo francés, o en una influencia recíproca de las dos fuentes? Jellinek se pronunció contra el origen iluminista y rousseauniano de la doctrina, argumentando que la Declaración francesa de 1789 había trabajado sobre el modelo del Bill of Rights de la constitución de Virginia de 1776 y de otras constituciones norteamericanas. Jellinek se interesaba ante todo en los “derechos fundamentales (Grundrechte)”, es decir, en los derechos individuales institucionalizados, más que en el origen y las propiedades de los “derechos del hombre (Menschenrechte)” tales como eran proclamados por el jusnaturalismo racionalista continental. De acuerdo con tal perspectiva, Kriele le asigna la razón en la disputa con Boutmy. Efectivamente, en tanto positivizados y operativos, a la vez límites ante la autoridad del soberano y resguardo de la libertad, los derechos humanos (digamos mejor “la concepción moderna de los derechos humanos”) tendrían su cuna en Norteamérica. Francia, en cambio, habría sido la caja de resonancia propagandística de la respectiva idea filosófica. Cabe aclarar que la posición de Kriele respecto de la controversia entre Jellinek y Boutmy se halla conteste con buena parte de la doctrina [5].
b) Las genealogías doctrinales
1) El Habeas corpus: solera histórica y juridicidad intrínseca. La componente realista y tradicional de las declaraciones
Ahora bien, hay un elemento de la disputa puesto de relieve por Kriele y que, por lo pronto amerita nuestra atención: Jellinek distinguía los “buenos viejos derechos” ingleses de los nuevos derechos humanos, incluso en su versión norteamericana, versión ésta–cabe remarcar- menos afectada por el abstractismo que las proclamaciones del iluminismo francés. A este relevante matiz doctrinal se une la ya mencionada tesis de Kriele respecto del derecho que habría fungido de paradigma de todo el elenco de derechos individuales exaltado por el constitucionalismo liberal: ese derecho no sería otro que el de Habeas corpus, enunciado por el gran jurista británico Edward Coke (1552-1663) en estos términos: “Ningún hombre puede ser detenido, arrestado, secuestrado o aprisionado sino mediante el debido proceso legal y de acuerdo con el derecho del país”.
La historia del Habeas corpus remonta al propio medioevo, y comenzó siendo una prerrogativa real. En efecto, los monarcas británicos siempre reivindicaron su derecho a conocer la causa por la que sus súbditos caían en prisión. En tiempos en que en el reino abundaban las cárceles bajo jurisdicción inmediata de los señores territoriales, el rey podía enviarles un mandamiento ordenándoles que hicieran comparecer al prisionero bajo su custodia ante la corte real. Con el tiempo, tal prerrogativa del rey como supremo juez pasó a ser considerada un derecho del súbdito mismo [6]. Se trata, como es obvio, de un derecho cuya razonabilidad se halla avalada por lo que sostenemos constituye el verdadero derecho natural, tanto en sus orígenes cuanto en su forma definitiva. Como derecho del monarca, expresa la necesidad de que la justicia sea impartida por la autoridad de la comunidad política, y de que ésta no se desentienda de la suerte de sus súbditos cuando son nada menos que los derechos a la vida y a la libertad física los que están en juego. En su forma históricamente definitiva, como reivindicación del súbdito, es solidaria con la exigencia de no ser privado de la libertad sin una justa causa o por un procedimiento arbitrario. De tal manera, el principio preservado es, en última resolución, el precepto primario de la ley natural milenariamente conocido como neminem [innocentem] laedere.
Vale la pena agregar dos palabras sobre el clásico formulador del Habeas corpus. Coke expresa, como es canónicamente reconocido, el espíritu de la Common Law, “que no consiste sino en razón [...], la cual -dijo él mismo- ha de ser entendida como un perfeccionamiento artificial de la razón, conseguido mediante el prolongado estudio, la observación y la experiencia, y no como la razón natural de cualquiera; si toda la razón, que se halla dispersa en muchas cabezas individuales, se reuniera en una sola, no podría producir una ley tal como es la Law of England, porque ha sido depurada una y otra vez, en una serie de muchas generaciones por un sinnúmero de hombres serios e ilustrados y desarrollada hasta la perfección por una larga experiencia” [7]. Como afirma McIlwain, para Coke la costumbre revestía un rango superior a la legislación emanada de los órganos de poder, y la libertad no era una abstracción, sino el conjunto de las libertades concretas históricamente reconocidas [8].
Hemos dado, pues, con un principio, como la prohibición de detención arbitraria, que se origina en un universo jurídico signado por el realismo de lo concreto y fundado en el valor legitimante de la tradición histórica. Pero lo más importante es que, desde la perspectiva del iusnaturalismo clásico, podemos reconocer en él la presencia legitimante de un precepto de auténtica ley natural [9].
Como no podía ser de otra manera, la Common Law y, en general, la tradición jurídica británica –con la figura consular del juez Coke a la cabeza- tienen un lugar entre las fuentes doctrinales de la revolución norteamericana [10]. Aunque no podemos detenernos en particular en la específica cuestión constitucional, es interesante resaltar que ese legado espiritual de la madre patria se manifestaba en el concepto de constitución que perfilaron figuras de la talla de John Adams y James Otis, en el que se trasuntaba a la vez coincidencia y admiración con el modelo británico. Con todo, en los escritos de Otis ya se encuentran los elementos de tránsito hacia la concepción rígida -con principios permanentes colocados por encima de la actividad institucional y legislativa ordinaria-, lo cual será una de las marcas distintivas del nuevo constitucionalismo [11].
