El bien común político
El valor de la vida política depende del valor del bien común político, primera causa de la existencia de la sociedad política y de la legitimidad de los mandatos de sus órganos de conducción. Se trata de un un bien que no está al alcance de los individuos; ni tan siquiera de las familias actuando aisladamente. En efecto, el orden de los bienes humanos requiere de la acción consociada de las familias, los gremios, la Universidad, y, por supuesto, de los individuos (ya que, en última instancia, son siempre los individuos quienes obran) en función de un fin que no está al alcance de las puras partes aisladas. En ese sentido podemos decir que el bien común político es completo: no es el fin solamente de un gremio, sino de ese gremio, y de todos los gremios; no es el fin de esa Universidad, sino también de las otras Universidades y de todos los demás grupos aparte de las Universidades; por lo mismo no es el fin de una sola familia, sino de esa familia y de todas las familias presentes, y de todas las futuras familias que habitarán en esa patria (porque el bien común es participable hacia el futuro: transmisible). Por otra parte –y en estrecha relación con lo dicho- el bien común político no atiende a una sola potencialidad humana perfeccionable (corpóreas, afectivas o cognoscitivas) sino a todas las dimensiones mundanales de la persona llamadas a su actualización. Se trata de un bien que potencia -a la vez que cobija- a los bienes infrapolíticos, individuales y sociales. Y ello en razón de que la sociedad política es capaz de perseguir, como “una unidad de acción (Wirkungseinheit)” –al decir de Hermann Heller [1]-, un orden de fines que está fuera del alcance de aquellos grupos aislados [2]. De allí que quepa afirmar, según la lograda expresión de un fallo de la CSJ de la República Argentina, que el bien común “es de todos porque es del todo” [3]. Tal la completitud del bien común político [4].
Educación y bien común
La educación (en su objeto y en su fin) constituye una parte integrante del ápice del bien común. Éste, como bien humano, está integrado por bienes materiales y espirituales. Pero son los bienes espirituales los que exigen, explican y justifican la sociedad política. En efecto, los hombres no se congregarían en ella si no tuviesen potencialidades espirituales que actualizar. El bien común no es per prius proveedor de bienes materiales, ni tampoco custodio de la seguridad. Luego las dos grandes dimensiones espirituales del hombre, i. e., el conocimiento y la formación del carácter, forman parte del ápice y cima del bien común político, a la vez que constituyen el contenido u objeto de la educación. Al hablar de “formación del carácter” nos referimos a la Moral en el plano natural, así como al allanamiento del camino de los hombres hacia Dios –aunque, huelga decirlo, la sociedad directa y formalmente encargada de la consecución del bien común sobrenatural sea la Iglesia-.
La aporía
Se plantea entonces una duda. Si los contenidos de la educación, i.e. el conocimiento y la virtud de los ciudadanos, forman parte del núcleo más peraltado del bien común político, ¿no deberían acaso ser los órganos de conducción de la comunidad política los primariamente investidos del derecho a impartirla en su totalidad?
La respuesta es negativa.
