No siempre se ha llamado “Estado” a la sociedad política. Vayan, pues, algunas breves noticias históricas sobre la aparición del término en la modernidad.
El punto de partida es la palabra latina “status” con el sentido de modo de ser de una persona o cosa. De allí pasa a significar, en el lenguaje político del medioevo, prosperidad y bienestar de una sociedad : “statum reipublicae sustentamus” (Justiniano). Más adelante se afina su sentido político, y entonces designa, por un lado, una condición económica, que implica una cierta clase de persona. Es el sentido que pervivirá en los tres “estados” de Francia. Por otro, el ordenamiento o régimen de una comunidad, en la línea de la sentencia de Ulpiano: “publicum ius est quod ad statum rei romanae spectat”. Este sentido, a su vez, se diversifica objetiva y subjetivamente, es decir, como dominio territorial o súbditos personales, y como poder y autoridad [1].
En Maquiavelo comienza a aparecer “Estado”, aunque de manera no exclusiva, como equivalente de “sociedad política”. El Florentino, en efecto, también utiliza el término en el último sentido antedicho, esto es, como gobierno y como dominio territorial. A su vez, como gobierno significa ya forma política o régimen (“lo stato popolare”), ya poder efectivo (“mantenere lo stato”). Pero los especialistas señalan diversos pasos en los que el uso del término ya significa la totalidad social: “quegli che hanno governato lo stato di Firenze”. En la Italia de comienzos del S. XVI este uso moderno va a ir ganando paulatinamente terreno [2].
En el S XVII, Pufendorf significa el concepto de sociedad política con “civitas”, salvo en su obra De habitu religionis christianae, donde usa constantemente “status” por “Estado”. Su traductor Barbeyrac, por su parte, traduce “civitas” indistintamente por “société civile”, “État” y “Corps Politique”. Son las expresiones corrientes en el s. XVIII; Rousseau es un ejemplo de ello. En Inglaterra, todavía a fines de ese siglo, “state” no es de uso habitual, aunque ya Hobbes había traducido “that great Leviathan called a Commonwealth, or State, in Latin Civitas” [3].
[1] Cfr. Alessandro Passerin d’Entrèves, La dottrina dello Stato, Turín, 1967, pp. 9-51.
[2] Cfr. Federico Chabod, Alle origini dello Stato moderno, Roma, 1957, Parte I.
[3] Cfr. Robert Derathé, Jean-Jacques Rousseau et la science politique de son temps, París, 1979, apéndice.
"Estado y sociedad civil"
Tiene carta de ciudadanía terminológica –y asaz extendida- la contraposición entre el “Estado” y la “sociedad civil”. En este caso, los singulares matices histórico-conceptuales de los términos mismos implicados aparece con especial patencia: en efecto, aquí "Estado" ya no significa a la comunidad autárquica sino a la organización del poder soberano. Por ello sostenemos que aceptar esa dicotomía como marco fundamental de análisis teórico implica convalidar una concepción en la que se enfrentan en tensión un todo comunitario del cual se han desarraigado los elementos políticos (“sociedad civil”) con un aparato de poder y administración en el que se resuelve la politicidad (o “Estado”). Tal concepción se nutre de presupuestos, en último análisis, liberales y contractualistas, que llegan al marxismo a través de Hegel y von Stein. Y entronca, filológicamente, con uno de los usos primitivos de “status” (ver supra).
Detrás de esa contraposición, hoy habitual incluso fuera de los ámbitos científicos, planea la visión de un todo social que, a pesar de su raigambre objetivamente política, es considerado como a-político. Por su parte, el Estado aparece, de alguna manera, como epifenómeno extrínseco, incluso hostil, a la sociedad civil. Se lo identifica con la organización burocrática y la coacción. Ahora bien, nuestra objeción no pretende ignorar la distinción entre el gobierno y la administración (parte) y el conjunto del cuerpo político (todo). Así como tampoco pasar por alto el dato histórico de sociedades divorciadas de -o traicionadas por- su clase gobernante. Ni desconocer los defectos del estatismo. Pero sí impugnamos asumir acríticamente el universo de ideas que trasunta esa contraposición terminológica, una de cuyas consecuencias es la de circunscribir la política a las pautas de un aparato de poder (casi un mal necesario) enfrentado a una sociedad en cuyo seno, malgrado su índole apolítica, los hombres realizarían sus fines existenciales mundanales. Pues se cumple con ello un nuevo jalón del desconocimiento de las exigencias de la politicidad natural; y se abona (implícita o explícitamente) el derrotero doctrinal de la demonización de la política, con todas sus virtualidades -que alcanzan incluso a comprometer el planteo de las relaciones entre la Iglesia y la comunidad política-.