2) Otras influencias en las “declaraciones” (I): calvinismo y secularismo
Un elemento digno de nota, típico del universo cultural norteamericano, y que seguramente terminó perfilando algunos de las rasgos propios del constitucionalismo moderno [12], radica en el espíritu de las sectas -principalmente calvinistas- que ya en el s. XVIII pululaban en E.U.A.. No es ocioso citar en este lugar el juicio de Guido de Ruggiero, quien llegó a decir, en su extraordinaria obra sobre el tema, que el iusnaturalismo individualista es “una forma de protestantismo jurídico” [13].
A esas sectas se debe el empeño en el derecho a la libertad religiosa y la lucha contra la confesionalidad del Estado [14], la cual confesionalidad era entonces poco menos que unánimemente aceptada en todo el mundo conocido. Este espíritu de las sectas no sólo tuvo lógica pregnancia en la tierra donde había echado raíces, los E.U.A., sino que se irradió, asimismo, hacia Francia [15]. Las causas de tal irradiación deberían buscarse en parte en la frivolidad con la que se acoge lo nuevo (el exitoso proceso independentista-constitucional había “puesto de moda” a los EUA [16]); pero, sobre todo, en el hecho de que la enemiga que esas sectas profesaban por las iglesias jerárquicas e institucionalizadas se daba la mano con la tirria que el iluminismo francés dispensaba a la Iglesia católica. Cabe señalar, por otra parte, que la influencia doctrinal inversa, es decir, la ejercida por el iluminismo francés sobre los ambientes cultivados de los EUA, no era en absoluto desdeñable [17]. Ahora bien, esta peculiar confluencia de ideas, que oscilaba entre la secularización de la órbita pública –en E.U.A.- y el agnosticismo –en Francia- no dejaba de estar teñida de un peculiar espíritu religioso, de impronta inmanentista. En efecto, afirma Faÿ, “en Francia como en Norteamérica, la declaraciones de derechos fueron un acto de religión política [...] como el Decálogo apunta a definir los deberes de los hombres respecto de Dios, así los revolucionarios americanos y franceses querían definir los deberes de los hombres respecto del Hombre” [18].
En los E.U.A. mismos, el primer gran defensor de la libertad religiosa y de la separación entre iglesia y Estado fue el calvinista bautista Roger Williams, ya en el primer tercio del s. XVII. Posteriormente, los calvinistas presbiterianos y bautistas bregaron para la sanción del Acta de tolerancia de 1689, en Virginia, que impugnaba la confesionalidad del Estado. Ya en tiempos de la independencia norteamericana, James Madison, quien había intervenido en la redacción definitiva del Bill of Rights de Virginia de 1776, hace suyo el pensamiento de Jefferson y produce lo que una especialista ha llamado “[l]a primera formulación teórica completa redactada en América sobre las relaciones iglesia-Estado”. En ella, el autor del Federalista preceptúa la separación entre las dos esferas. Durante mucho tiempo, nos dice la autora citada, la Iglesia católica tomará ese documento como un modelo de tesis errónea acerca de las referidas relaciones [19].
3) Otras influencias en las “declaraciones” (II): el individualismo liberal
i) Protagonismo y sentido del modelo lockeano
Tanto respecto de la cuestión de la libertad religiosa, como respecto del planteo total que esgrimirán los norteamericanos para justificar su causa y el nuevo orden de derechos que pretendían establecer, hay una influencia doctrinal que se descubre como protagónica. Es la de John Locke [20]. No cabe hacer en este lugar una detallada exposición del pensamiento del fundador del liberalismo político. Bástenos con señalar algunas de sus posiciones más salientes en materia socio-jurídico-política.
1° Locke es el primer moralista de Occidente -o, al menos, el primero importante- que legitima la apropiación ilimitada de bienes materiales. La tradición clásica y católica justipreció siempre a las posesiones materiales como medios ordenados a la recta satisfacción de las necesidades de (todos) los hombres. Por ello, la propiedad privada ha sido certeramente categorizada como un instituto de derecho natural secundario, es decir, ordenado y subordinado a la vida buena de los hombres y a la felicidad común. En Locke, la propiedad se desvincula de las necesidades y se absolutiza como fin fundamental de un individuo en principio autosuficiente;
2° Precisamente, es el sujeto, y no la comunidad política, el que es visto como capaz de alcanzar los bienes necesarios para la perfección humana. Esta verdadera piedra de toque de las tesis individualistas comporta la afirmación (a todas luces falsa) de que el individuo es por sí solo autosuficiente para alcanzar sus fines. No necesita de los otros sino para establecer transacciones contractuales; de allí que la justicia conmutativa (como cumplimiento de los pactos) absorba el entero campo de las virtudes sociales. El individuo o los grupos (como la familia, o las asociaciones económicas) sólo –o principalmente- se hallarían impelidos por la naturaleza a entablar relaciones de coordinación, mas no relaciones de integración en un todo social cuyo fin excediese las capacidades de las partes: resulta negada, pues, la politicidad natural;
3° Este sujeto que se basta a sí mismo se halla regido por una ley natural. Ahora bien, la ley natural propuesta por Locke no impera la consecución de los mayores bienes humanos –como en Tomás de Aquino-, sino que manda a los demás no interferir en los asuntos de uno. Queda amojonada, así, la esfera de la llamada “libertad negativa”, como libertad ante las intromisiones de los otros, ya sean privados, ya públicos;
4° Pero es un hecho que hay maldad entre los hombres; la ley natural no alcanza a ser respetada y la propiedad peligra. Se hace entonces necesaria la vida política. La política es pues, un remedio de males: básicamente se explica (como el sistema penal) por la necesidad de reparar o conjurar los atentados contra la vida, propiedad y libertad. Desde un punto de vista sociológico, las sociedad política consiste en unas relaciones de subordinación, fundadas en la coacción, destinadas a garantizar el cumplimiento de los pactos y, en definitiva, al servicio de la preservación de los fines particulares, de los cuales cada uno es último juez, inclusive en el plano religioso. La sociedad política es una suma de individuos con derecho a la libertad física y a la propiedad, individuos cuyas principales -sino únicas- obligaciones de justicia radican en no interferir en la libertad de los demás y en cumplir los pactos. En consonancia con todo ello, el fin del Estado (como comunidad y como gobierno) ya no es el bien común, sino el conjunto de los derechos particulares [21].
