fragmento de Principios Políticos para una teoría de la constitución; Buenos aires, Ábaco de Rodolfo Depalma, 2006, cap. I.
III. El valor jurídico de la norma que contradice un precepto primario de ley natural y la cuestión de la “obediencia debida”
Nuestro mentor, el Aquinate, dice que todo mandato que va en contra de la ley divina no debe ser obedecido, e incluso debe ser resistido [1]. Acabado ejemplo de lo cual lo constituyen, en la época contemporánea, los movimientos insurreccionales de la Vendée, en la Francia revolucionaria, y de los cristeros, en el México postrevolucionario; y cabe recordar que algunos de los protagonistas de ambos han sido elevados a los altares. Ahora bien, nosotros pensamos que la obligatoriedad de la desobediencia se hace necesariamente extensiva a la violación de la ley natural primaria. En efecto, si la parte no positiva del derecho (o sea, la ley natural) es la fuente de su valiosidad, luego, al contrariarse formalmente el mandato de la ley natural se extingue todo valor jurídico; es más, en realidad debe decirse que se origina un antivalor. En otros términos, deja de haber un mandato que apunta a la tutela de un bien humano debido y aparece un mandato ordenado a la comisión de una conducta intrínsecamente mala –en estos casos, intrínsecamente injusta-. Para el ciudadano ya no hay un bien que deba ser promovido, sino, por el contrario, un mal que debe ser evitado. Cesa, entonces, la obligación de acatamiento; y, además, nace la obligación contraria [2].
La tematización de la delicadísima cuestión de la obediencia debida del ciudadano nos abre un panorama más amplio –porque político- de lo que se acaba de decir. En efecto, la obligación jurídica u obligación de justicia consiste en un débito (en el fuero interno de la persona) de obediencia a la autoridad. Luego, debemos preguntar: ¿cuál es el fundamento de tal débito del ciudadano? El pleno desarrollo de las potencialidades del hombre no se alcanza sino por la participación del conjunto ordenado de bienes que sólo es capaz de alcanzar la comunidad política. Pero la comunidad perfecta -que se propone ese fin, el bien común político- no puede existir sin alguna instancia de dirección, a la que llamamos autoridad, autoridad cuya razón de ser y principio primario de legitimidad es, precisamente, el fin al que debe conducir a la comunidad: el bien común político. Así pues, la autoridad, en la medida en que cumple la función por la cual y para la cual existe, posee títulos para mandar, o sea, para exigir obediencia en su tarea de conducción al fin. Sobre esos títulos la autoridad funda su derecho a exigir obediencia, y el ciudadano tiene, correspondientemente, un débito respecto de la autoridad: el débito (obligación) de obediencia. Ahora bien, dado que el fin político es y debe ser causa del perfeccionamiento de todos los hombres nucleados en una comunidad histórica determinada, luego la consecución del fin político supondrá necesariamente -ante todo para la autoridad política, pero también para el ciudadano común- el estricto cumplimiento de todos aquellos mandatos prepositivos ordenados a la consecución y tutela de los máximos bienes humanos; los cuales mandatos, además, precaven contra los mayores males humanos: es decir, el estricto cumplimiento de los preceptos primarios de la ley natural. La naturaleza del bien común político, que no consiste en una sumatoria de ventajas particulares o circunstanciales, sino en la máxima perfección intramundana participable, explica por qué tal bien jamás podrá albergar (en lo que tiene de tal, o sea, de verdadero bien) una transgresión a los principios básicos de rectitud práctica. Luego, ante una norma ordenada a la promoción de una injusticia -contradictoria del bien común político- cesa la obligación, para el ciudadano, de obedecer a la autoridad del Estado. Y nace la obligación contraria.
IV. La desobediencia a la ley injusta ¿se identifica con la objeción de conciencia en el caso de los titulares de potestades públicos?
Nuestro mentor, el Aquinate, dice que todo mandato que va en contra de la ley divina no debe ser obedecido, e incluso debe ser resistido [1]. Acabado ejemplo de lo cual lo constituyen, en la época contemporánea, los movimientos insurreccionales de la Vendée, en la Francia revolucionaria, y de los cristeros, en el México postrevolucionario; y cabe recordar que algunos de los protagonistas de ambos han sido elevados a los altares. Ahora bien, nosotros pensamos que la obligatoriedad de la desobediencia se hace necesariamente extensiva a la violación de la ley natural primaria. En efecto, si la parte no positiva del derecho (o sea, la ley natural) es la fuente de su valiosidad, luego, al contrariarse formalmente el mandato de la ley natural se extingue todo valor jurídico; es más, en realidad debe decirse que se origina un antivalor. En otros términos, deja de haber un mandato que apunta a la tutela de un bien humano debido y aparece un mandato ordenado a la comisión de una conducta intrínsecamente mala –en estos casos, intrínsecamente injusta-. Para el ciudadano ya no hay un bien que deba ser promovido, sino, por el contrario, un mal que debe ser evitado. Cesa, entonces, la obligación de acatamiento; y, además, nace la obligación contraria [2].