Desde un punto de vista precisivamente terminológico, se trata de expresiones que se imponen con Hegel y sus continuadores. "Civil society" significaba en tiempos de Locke "political society". Sin embargo, Adam Ferguson, autor de A History of Civil Society, publicada en 1767 y traducida al alemán al año siguiente, fue quien, al parecer, sugirió a Hegel el uso de la locución “bürgerliche Gesellschaft” [1]. En Hegel, la sociedad civil representa un momento predominantemente económico, en que laten las contradicciones del individualismo liberal. Surge de la familia como su antítesis y negación. Si en ésta cada miembro tenía por fin a la familia misma, en aquélla cada miembro es un fin para sí. Todo individuo se convierten en un medio al servicio del fin de los demás. De esta manera es como se crea la urdimbre de relaciones que constituye la sociedad civil [2], llamada a superarse en la substancia ética del Estado.
Lorenz von Stein (cuyos desarrollos sociológicos parecen haber dejado su impronta en el marxismo) distinguía, en la estela de Hegel, un principio del Estado y otro de la sociedad. Aquél consiste en buscar el destino humano -como elevación personal- en la unidad. Los individuos participan en la formación de la voluntad única del Estado a través de la constitución, en la que hallan la libertad. A su vez, la actividad del Estado se vuelca en el gobierno y la administración, que deben ofrecer los medios para el desarrollo personal. Por su parte, en la sociedad se da una relación de individuo a individuo, que implica que cada uno someta a los otros a su servicio. Así, el interés es el principio de la sociedad, y su orden es la dependencia en que se hallan los que no poseen respecto de los que sí poseen. Ello no obstante, es en la sociedad donde los individuos alcanzan el punto máximo de su vida terrena y el cumplimiento de su destino [3]. Manuel García-Pelayo ha puesto de relieve el modo en que los conceptos puros de sociedad y Estado se imbrican y oponen dialécticamente en la vida real, de suerte que la vida política se identifica con la lucha de las clases antagónicas para retener (o apoderarse) de la maquinaria del Estado [4]. Lo que aquí nos interesa es la afirmación de una dicotomía entre Estado y sociedad como entidades autónomas, con principios y dinámicas propios.
En un autor marxista como Antonio Gramsci subsisten estas categorías. El Estado (“sociedad política”), en tanto tal, es el aparato coactivo. La sociedad civil, por su parte, también integra la superestructura, y comprende, fundamentalmente, la dimensión cultural. Su principio rector es la hegemonía, en el sentido de consenso ideológico. En Gramsci se opera una novedosa mutación en el papel protagónico que juega la superestructura; ya no es determinada por las relaciones de producción (infraestructura), sino determinante del proceso histórico. A su vez, la instancia determinante dentro de la superestructura es la sociedad civil: de allí que la conquista del poder pase, indefectiblemente, por la consecución de la hegemonía. Gramsci también acepta llamar “Estado” a la totalidad social (incluso refiriéndose a la “sociedad regulada”, etapa final de la escatología marxista); no obstante, sigue vigente en su pensamiento la identificación entre política y control represivo: “Estado=sociedad política más sociedad civil, vale decir, hegemonía revestida de coerción [...] El elemento Estado-coerción se puede considerar agotado a medida que se afirman elementos cada vez más significativos de sociedad regulada (o Estado ético, o sociedad civil)” [5] .
Detrás de esa contraposición, hoy habitual incluso fuera de los ámbitos científicos, planea la visión de un todo social que, a pesar de su raigambre objetivamente política, es considerado como a-político. Por su parte, el Estado aparece, de alguna manera, como epifenómeno extrínseco, incluso hostil, a la sociedad civil. Se lo identifica con la organización burocrática y la coacción. Ahora bien, nuestra objeción no pretende ignorar la distinción entre el gobierno y la administración (parte) y el conjunto del cuerpo político (todo). Así como tampoco pasar por alto el dato histórico de sociedades divorciadas de -o traicionadas por- su clase gobernante. Ni desconocer los defectos del estatismo. Pero sí impugnamos asumir acríticamente el universo de ideas que trasunta esa contraposición terminológica, una de cuyas consecuencias es la de circunscribir la política a las pautas de un aparato de poder (casi un mal necesario) enfrentado a una sociedad en cuyo seno, malgrado su índole apolítica, los hombres realizarían sus fines existenciales mundanales. Pues se cumple con ello un nuevo jalón del desconocimiento de las exigencias de la politicidad natural; y se abona (implícita o explícitamente) el derrotero doctrinal de la demonización de la política, con todas sus virtualidades -que alcanzan incluso a comprometer el planteo de las relaciones entre la Iglesia y la comunidad política-.