ii) Interludio crítico
Creemos que este es el lugar para plantear una cuestión de la mayor trascendencia práctica (ético-jurídico-económico-política). Se trata del status ontológico de la realidad social (de la que la realidad política es una especie), en la medida en que tal cuestión enfrenta a la filosofía aristotélica y tomista con lo que venimos llamando “individualismo”. El realismo clásico ha categorizado a la sociedad como un ente real accidental (correspondiente al predicamento relación); con ello viene a significar que la sociedad existe, es decir, es algo distinto de la realidad de los miembros que integran la sociedad. Pero que sea distinta no significa que esté separada de ellos y los trascienda; efectivamente, la realidad social consiste en una entidad accidental, y todo accidente inhiere necesariamente en una substancia. Ahora bien, la substancia fundamental de la sociedad es la persona. Es decir que al categorizar como accidente a la sociedad se niega que se trate de un ser subsistente en sí: no hay pie, pues, para una afirmación idealista que anonade el ser particular en la totalidad del Estado, a la manera hegeliana [22]. Su accidentalidad significa que se halla constituida por realidades no substanciales, como lo son las relaciones –ya reales, ya mixtas-, que a su vez suponen la realidad de las conductas de los hombres ordenadas en pos de la consecución de un fin común. En síntesis: la sociedad existe (tiene realidad objetiva extramental) como un todo (tiene unidad) de orden (su unidad no es la de una substancia, sino el orden que el fin confiere a las relaciones). Por el contrario, una posición individualista (en el sentido en que usamos el término aquí) asigna exclusiva realidad a los individuos que componen la sociedad. El uso del término “sociedad” no debe ser entendido como significante de una realidad extramental, sino como significante de un ente de razón, cuyo nombre nos sirve para designar un agregado de individuos y fines yuxtapuestos entre sí. Tal posición depende, en última instancia, de tesis que en el plano metafísico cabe llamar nominalistas [23]. Esas tesis niegan la realidad (o, por lo menos, la cognoscibilidad) del orden, y postulan un universo de corte atomístico. A su vez, semejante presupuesto metafísico determina el plano de la filosofía social, la cual adquirirá todas (o algunas) de las notas que hemos señalado al referirnos a Locke. Tales notas, precisamente, son las que nos han permitido llamar “individualismo” a la posición filosófico-social que reduce la entidad real de la sociedad a la de la suma de sus miembros. La pertinencia de estas cuestiones para la política, el derecho y la economía es inmensa. A propósito, recordamos un episodio por demás ilustrativo de cómo estos fundamentos tocan la realidad empírica. En la pasada década, uno de los más importantes constitucionalistas argentinos, preguntado que fue en un programa de televisión acerca de un problema concreto de la práxis jurídica en su área específica, comenzó así su respuesta: “El bien común y la sociedad no existen; sólo existen los individuos...”.
iii) Repercusión jurídica efectiva del pensamiento lockeano
El iusnaturalismo individualista de Locke influyó simultáneamente en la revolución norteamericana y en el pensamiento francés del s. XVIII [24]. Encontramos ejemplos característicos en algunos artículos de la Declaración de los derechos del Hombre, como el 2°, que reza: “El fin de toda sociedad política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión”; y el 4°, cuyo núcleo expresa: “[...] el ejercicio de los derechos naturales del hombre no tiene más límites que aquellos que aseguran a los demás miembros de la sociedad el goce de los mismos derechos [...]”. Asumiendo estas ideas en su auténtico sentido individualista [25], y en la medida en que sea dable tensar la pretensión ideológica sin vulnerar las condiciones de existencia de la sociedad –pues las ideologías nunca son plasmables enteramente en la realidad-, cierta hermenéutica constitucional podrá propugnar la absolutización del valor de la propiedad privada; la reducción de la justicia al cumplimiento de los pactos consentidos con libertad física; y la puesta en tela de juicio de toda tarea de los poderes públicos que exceda de la mera preservación coactiva de tales derechos (o libertades) particulares. Ejemplo de lo dicho nos lo proporciona el recurso de inconstitucionalidad planteado por la Compañía Angloargentina de Transportes que motivó la decisión de la Corte Suprema de Justicia argentina en el leading case Quinteros (1937). La apelante sostenía, entre otras razones, que la ley, al obligar a la empresa a otorgar al empleado beneficios no previstos en el contrato, era contraria a la libertad de trabajo (concretamente, de libre contratación) y a la inviolabilidad de la propiedad privada (aa. 14 y 17 de la Constitución). La Corte respondió fallando que la constitución es individualista si por tal se entiende reconocer al individuo derechos de los que el Estado no puede privarlo [26]; pero no “en el sentido de que la voluntad individual y la libre contratación no puedan ser sometidas a las exigencias de las leyes reglamentarias”. La autonomía individual encuentra su límite en el orden y la moral pública, agrega la corte citando el art. 19 de la constitución, toda vez que el fin de ésta es el bien común como lo entiende “la filosofía jurídica clásica”. Si así no fuera, remata la corte, “las leyes de accidente de trabajo, descanso dominical y trabajo de mujeres y niños serían también repugnantes a la libertad de trabajo y al derecho de propiedad” [27]. Vemos hasta qué punto el liberalismo comporta una valoración jurídico-política suprapositiva, determinante de la creación y de la interpretación del derecho. En efecto, la contienda que acabamos de referir tiene como protagonistas doctrinales a dos posiciones contrarias –más allá de si éstas eran plenamente asumidas por las partes-; posiciones que cabría comprehender bajo el nombre de “iusnaturalistas” en tanto proponen una normatividad suprapositiva exigida por o conforme con la naturaleza. La una afirma la primacía del bien común participable; la otra, la primacía de la libertad entendida como ausencia de coacción externa. Fundando ambas pretensiones había, pues, sendos iusnaturalismos, verdadero el uno, falso el otro [28].