La tematización de la delicadísima cuestión de la obediencia debida del ciudadano nos abre un panorama más amplio –porque político- de lo que se acaba de decir. En efecto, la obligación jurídica u obligación de justicia consiste en un débito (en el fuero interno de la persona) de obediencia a la autoridad. Luego, debemos preguntar: ¿cuál es el fundamento de tal débito del ciudadano? El pleno desarrollo de las potencialidades del hombre no se alcanza sino por la participación del conjunto ordenado de bienes que sólo es capaz de alcanzar la comunidad política. Pero la comunidad perfecta -que se propone ese fin, el bien común político- no puede existir sin alguna instancia de dirección, a la que llamamos autoridad, autoridad cuya razón de ser y principio primario de legitimidad es, precisamente, el fin al que debe conducir a la comunidad: el bien común político. Así pues, la autoridad, en la medida en que cumple la función por la cual y para la cual existe, posee títulos para mandar, o sea, para exigir obediencia en su tarea de conducción al fin. Sobre esos títulos la autoridad funda su derecho a exigir obediencia, y el ciudadano tiene, correspondientemente, un débito respecto de la autoridad: el débito (obligación) de obediencia. Ahora bien, dado que el fin político es y debe ser causa del perfeccionamiento de todos los hombres nucleados en una comunidad histórica determinada, luego la consecución del fin político supondrá necesariamente -ante todo para la autoridad política, pero también para el ciudadano común- el estricto cumplimiento de todos aquellos mandatos prepositivos ordenados a la consecución y tutela de los máximos bienes humanos; los cuales mandatos, además, precaven contra los mayores males humanos: es decir, el estricto cumplimiento de los preceptos primarios de la ley natural. La naturaleza del bien común político, que no consiste en una sumatoria de ventajas particulares o circunstanciales, sino en la máxima perfección intramundana participable, explica por qué tal bien jamás podrá albergar (en lo que tiene de tal, o sea, de verdadero bien) una transgresión a los principios básicos de rectitud práctica. Luego, ante una norma ordenada a la promoción de una injusticia -contradictoria del bien común político- cesa la obligación, para el ciudadano, de obedecer a la autoridad del Estado. Y nace la obligación contraria.
IV. La desobediencia a la ley injusta ¿se identifica con la objeción de conciencia en el caso de los titulares de potestades públicos?
Este arduo tema reviste el mayor interés para el problema que estamos tratando. Aquella persona a la que sus valoraciones subjetivas le vetan una determinada conducta jurídicamente mandada, puede excusarse de su cumplimiento apelando a la llamada “objeción de conciencia”. Debemos analizar, siquiera brevemente, si la objeción de conciencia, sobre todo en el funcionario con poder de decisión política y/o jurídica, cumple con la exigencia mencionada en el punto anterior, es decir, con la de desacatar la ley injusta. El caso del funcionario público es particularmente importante, porque su resistencia a la norma injusta comporta la negativa a ser partícipe en la sanción, la promulgación, o la aplicación de tal norma. Es decir, su desacato puede llegar ser causa de la no existencia de la ley injusta –aunque sólo como causa parcial, o en un ámbito reducido de su vigencia-; o, por lo menos, puede llegar a obstaculizarla.
Hay un ejemplo sonado y reciente de objeción de conciencia, que tuvo como protagonista a un soberano, el rey Balduino de Bélgica [3]. El art. 69 de la constitución belga estipula que “el rey sanciona y promulga las leyes”. Al sancionar una ley, el rey realiza un acto de voluntad dando su acuerdo a un texto aprobado por el Parlamento. El rey, pues, participa en la factura de la ley; actúa, en esa instancia, en “calidad de tercer brazo del poder legislativo”. Por otra parte, en el acto de promulgación, el rey “testifica la existencia de la ley y ordena su ejecución”; actúa, entonces, en calidad de poder ejecutivo. En marzo de 1990 el rey Balduino se negó a promulgar y sancionar la ley de aborto. Justificó su postura enviando una carta al primer ministro. El 5 de abril de ese año, el primer ministro dirigía su respuesta al rey. Proponía “que, con el acuerdo del rey, se utilice el art. 82 de la Constitución relativo a la imposibilidad de reinar” Durante ese período, y conforme al art. 79 de la Constitución, “los poderes constitucionales del rey serían ejercidos por los ministros reunidos en Consejo, y bajo su responsabilidad”. Así se hizo, y de este modo siete ministros socialcristianos firmaron la promulgación de la ley.