Desde un punto de vista precisivamente terminológico, se trata de expresiones que se imponen con Hegel y sus continuadores. "Civil society" significaba en tiempos de Locke "political society". Sin embargo, Adam Ferguson, autor de A History of Civil Society, publicada en 1767 y traducida al alemán al año siguiente, fue quien, al parecer, sugirió a Hegel el uso de la locución “bürgerliche Gesellschaft” [1]. En Hegel, la sociedad civil representa un momento predominantemente económico, en que laten las contradicciones del individualismo liberal. Surge de la familia como su antítesis y negación. Si en ésta cada miembro tenía por fin a la familia misma, en aquélla cada miembro es un fin para sí. Todo individuo se convierten en un medio al servicio del fin de los demás. De esta manera es como se crea la urdimbre de relaciones que constituye la sociedad civil [2], llamada a superarse en la substancia ética del Estado.
Lorenz von Stein (cuyos desarrollos sociológicos parecen haber dejado su impronta en el marxismo) distinguía, en la estela de Hegel, un principio del Estado y otro de la sociedad. Aquél consiste en buscar el destino humano -como elevación personal- en la unidad. Los individuos participan en la formación de la voluntad única del Estado a través de la constitución, en la que hallan la libertad. A su vez, la actividad del Estado se vuelca en el gobierno y la administración, que deben ofrecer los medios para el desarrollo personal. Por su parte, en la sociedad se da una relación de individuo a individuo, que implica que cada uno someta a los otros a su servicio. Así, el interés es el principio de la sociedad, y su orden es la dependencia en que se hallan los que no poseen respecto de los que sí poseen. Ello no obstante, es en la sociedad donde los individuos alcanzan el punto máximo de su vida terrena y el cumplimiento de su destino [3]. Manuel García-Pelayo ha puesto de relieve el modo en que los conceptos puros de sociedad y Estado se imbrican y oponen dialécticamente en la vida real, de suerte que la vida política se identifica con la lucha de las clases antagónicas para retener (o apoderarse) de la maquinaria del Estado [4]. Lo que aquí nos interesa es la afirmación de una dicotomía entre Estado y sociedad como entidades autónomas, con principios y dinámicas propios.
En un autor marxista como Antonio Gramsci subsisten estas categorías. El Estado (“sociedad política”), en tanto tal, es el aparato coactivo. La sociedad civil, por su parte, también integra la superestructura, y comprende, fundamentalmente, la dimensión cultural. Su principio rector es la hegemonía, en el sentido de consenso ideológico. En Gramsci se opera una novedosa mutación en el papel protagónico que juega la superestructura; ya no es determinada por las relaciones de producción (infraestructura), sino determinante del proceso histórico. A su vez, la instancia determinante dentro de la superestructura es la sociedad civil: de allí que la conquista del poder pase, indefectiblemente, por la consecución de la hegemonía. Gramsci también acepta llamar “Estado” a la totalidad social (incluso refiriéndose a la “sociedad regulada”, etapa final de la escatología marxista); no obstante, sigue vigente en su pensamiento la identificación entre política y control represivo: “Estado=sociedad política más sociedad civil, vale decir, hegemonía revestida de coerción [...] El elemento Estado-coerción se puede considerar agotado a medida que se afirman elementos cada vez más significativos de sociedad regulada (o Estado ético, o sociedad civil)” [5] .
[1] Cfr. Norberto Bobbio, “Gramsci y la concepción de la sociedad civil”, en Gramsci y las ciencias sociales, trad. J. Aricó, C. Manzoni e I. Flambaum, México, 1977.
[2] Cfr. Grundlinien der Philosophie des Rechts, III, 2.
[3] Cfr. Der Begriff der Gesellschaft und die soziale Geschichte der Französischen Revolution bis zum Jahre 1830, Darmstadt, 1959, T. 1, pp. 13-90, passim.
[4] “La teoría de la sociedad en Lorenz von Stein” en Escritos políticos y sociales, Madrid, !989.
[5] Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el Estado moderno, trad. de J. Aricó, Buenos Aires, 1997, pp. 158-9.
[2] Cfr. Grundlinien der Philosophie des Rechts, III, 2.
[3] Cfr. Der Begriff der Gesellschaft und die soziale Geschichte der Französischen Revolution bis zum Jahre 1830, Darmstadt, 1959, T. 1, pp. 13-90, passim.
[4] “La teoría de la sociedad en Lorenz von Stein” en Escritos políticos y sociales, Madrid, !989.
[5] Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el Estado moderno, trad. de J. Aricó, Buenos Aires, 1997, pp. 158-9.
Tomado, con modificaciones, de Sergio R. Castaño, El Estado como realidad permanente, Buenos Aires, La Ley, 2003 y 2005, pp.35-38.
No hay comentarios:
Publicar un comentario