4) Otras influencias en las “declaraciones” (III): el iluminismo
A propósito de las influencias anteriores aludimos al iluminismo. La presencia del espíritu iluminista fue relevante en la Revolución francesa, pero, además, permeó el talante del s. XVIII, y a ambos lados de los mares [29]. De allí que sea siempre necesario tener en cuenta la posible impronta de elementos iluministas a la base de los principios del iusnaturalismo individualista. Ante todo, y dada la variedad de pareceres al respecto, conviene hacer aquí una brevísima incursión en el tema de cuál sea la esencia del iluminismo. Para ello nos serviremos del más genial de sus exponentes: Imanuel Kant.
En su artículo “¿Qué es la ilustración?”, escrito en 1783, Kant se pregunta por el punto principal de la ilustración. Y lo encuentra en la necesidad de que el hombre se libere de las ataduras que lo ligan a sus creencias religiosas. Para ello propone la total libertad de los doctos, y de los individuos encumbrados en el gobierno del Estado o de las iglesias, para ejercer públicamente una crítica emancipadora sobre los contenidos de la religión, que libere a los hombres de la deshonrosa tutela eclesial. Kant se preocupa en dejar bien en claro que no está postulando la revuelta contra el poder político, ni subversión social alguna. Por el contrario, el movimiento ilustrado se cifra en atreverse a pensar por sí mismo (“sapere aude”) en materia de religión: en síntesis escueta, pero no infiel, en afirmar la autonomía del individuo ante la Revelación y la tradición [30].
Una confirmación de la influencia de la impronta agnóstica –o derechamente irreligiosa- del iluminismo en la concepción de los derechos modernos nos la provee el gran paradigma de las declaraciones contemporáneas, esto es, la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la O.N.U.. En efecto, resulta harto significativo que la comisión redactora del documento, así como la Asamblea General, rechazaron reconocer que los derechos humanos imprescriptibles se originan, en última instancia, en un Dios creador. Además -cabe señalarlo-, se resolvió no precisar que todo hombre tiene derecho a la vida y a la integridad desde la concepción. La solvente iniciativa para intentar remediar ambas falencias emprendida por parte de algunos de los redactores (principalmente el filósofo libanés Charles Malik, así como el representante de Chile, Sr. Santa Cruz); y –respecto del origen divino del hombre- por parte de los delegados de Argentina, Brasil, China e India chocó, sobre todo, con la oposición de norteamericanos y europeos [31]. No sin razón, pues, el Papa Juan XXIII llegó a expresar en Pacem in terris, nº 144: “No ignoramos que ciertos puntos de esta Declaración han levantado objeciones y constituido el objeto de reservas justificadas”.
III) ¿Derechos inalienables?
Sólo dejaremos apuntada en este lugar una cuestión fundamental -en sentido propio-, y cuyas consecuencias para la concreta práxis jurídico-política son decisivas. Ella radica en la respuesta a la pregunta siguiente: ¿las modernas declaraciones de derechos constituyen el reaseguro -aunque sea de modo descentrado, parcial e individualista- de ciertos derechos permanentes, objetivos e inalienables? Dicho de otro modo: el Estado democrático-constitucionalista contemporáneo, que reconduce su núcleo de legitimidad a la soberanía del pueblo y a los derechos fundamentales, ¿tutela bajo el nombre de éstos últimos ciertos derechos individuales inalienables?
a) La evidencia empírica y la aporía
La primera respuesta que debe dar un realista es la empírica. Ahora bien, tenemos ante nuestros ojos, por sólo poner un ejemplo –pero gravísimo-, el hecho de que el derecho individual a la vida del inocente es sistemática y masivamente violado con anuencia pública, o directamente por acción del Estado mismo, y sobre todo allí donde el orden constitucionalista tiene más arraigo y funciona con mayor eficacia, es decir, en el ámbito europeo y norteamericano [32]. Este dato empírico exige una explicación que podría ser, a la vez, otra respuesta (ya desde los principios) a la pregunta de marras, dado que esa explicación nos mostraría si acaso la doctrina de los derechos individuales modernos alberga en su seno la negación ad libitum de los mismos derechos que dice defender. Como es obvio, no es éste el lugar para un extenso desarrollo. No obstante, sí queremos dejar apuntados algunos elementos de juicio.
b) La ilimitada “soberanía del pueblo”
En su trabajo sobre “Nationalstaat und pouvoir constituant bei Sieyes und Carl Schmitt” [33], el profesor Stefan Breuer, de la Universidad de Hamburgo, sostiene que en los presupuestos de la teoría del fundador del Estado democrático-constitucional existía una tensión no resuelta entre individualismo y totalitarismo. En efecto, para Sieyès, como para el primer liberalismo en general, no era aun visible el conflicto latente entre la organización del Estado sobre la base de un poder constituyente dotado de atributos divinos (la soberanía del pueblo entendida en sentido absolutista e inmanentista) y la defensa de la seguridad individual. La concentración del poder absolutizado podía algún día –como de hecho ha ocurrido- liberarse de sus límitaciones axionormativas individualistas y sufrir un “dérapage” en sentido totalitario. Entre la guillotina administrativamente organizada (que Sieyès no aprobó, mas sí preparó teoréticamente) y las deportaciones y liquidaciones de minorías étnicas y religiosas propias del Estado nacional contemporáneo había, dice Breuer, “sólo un paso” [34].