Es importante conocer el tenor de la carta del rey al primer ministro. Ella decía, entre otras consideraciones: “Este proyecto de ley me plantea un grave problema de conciencia [...] Al firmar este proyecto de ley y al manifestar mi acuerdo [...] estimo que asumiría inevitablemente una cierta corresposabilidad [...]”. Pero agregaba a continuación: “Comprendo, en cambio, perfectamente que no sería aceptable que, con mi decisión, paralice el funcionamiento de nuestras instituciones democráticas. Por ello, invito al Gobierno y al Parlamento a encontrar una solución jurídica que concilie el derecho del rey a no ser forzado a obrar en contra de su conciencia y la necesidad de preservar el buen funcionamiento de la democracia parlamentaria [...]." Tal vez no sea aventurado, respecto de este difícil caso, sostener que el rey no se opuso a la ley que enfrentaba un principio primarísimo de la ley natural. Dado que se trataba de un miembro del gobierno -en este caso particular un miembro eminente, con una auctoritas indiscutible-, su rechazo tenía una naturaleza diversa de aquélla que puede ejercer un mero ciudadano. En efecto, la desobediencia –exigible al ciudadano- es el único recurso con que cuenta el súbdito para enfrentar a la norma injusta. Por el contrario, el sucedáneo de la desobediencia a nivel del gobernante implica echar en la balanza de la conformación de la voluntad del Estado el peso de toda su potestad -aunque no se trate de aquél o aquéllos que cuentan con el poder decisorio total-. Más claramente: en tanto miembros de la comunidad política, la obligación constante y por así decir funcionalmente definitoria de promover el bien común recae antes sobre el gobernante (jefe del ejecutivo, funcionario, legislador o juez) que sobre el simple ciudadano. Consiguientemente, también la obligación de combatir la injusticia. Ahora bien, asi como el ciudadano se halla obligado a oponerse a la injusticia desde la función de súbdito, no obedeciendo al poder del Estado en tales casos -con los inconvenientes y hasta gravísimos peligros que ello entraña-, así también, por su parte, el gobernante se halla obligado a oponérsele –dentro de la órbita de su potestad- no produciendo normas injustas (leyes, decretos, tratados, sentencias, etc.) y evitando que tales normas imperen en la sociedad.
En conclusión, y sin que, en absoluto, sea nuestro ánimo juzgar moralmente al monarca, con todo, opinamos que el análisis del caso permite concluir que, aunque no se trataba del titular del poder decisorio total, el rey no echó mano de los recursos con que contaba para intentar detener la ley intrínsecamente injusta. En cambio, arguyó objeción de conciencia para no tomar parte personalmente en la promulgación y sanción de la ley, aconsejando e instando a que se arbitrasen los recaudos necesarios para que la voluntad abortista del parlamento tuviera su concreción legal, y no se obstruyera la democracia, o sea el régimen vigente.
¿Cómo podemos juzgar, a partir de este caso, la naturaleza de la objeción de conciencia, esgrimida no por el ciudadano común, sino por un miembro del poder del Estado? Creemos corresponde a un universo moral en que el bien humano objetivo adquiere la forma de un convicción subjetiva, cuyo valor, en tanto una posición entre otras igualmente valiosas, cede ante el valor del consenso, de un consenso al que se atribuye la facultad de ser constitutivo del bien y del mal.
Hay un ejemplo sonado y reciente de objeción de conciencia, que tuvo como protagonista a un soberano, el rey Balduino de Bélgica [3]. El art. 69 de la constitución belga estipula que “el rey sanciona y promulga las leyes”. Al sancionar una ley, el rey realiza un acto de voluntad dando su acuerdo a un texto aprobado por el Parlamento. El rey, pues, participa en la factura de la ley; actúa, en esa instancia, en “calidad de tercer brazo del poder legislativo”. Por otra parte, en el acto de promulgación, el rey “testifica la existencia de la ley y ordena su ejecución”; actúa, entonces, en calidad de poder ejecutivo. En marzo de 1990 el rey Balduino se negó a promulgar y sancionar la ley de aborto. Justificó su postura enviando una carta al primer ministro. El 5 de abril de ese año, el primer ministro dirigía su respuesta al rey. Proponía “que, con el acuerdo del rey, se utilice el art. 82 de la Constitución relativo a la imposibilidad de reinar” Durante ese período, y conforme al art. 79 de la Constitución, “los poderes constitucionales del rey serían ejercidos por los ministros reunidos en Consejo, y bajo su responsabilidad”. Así se hizo, y de este modo siete ministros socialcristianos firmaron la promulgación de la ley.
