domingo, 20 de febrero de 2011

¿ES EL BIEN COMÚN UN CONJUNTO DE CONDICIONES? (II)

UN INTENTO DE DILUCIDACIÓN SISTEMÁTICA DE ALGUNAS CONSECUENCIAS DE ASUMIR FORMULACIONES IMPROPIAS, EN SEDE FILOSÓFICA (CIENTÍFICA), A LA HORA DE DEFINIR LA CAUSA FUNDAMENTAL DE LA SOCIEDAD POLÍTICA EN PARTICULAR (Y DE TODA SOCIEDAD EN GENERAL)

En el anterior “post” analizábamos las opciones doctrinales que se imponían a partir de la asunción de ciertas tesis -que se reconducen todas a una matriz principial común-. Esas tesis son, por ejemplo, que “el fin de la comunidad política es la protección de los bienes y derechos del individuo”; o que “el fin de la comunidad política es la persona humana”; o que “el bien común es el conjunto de condiciones para la perfección de la persona”. Decíamos que la aceptación de tales tesis exige renunciar al principio de politicidad natural. Pero creemos que las consecuencias que se siguen de la asunción de esas tesis son más radicales incluso que la necesidad de renunciar al principio aristotélico y tomista de justificación de la vida política. A continuación esbozaremos un planteo de dichas consecuencias, en el plano sistemático (es decir, con la intención de llegar “a las cosas mismas”).

I) Si la comunidad política, en sentido propio y estricto –que es como se debe definir en sede científica- se halla no al servicio del bien común sino al servicio del individuo (de cada individuo), luego la comunidad política es instrumento del individuo. Ahora bien, la causa instrumental, en tanto instrumental, no ejerce causación por su propia virtud, sino que sólo actúa movida y utilizada por la causa principal (cfr. S. Th., IIIae., 64, 5 c.). En la causalidad instrumental se produce una sola acción, efectuada por la causa principal a través del instrumento (cfr. S. Th., IIIae., 19, 1 ad 2).

II) Por su parte, el bien “común” no será propiamente tal (común), sino un repositorio de bienes útiles, es decir, de medios, necesarios para el cumplimiento del fin del individuo (de cada individuo).

Por ello, la causa final resultante de tal entidad colectiva no sería una causa final que aunase y fundase una sociedad autárquica -porque habría tantas causas finales cuantos individuos-; y todos los bienes sociales (desde los políticos hasta los familiares) serían medios útiles insertos en el despliegue operativo de cada individuo persiguiendo su finalidad individual.

Este planteo corresponde, precisamente, a la ontología social fundamental del individualismo. Decíamos en otra parte que “las concepciones metafísicas que se hallan a la base del individualismo tienden a confundir la naturaleza de todo bien común con la de un instrumento o medio de los fines del individuo, cuando no derechamente de éste, el cual a veces aparece como único y auténtico fin de la praxis. Ejemplo canoro de lo cual nos lo ofrece La personne et le bien commun, de Jacques Maritain, (trad. cast., Buenos Aires, 1968 y 1981), especialmente su parte IV, referida a las relaciones entre persona y sociedad”.

Negadas las causas eficiente y final del orden social en tanto social, queda comprometida, como veremos enseguida, la realidad misma de  la sociedad.

III) En efecto, si se ha aceptado que el nombre de “sociedad” significa un ente real (accidental) consistente en la “unión de hombre para hacer mancomunadamente algo en común” (Tomás de Aquino, Contra impugnantes Dei Cultum et religionem), y no una agencia instrumental que provee los bienes útiles para los individuos, debería entonces decirse que la sociedad política no sólo no es natural (como concluíamos en el anterior “post”) sino que no existe en tanto tal. Pues ella, de hecho, se reduciría a la mera realidad de los individuos actuantes en pos de sus fines individuales –y esta conclusión le cabría a toda especie de sociedad–. Resumimos así esta idea en otro trabajo: “[s]egún el planteo que en el plano filosófico-social cabe denominar 'individualista', la sociedad consiste en una suma de individuos; y el fin común no es tal, sino una yuxtaposición de fines particulares. En este planteo individualista “sociedad” es un nombre cuyo referente real no tiene existencia: “sociedad” significa un ente de razón (sin fundamento in re) que a su vez se corresponde (en la realidad extramental) con un mero agregado de grupos e individuos contiguos en el espacio y simultáneos en el tiempo, con sus respectivos intereses yuxtapuestos”. La sociedad, en sentido propio, no existiría.

Si esto fuera así, la política no resolvería su sentido y su valiosidad en un fin peraltado (un bonum honestum principalissimum) que no está al alcance de los grupos infrapolíticos y de los individuos obrando aisladamente -fin común coronado por el cultivo del saber, la transmisión de un talante comunitario histórico, la vida virtuosa y amical-; sino que la política fundaría su justificación en la necesidad de la acción de un poder que socorriera a esos individuos y que les impidiera colisionar y hacerse daño entre sí.

IV) Pero, se preguntará: ¿y la dignidad de la persona; y el valor del hombre en su racionalidad, creaturidad, irrepetibilidad, indisponibilidad? ¿Acaso el verdadero bien de cada individuo no constituye un fin que, sobre todo hoy, no se debe negociar? ¿Entonces el bien común político es un fin anónimo, ajeno al bien de cada persona? La formulación del bien común como “el conjunto de condiciones para la perfección de la persona” ¿no representa el modo de atender a estas exigencias, aunque sea con una semántica errónea?

La respuesta a esta cuestión insoslayable la ofrece la distinción metafísica clave entre fin qui, quo y cui, en su aplicación al bien común. Ella fue desarrollada por primera vez en la época contemporánea por Pierre Philippe (cfr. Le rôle de l’amitié dans la vie chrétienne selon S. Thomas d’Aquin; Paris, 1938) y, sobre todo, por Louis Lachance (en L’humanisme politique de S. Thomas d’Aquin, París-Ottawa, 1965, pp. 321 y ss.). En su estela también hicieron suya esta distinción en Argentina, entre otros, Guido Soaje Ramos y Héctor Hernández -y, gracias a todos ellos, quien esto escribe-. La no ajenidad del bien común respecto de la persona se explica a partir del carácter de ésta como fin cui, sin necesidad de hacer de la persona humana el fin de la sociedad. Sobre el fin cui dice Lachance, avalado por la autoridad de Tomás de Aquino: “[…] designa el sujeto privado de la bondad del fin y que, cuando lo alcanza, se convierte en beneficiario de sus enriquecimientos. Va de suyo que no puede haber finalidad sin que haya un sujeto al que conviene un bien cualquiera. El bien es fin y el sujeto que sufre su atracción se ordena a él. De modo que no es él quien es el fin, sino el objeto que lo atrae. Él quiere para sí el objeto que le conviene, pero la causa, el motivo por el cual lo quiere para sí reside en la bondad encarnada en el objeto” (subr. orig.). Lachance ejemplifica este principio con la relación entre Dios y las criaturas; éstas, en efecto, se perfeccionan alcanzando a Dios, pero Dios no es el medio para los fines de las criaturas. La inadvertencia de estos distingos podría llevar, por ejemplo, a postular a Dios como un medio en el camino del hombre hacia su perfección individual sobrenatural.

V) De entre tantas conclusiones posibles, sólo se nos ocurre poner de manifiesto que el objeto de la filosofia social y política es asequible a la razón natural; y que, por lo tanto, los filósofos de la sociedad, la economía, el derecho y la política, cuando hablan como tales están obligados a contribuir a la verdad atendiendo a las exigencias racionales de su objeto.


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