Cabe acotar que esa tensión señalada por Breuer entre la doctrina absolutista de la democracia y la proclamación de la tutela irrestricta de ciertos derechos individuales ya había sido detectada en la misma Declaración de Derechos por Guido de Ruggiero. Si el artículo 2°, ya citado supra, define ciertos derechos como imprescriptibles, el 3° establece que toda soberanía reside en la nación, en cuyo solo nombre se ejerce el poder. Se trata, afirma de Ruggiero, de “dos conceptos que, desde el punto de vista de la forma se excluyen, pues modificado por Rousseau el principio de la soberanía popular, toda idea de derecho individual opuesto al Estado y de resistencia a la opresión tenían que ser eliminados” [35]. En la misma línea, y en referencia a la eclosión totalitaria preparada por la tesis del poder constituyente absolutizado, el gran filósofo y constitucionalista argentino Arturo E. Sampay había dicho que “[c]uando se perdió el pathos del derecho natural racionalista del iluminismo ningún retén moral enfrenó el poder constituyente del Pueblo trasegado en masas” [36].
c) La “libertad negativa”
En un volumen dedicado a nuestro tema [37], el profesor Danilo Castellano, de la Universidad de Udine, sindica a la noción de libertad negativa (aquí entendida en el sentido de “libertad ejercida con el único criterio de la libertad, lo cual significa sin criterio alguno”) como el fundamento de la volatilidad de los derechos individuales proclamados por el pensamiento revolucionario. Esa noción de libertad abreva en el racionalismo, y consiste en el poder de autodeterminación absoluta, que rechaza todo límite. Afirma Castellano que las declaraciones de derechos que nos ocupan no deben llamar a engaño, toda vez que constituyeron el arma con que el la Weltanschauung liberal se opuso a la Iglesia y a la comunidad política. La reivindicación fundamental radicaba, en realidad, en la de la voluntad autónoma de un individuo soberano, la cual, a través del consenso, se convertirá en voluntad absoluta e inapelable del Estado. Así, concluye Castellano, “[e]n el liberalismo (la afirmación es, sin duda, paradójica, pero cierta) reside la raíz del totalitarismo” [38].
d) El racionalismo iluminista y la voluntad de poder totalitaria
Por último, aduzcamos la posición sostenida por Max Horkheimer y Theodor Wiesegrund Adorno en su penetrante Dialéctica de la Ilustración [39]. En el trabajo “Juliette o iluminismo y moral”, incluido en esa obra, los autores muestran a través del marqués de Sade y sus personajes cuáles son los nexos esenciales entre el racionalismo y el totalitarismo. Es pertinente poner de relieve la detección por Horkheimer y Adorno del quicio idealista del racionalismo, que rechaza la apertura al ser y propugna el control de lo real a través de la imposición de un sistema lógico. En el caso de la vida social, en particular, este espíritu de sistema intentará transformar la realidad humana en objeto de dominio y manipulación. Las principios del racionalismo, dicen Horkheimer y Adorno, conducen a la voluntad de poder de Nietzsche y al totalitarismo de Estado tal como se manifestó en el s. XX.
Tal vez semejantes juicios nos parezcan aventurados. Pero vale la pena parar mientes en la razón que ofrecen los autores –extraños, por lo demás, a la órbita aristotélica y al cristianismo- para fundar su posición. Esa razón no es sino, en definitiva, la negación por el iluminismo de la noción clásica y católica de orden natural. El denso escrito, de cuya exposición pormenorizada estamos eximidos en este lugar, nos señala, en síntesis, que “el intelecto sin la guía de otro” (“otro” como orden natural o como Dios) tal como fue preconizado por Kant, es lo que constituye el fundamento de las ideologías de los totalitarismos contemporáneos, en los cuales la manipulación del hombre por la voluntad de poder erigida en sistema alcanzó cotas nunca vistas [40]. Hasta ese ese momento, agregaríamos nosotros ....
e) La secuencia nominalismo-agnosticismo-positivismo y la disolución de los derechos humanos en la filosofía liberal
Esta específica tesis de los dos grandes representantes de la Escuela de Frankfurt, a saber, la reconducción del fundamento teórico de las gigantescas violaciones a los derechos humanos ocurridas en esta época a la puesta en tela de juicio de los fines objetivos del orden natural por el racionalismo iluminista, encuentra un inquietante refrendo en una fuente doctrinal no citada por ellos. Se trata de John Locke, el adalid moderno de los derechos a la vida, libertad y propiedad, gran fuente del iusnaturalismo individualista y del constitucionalismo liberal.
Precisamente fue Locke quien sostuvo el carácter convencional y arbitrario de los por él llamados “modos mixtos” y “esencias”. Ejemplos de los primeros serían las conductas libres del hombre en su condición de valiosas o disvaliosas. Así, la noción de homicidio depende de la arbitraria composición por la mente de una serie de ideas originadas, ellas también, en la mente misma. La razón humana no posee la capacidad de conocer algo objetivo y real que corresponda a la noción de homicidio. Ésta, pues, es convencional (consensual, o puramente positiva, cabría decir en términos jurídicos). Y también lo es –para tomar un ejemplo lockeano de “esencia”- el caso de la naturaleza humana. Según Locke, sólo le es lícito al hombre referirse a una esencia nominal sin relación con la realidad y construida a partir de apariencias exteriores, esencia nominal a la que se le da un nombre útil a los fines prácticos. En consecuencia, al no haber posibilidad de determinación objetiva de la condición humana, no hay un fundamento indubitable para decidir sobre la vida o la muerte de alguien. Tal sería el caso, propone Locke, de los recién nacidos mal formados [41].