Es importante conocer el tenor de la carta del rey al primer ministro. Ella decía, entre otras consideraciones: “Este proyecto de ley me plantea un grave problema de conciencia [...] Al firmar este proyecto de ley y al manifestar mi acuerdo [...] estimo que asumiría inevitablemente una cierta corresposabilidad [...]”. Pero agregaba a continuación: “Comprendo, en cambio, perfectamente que no sería aceptable que, con mi decisión, paralice el funcionamiento de nuestras instituciones democráticas. Por ello, invito al Gobierno y al Parlamento a encontrar una solución jurídica que concilie el derecho del rey a no ser forzado a obrar en contra de su conciencia y la necesidad de preservar el buen funcionamiento de la democracia parlamentaria [...]." Tal vez no sea aventurado, respecto de este difícil caso, sostener que el rey no se opuso a la ley que enfrentaba un principio primarísimo de la ley natural. Dado que se trataba de un miembro del gobierno -en este caso particular un miembro eminente, con una auctoritas indiscutible-, su rechazo tenía una naturaleza diversa de aquélla que puede ejercer un mero ciudadano. En efecto, la desobediencia –exigible al ciudadano- es el único recurso con que cuenta el súbdito para enfrentar a la norma injusta. Por el contrario, el sucedáneo de la desobediencia a nivel del gobernante implica echar en la balanza de la conformación de la voluntad del Estado el peso de toda su potestad -aunque no se trate de aquél o aquéllos que cuentan con el poder decisorio total-. Más claramente: en tanto miembros de la comunidad política, la obligación constante y por así decir funcionalmente definitoria de promover el bien común recae antes sobre el gobernante (jefe del ejecutivo, funcionario, legislador o juez) que sobre el simple ciudadano. Consiguientemente, también la obligación de combatir la injusticia. Ahora bien, asi como el ciudadano se halla obligado a oponerse a la injusticia desde la función de súbdito, no obedeciendo al poder del Estado en tales casos -con los inconvenientes y hasta gravísimos peligros que ello entraña-, así también, por su parte, el gobernante se halla obligado a oponérsele –dentro de la órbita de su potestad- no produciendo normas injustas (leyes, decretos, tratados, sentencias, etc.) y evitando que tales normas imperen en la sociedad.
En conclusión, y sin que, en absoluto, sea nuestro ánimo juzgar moralmente al monarca, con todo, opinamos que el análisis del caso permite concluir que, aunque no se trataba del titular del poder decisorio total, el rey no echó mano de los recursos con que contaba para intentar detener la ley intrínsecamente injusta. En cambio, arguyó objeción de conciencia para no tomar parte personalmente en la promulgación y sanción de la ley, aconsejando e instando a que se arbitrasen los recaudos necesarios para que la voluntad abortista del parlamento tuviera su concreción legal, y no se obstruyera la democracia, o sea el régimen vigente.
¿Cómo podemos juzgar, a partir de este caso, la naturaleza de la objeción de conciencia, esgrimida no por el ciudadano común, sino por un miembro del poder del Estado? Creemos corresponde a un universo moral en que el bien humano objetivo adquiere la forma de un convicción subjetiva, cuyo valor, en tanto una posición entre otras igualmente valiosas, cede ante el valor del consenso, de un consenso al que se atribuye la facultad de ser constitutivo del bien y del mal.
[1] S. Th., I-IIae, 96, 4.
[2] Como es obvio, la inmutabilidad y universalidad se predica de los preceptos naturales, y no de las normas positivas que los concretan. Si bien la permanencia de la ley positiva no es indiferente no sólo respecto de su eficacia, sino también de su legimidad, el derecho positivo mismo es, per se, variable.
[3] Michel Schooyans, El aborto: implicaciones políticas, trad. Irene Gambra, Madrid, 1991, pp. 76 y ss.
[2] Como es obvio, la inmutabilidad y universalidad se predica de los preceptos naturales, y no de las normas positivas que los concretan. Si bien la permanencia de la ley positiva no es indiferente no sólo respecto de su eficacia, sino también de su legimidad, el derecho positivo mismo es, per se, variable.
[3] Michel Schooyans, El aborto: implicaciones políticas, trad. Irene Gambra, Madrid, 1991, pp. 76 y ss.
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