Así como en el caso de la reducción individualista de los grupos sociales a entes de razón, también el agnosticismo gnoseológico de Locke se explica por el nominalismo metafísico. Ahora bien, desde el nominalismo metafísico toda noción de orden natural resulta insostenible. Por lo demás, si no existe o es incognoscible el orden natural, otro tanto, a fortiori, le ocurrirá a los fines de la naturaleza humana. Y sin la posibilidad de afirmar tales fines de modo universal y necesario, cualquier pretensión de fundar objetivamente una doctrina de los derechos humanos se quiebra por la base. Podrá haber –y, efectivamente, ha habido y hay- pretensiones apoyadas en los poderes sociales vigentes, que se mantendrán mientras esos poderes (ideológicos, económicos o políticos) subsistan. Pero en tal contexto cultural los verdaderos derechos humanos corren el riesgo de sólo pervivir parcialmente en los resquicios de realidad y valiosidad objetivas que tales pretensiones todavía encierren.

IV) Colofón
Por todo lo escuetamente comentado en estas páginas, creemos que no le faltaba razón al maestro Manuel García-Pelayo cuando afirmó que los derechos individuales de las modernas declaraciones se hallaban separados de los derechos de la tradición realista y cristiana anterior “por una significación histórica, política y jurídica diferentes” [42].

[1] Por lo pronto, al referirnos al constitucionalismo “moderno”, usamos el adjetivo en su acepción epocal (es decir, como abarcador del período inaugurado por los movimientos revolucionarios del s. XVIII). Pero la confirmación de la presencia determinante en la concepción de los derechos individuales que trataremos de corrientes teóricas específicamente modernas –ya en sentido doctrinal, como el individualismo y el inmanentismo- representaría una razón para usar el término “moderno”, aplicado a este constitucionalismo, también en sentido principial (“filosófico”). Cabría afirmar que la cuestión que nos ocupa en estas páginas se dirime en torno del sentido de “moderno” que apliquemos al constitucionalismo posrevolucionario.
Corresponde dejar aclarado que en este artículo no entraremos a dirimir la debatida cuestión de si el concepto mismo de derecho subjetivo constituye una innovación del pensamiento moderno. Por otra parte, tampoco aludiremos a las llamadas “tres generaciones” de los derechos reivindicados en los últimos siglos en Occidente. Nos ceñiremos, pues, a relevar algunos de los principales presupuestos doctrinales que perfilan con identidad propia al iusnaturalismo en torno del cual se ha erigido el constitucionalismo moderno. Nuestras apreciaciones valdrán, sobre todo, para el constitucionalismo fundacional; no obstante, la impronta de éste permea decisivamente todo el proceso jurídico-político desarrollado en Occidente durante los últimos doscientos años -pues, en nuestra opinión, no ha habido soluciones de continuidad cualitativas entre el orden revolucionario dieciochesco y el “Estado de derecho” vigente hoy entre nosotros-.
[2] Eduardo García de Enterría, La lengua de los derechos. La formación del derecho público europeo tras la revolución francesa, Madrid, 1995, pp. 18-19.
[3] Reflexiones sobre la revolución francesa, trad., pról y notas de Julio Irazusta, Bs. As., 1980, p. 83.
[4] Hamburgo, 1975, especialmente parte II, cap. III.
[5] Cfr., por todos, a Manuel García-Pelayo, Derecho constitucional comparado, Madrid, 1993, pp. 151-152, con cita en tal sentido de Giorgio del Vecchio.
[6] Cfr. F. W. Maitland, The Constitutional History of England, ed. por H. A. L. Fisher, Cambridge, 1955, pp. 271-272.
[7] Citado por Gustav Radbruch, Der Geist des englischen Rechts, Heidelberg, 1947, pp. 55-56. Dice allí Radbruch: “se puede dividir a los pensadores jurídicos ingleses en dos líneas: los que creen en la razón o en la naturaleza y los que creen en la autoridad; entre aquéllos están Coke y Blackstone, entre éstos Hobbes, Bentham y Austin”. Coke afirmaba, en efecto: “nihil quod est contra rationem est licitum” (op. cit., p. 54-55). Sobre la natural justice en el derecho británico y en el propio Chief Justice Coke, cfr. Eduardo Soto Kloss, “Los principios de la natural justice, medios de control jurisdiccional de la actividad administrativa”, en Derecho administrativo. Bases fundamentales, Santiago de Chile, t. I, pp. 321-328.
[8] Charles McIlwain, Constitucionalismo antiguo y moderno, trad. J.J. Solozábal Echavarría, Madrid, 1991, p. 28.
[9] Este y otros derechos análogos no dejaban de tener operatividad jurídica en la práxis jurídica anglosajona. Dice Forrest Mc Donald: “con mayor o menor grado de evolución y con mayor o menor solidez o debilidad se había afirmado en Inglaterra y Norteamérica un formidable conjunto de libertades del súbdito en relación con el soberano” (Novus ordo seclorum, trad. A. Leal, Bs. As., 1991, p. 43).
[10] Cfr. Bernard Bailyn, Los orígenes ideológicos de la revolución norteamericana, trad. A. Vanasco, Bs. As., 1972, especialmente pp. 42-43.
[11] Cfr. Bailyn, op. cit., pp. 74-76 y 166-170. Sobre el curioso ensalzamiento de la constitución británica como uno de los últimos refugios del antiguo orden de libertades germánicas (“constitución gótica”), que los estadounidenses estaban llamados a salvar de la corrupción de la política inglesa, cfr. p. 135; también Mc Donald (op. cit., p. 84) se refiere a la evocación del “mito anglosajón” por los revolucionarios.
[12] Y no sólo del constitucionalismo: recuérdese la decisiva impronta calvinista que Max Weber demostró respecto del capitalismo y sus fundamentos teológicos últimos (cfr. Die Protestantische Ethik und der Geist des Kapitalismus, en Gesammelte Aufsätze zur Religionssoziologie, Tübingen, 1947, t. I).
[13] Historia del liberalismo europeo, trad. C. G. Posada, Madrid, 1944, p. XXX.
[14] Cfr. Mc Donald, op. cit., pp. 46 y ss.; Bailyn, op. cit., pp. 226 y ss. Kriele, al rechazar la extendida posición que hace del derecho a la libertad religiosa el derecho primigenio del constitucionalismo –como la han sostenido Jellinek y Schmitt-, sostiene que la reivindicación más usual era la de tolerancia religiosa (cfr. op. cit., pp. 153).
[15] Para la historia de la influencia de la revolución norteamericana en Francia, cfr. el clásico de Bernard Faÿ, L’esprit révolutionnaire en France et aux États-Unis au XVIIIème. siècle, Paris, 1925.
[16] Relata Faÿ: “Esto [la ejemplaridad norteamericana] no prueba por otro lado que el pueblo francés en su conjunto supiera exactamente lo que había sido la revolución norteamericana y qué papel había jugado Washington en ella, pero se pensaba que había allí una gran lección y se ponía una suerte de misticismo en querer imitarla, en buscar un modelo, una regla, una verdad universal. Se creía.” (op. cit., p. 176).
[17] Tal fue el caso de Jefferson y Franklin, entre los más relevantes (Cfr. Bailyn, op. cit., p. 39). Sobre Franklyn, “centro de las actividades masónicas en París” durante su estadía entre 1776 y 1783, cfr. Faÿ, op. cit., esp. pp. 15-16, 91-104 y 151-154.
[18] Faÿ, op. cit., p. 181. En el mismo sentido, sobre todo respecto del espíritu frances, cfr. Carlos Sánchez Viamonte, Los derechos del hombre en la revolución francesa, México, 1956, p. 17.
[19] Gloria M. Morán, La protección de la libertad religiosa en U.S.A., Santiago de Compostela, 1989, p. 22.
[20] Cfr. Morán, op. cit., 18 y 21; Baylin, op. cit., pp. 35, 39-41, 53 y 66; Mc. Donald, op. cit., pp. 64 y ss. Según este autor, “[c]uando se adoptó la decisión de promover la independencia, todas las invocaciones a los derechos que se basaban en mercedes reales, el Common Law y la constitución británica se convirtieron en fórmulas teóricamente no pertinentes [...] (p. 64)”; por tal razón se buscó la legitimación en la doctrina de derechos naturales, pero en su versión lockeana: “[l]os patriotas habían vuelto los ojos hacia Locke más que hacia los otros grandes teóricos del derecho natural –Hugo Grocio, Samuel von Pufendorf, Thomas Rutherforth, Burlamaqui, Vattel- porque ninguno de ellos se adaptaba en igual medida a sus propósitos” (p. 66).
[21] Nos hemos ocupado de la filosofía política de Locke, en particular, en Defensa de la política, Bs. As., 2003, cap. IV: “El valor de la vida política en el individualismo liberal”. A ese trabajo nos remitimos para el estudio de los textos mismos del autor.
[22] Cfr. Grundlinien der Philosophie des Rechts, III. Teil, pgf. 257 y ss..; y Enzyklopedie der philosophischen Wissenschaften, III. Teil, pgf. 535: „Der Staats ist die selbstbewußte sittliche Substanz“, categoriza allí Hegel.
[23] Sobre el origen del nominalismo metafísico en el Venerabilis Inceptor, cfr. el sintético y medular estudio de Anita Garvens “Die Grundlagen der Ethik Wilhelms von Ockham”, en Franziskanische Studien (1934), pp. 243 y ss..
[24] “Es bien conocido el papel jugado por las doctrinas de Locke en la preparación doctrinal de la revolución americana, así como en Rousseau y, en general, en el instrumento técnico de la Revolución francesa, especialmente en la Declaración de Derechos de 1789” (García de Enterría, op. cit., pp. 61-62).
[25] García de Enterría señala la ligazón estrecha entre la idea de que el fin del Estado consiste en la libertad de los individuos, el lugar central de la propiedad en la doctrina de Locke y los principios de la economía formulados por la fisiocracia y Adam Smith, principios “que preceden y nutren a las dos grandes revoluciones del s. XVIII” (op. cit., pp. 63-64).
[26] ¿Se estaría tal vez apoyando aquí la Corte en la expresión del maestro Maurice Hauriou –de gran y benéfica influencia en aquellos años-, quien (con cierta imprecisión, convengamos) llamaba “individualismo” a la afirmación de los fueros de la persona humana?
[27] La Ley, Buenos Aires, t. 8, nov. 2 de 1937, pp. 404-405. En su clásica Doctrina general del Estado, Jean Dabin afirmaba lúcidamente respecto de los mismos principios que se hallaban en juego en este caso: “[...] otro reproche, indiscutiblemente más fundado, puede lanzársele a la Declaración de 1789: el no haber proclamado, de manera neta, frente a los derechos del hombre, los derechos de la comunidad [...] El fin del agrupamiento político no se ciñe a la garantía de los derechos del hombre, es decir, a la conservación de lo que ya tienen por naturaleza, sino que es realizar el bien de todos, considerados en cierto modo como una unidad fraternal y, por este bien de todos, procurar a cada individuo un perfeccionamiento que no arranca de su sola naturaleza individual [...] Frente al derecho natural de los individuos se yergue el derecho natural –distinto, autónomo y, en ciertos respectos, superior- de la institución [...]” (trad. H. González Uribe y J. Tobal Moreno, México, 1946, pp. 365-366). En la última afirmación de Dabin radica, precisamente, una oposición fundamental entre la concepción moderna y la realista y tradicional de los derechos, que fuera sintetizada por Manuel García-Pelayo en estos términos: “El sujeto de los modernos derechos individuales es el individuo aislado o, si se quiere, directamente conexionado con la humanidad o con el Estado; en cambio en la Edad Media lo era en cuanto de un grupo social concreto interferido entre el individuo y el poder central o el orden universal […]” (op. cit., p. 145).
[28] Tendríamos allí un indicio de que la auténtica “divisoria de aguas” filosófico-jurídica no consiste en la oposición contradictoria entre iusnaturalismo y iuspositivismo, sino en la oposición contraria entre diversas formas de iusnaturalismo, como viene sosteniendo desde hace años en diversos trabajos Héctor H. Hernández (cfr., por todos, “¿Hay o no hay derecho natural?”, en Sergio R. Castaño- Eduardo Soto Kloss eds., El derecho natural en la realidad social y jurídica, Santiago de Chile, 2005.
[29] Cfr. el clásico de Daniel Mornet, Los orígenes intelectuales de la revolución francesa 1715-1787, trad. C. A. Fayard, Bs. As., 1969, muy ilustrativo en lo referente a los progresos del agnosticismo, el deísmo y la irreligión entre los círculos cultivados y dirigentes de Francia.
[30] “Beantwortung der Frage: Was ist Aufklärung?”, en Werke, Darmstadt, 1983, t. 9, pp. 53 y ss.
[31] Cfr. Albert Verdoot, Declaración universal de los derechos del hombre. Nacimiento y significación, trad. J. Arzálluz, Bilbao, 1969, esp. pp. 93-98 y 269-275.
[32] Remitimos a la aguda crítica de “la ideología de los derechos del hombre” (que ha llegado incluso a ser bautizada con el nombre de “personalismo”) como fundamento del constitucionalismo contemporáneo en Miguel Ayuso, El ágora y la pirámide, Madrid, 2000, cap. 3.
[33] En Archiv für Rechts und Sozialphilosophie (1984-4).
[34] Art. cit., pp. 504-505.
[35] De Ruggiero, op. cit., pp. XC-XCI. Es notable que un jurista renombrado como Eduardo García de Enterría no advierta o no señale los vínculos profundos que ligaban (si no en la forma, por lo menos sí en el fondo) el democratismo centralista de la Revolución con el proceso de absolutización del poder tal como se manifestaba en los últimos tiempos de la monarquía (Cfr. op. cit., especialmente pp. 102-103 y 110-111).
[36] Cfr. La crisis del Estado de Derecho liberal-burgués, Bs. As., 1942, p. 99 (subr. orig.).
[37] Racionalismo y derechos humanos. Sobre la antifilosofía político-jurídica de la “modernidad”, Madrid, trad. C. García, 2004.
[38] Op. cit., p. 29.
[39] Trad. H. A. Murena, Bs. As., 1987. Encontramos un magnífico y sutil análisis de este texto en perspectiva clásica en Emilio Komar, Orden y misterio (Bs. As., 1996), precisamente en el capítulo también titulado “Juliette, o iluminismo y moral”.
[40] Transcribimos a continuación algunos pasajes significativos del texto citado: “La razón es, para el iluminismo, el agente químico que absorbe en sí la substancia específica de las cosas y la disuelve en la pura autonomía de la razón misma. Para huir al temor supersticioso a la naturaleza el iluminismo ha desenmascarado implacablemente la unidad y las formas objetivas como disfraces de un material caótico y ha condenado como esclavitud el influjo de este material sobre la instancia humana, hasta que el sujeto se ha convertido enteramente –en teoría- en la única, ilimitada y vacua autoridad. Toda fuerza de la naturaleza se redujo a mera indiscriminada resistencia al poder abstracto del sujeto. La mitología específica con la que el iluminismo occidental (incluso en forma de calvinismo) debía hacer tabula rasa era la doctrina católica del ordo y la religión popular pagana que continuaba floreciendo a su sombra. Liberar a los hombres de su influencia era el objetivo de la filosofía burguesa [...] Después de que el orden objetivo ha sido liquidado como mito y prejuicio, queda la naturaleza como masa de materia [...] El Sí abstracto, el derecho de registrar y sistematizar, no tiene frente a sí más que lo abstracto material, que no cuenta con otra propiedad que la de servir de substrato a esta posesión [...] El iluminismo reconoce a priori, como ser y acaecer, sólo aquello que se deja reducir a una unidad; su ideal es el sistema, del cual se deduce todo y cualquier cosa [...] La lógica formal ha sido la gran escuela de la unificación. La lógica formal ofrecía a los iluministas el esquema de la calculabilidad del universo [...] en la herencia platónica y aristotélica el iluminismo reconoció las antiguas fuerzas y persiguió como superstición la pretensión de verdad y los universales [...] En su itinerario hacia la nueva ciencia los hombres renuncian al significado. Sustituyen el concepto por la fórmula, la causa por la regla y la probabilidad [...] Poder y conocer son sinónimos (Bacon, Novum Organum). La estéril felicidad de conocer es lasciva, tanto para Bacon como para Lutero” (“Excursus II: Juliette, o iluminismo y moral”).
[41] Cfr. An Essay concerning Human Understanding, ed. Fraser, N. York, 1959, t. II, l. III, cap. V y VI.
[42] García-Pelayo, op. cit., p. 145.