La comunidad política
Como ha mostrado magistralmente Julio Meinvielle [5], si bien hay relación de parte a todo entre el ciudadano y el Estado, la comunidad política no consiste en un todo continuo (como lo sería una substancia), en el cual cada operación de la parte debe atribuirse al todo: en el caso del compuesto substancial humano no es el ojo el que ve, sino Pedro. Por el contrario, la comunidad política es un todo práctico de orden, cuya forma no es la de una substancia (como el alma racional es forma substancial del compuesto humano), sino el orden teleológico que vincula a las partes. Luego, habrá operaciones de la parte que no se atribuirán al todo (pasear con los hijos no constituye, de suyo, una acción formalmente política). Ahora bien, ese todo de orden, en el específico caso del Estado, es sociedad de sociedades. De suerte que el individuo (sujeto radical de los actos humanos, pues “actiones sunt suppositorum”) cumplirá ciertas acciones en tanto padre de familia, otras en tanto empleado de la empresa, otras en tanto miembro de la Universidad, otras en tanto asociado a un club. Pero la autonomía operativa y causal de cada grupo social integrado en la pólis no niega la subordinación del fin de cada grupo infrapolítico al fin de la pólis, al cual se ordena y del cual participa. Ocurre que, con todo, la ordenación de la parte al todo no se da de acuerdo con una relación instrumental, en la que la acción de la parte no existe sino como acción del todo -ya que el instrumento obra por virtud ajena (la de la causa principal)-. Por el contrario -de resultas de la peculiar estructura ontológica de la comunidad política en tanto realidad accidental-, la operación y el fin de la parte constituyen verdaderas causas (es decir, causas totales en su orden), por más que sean causas subordinadas. Por ello esta especie de causa produce su efecto propio como verdadera causa principal, y sólo se subordina a la causa supraordenada en cuanto su órbita de competencia se halla bajo la órbita de la superior. Así pues, en el caso de la instrumentalidad se tiene una única órbita de operaciones con una única eficiencia y un único fin. Mas, por el contrario, en el caso de la subordinación se dan dos órbitas de operaciones con otras tantas eficiencias y otros tantos fines, no homogéneamente disueltos pero sí jerárquicamente ordenados. Entre la familia, por un lado, y la comunidad política, por otro, hay distinción entre diversas especies de causas totales: particular la una, universal –en el plano mundanal- la otra. Existe subordinación, ya que la órbita de la familia gira dentro de la de la pólis, pero sin que ello implique la resolución de la específica naturaleza de la familia, de su acción y de su fin en la formalidad política. Y lo mismo vale para la empresa, el gremio y la Universidad: no se trata de dependendencias administrativas del Estado, sino de grupos sociales integrados en una sociedad superior (en el sentido de supraordenada por la completitud de su fin). Un fin (hoy hay que reiterarlo), constituido por bienes humanos participables fundados en las exigencias teleológico-perfectivas de la naturaleza de las personas nucleadas en comunidad. Es decir, el bien común es un bien personal –si no, no sería bien humano-; y es un bien participable por muchos –si no, no sería común- [6].
El principio de subsidiariedad
Es en este contexto donde cobra cabal sentido el denominado principio de subsidiariedad. En la sociedad política, los fines particulares, por sí mismos -y aunque su rectitud y necesidad no sea cuestionable-, no revisten un carácter cohesivo respecto de la integridad del todo. Sin embargo, eso no los constituye en una suerte de lastre de la vida política. Muy por el contrario, en la categoría de fin particular entran los (verdaderos) bienes individuales y sociales de las sociedades infrapolíticas. Cada sociedad posee una esfera propia de competencia señalada por el fin al que tiende. Así pues, toda sociedad está investida de una facultad de conducción conmensurada al bien común respectivo, lo cual supone su capacidad para alcanzarlo y funda su derecho a no ser avasallada ni suplantada en su función por una sociedad superior. Pero es deber de la sociedad superior el promover el desenvolvimiento de la inferior y, en la eventualidad de que ésta no pueda alcanzar por sí sola su fin, suplirla adecuadamente a ese efecto. Por ello la comunidad política, promotora del bien común perfecto a nivel natural, debe preservar, alentar y, llegado el caso, tomar a su cargo, la consecución de los bienes comunes de las sociedades integradas en la pólis -familia, gremio, sociedad comercial, Universidad, etc-, ordenándolos arquitectónicamente al bien común político, pero respetando siempre la actividad específica de esas sociedades subordinadas y la autonomía relativa de sus fines propios. La sociedad política es sociedad de sociedades, en la que se armonizan y reclaman recíprocamente la primacía del bien común y la existencia y pleno desarrollo de los cuerpos intermedios, y sobre todo de las familias en ella integradas. Ello porque la familia, al igual que la comunidad política, también es natural -en el sentido de universal y necesariamente exigida por la naturaleza humana misma para la perfección de las personas- [7].
La ley natural y la educación de los hijos
Precisamente, la familia se funda en dos preceptos primarísimos de la ley natural: la unión de los sexos en amistad matrimonial y la educación de la prole a esa unión sobreviniente.
Así pues, la ley natural prescribe a los padres la educación de los hijos. Es decir que por el hecho de que les está encomendado un fin específico y grave, por esa misma razón los padres tienen el derecho a la educación de los hijos. Ahora bien, ¿se trata de un derecho de ejercicio facultativo, como cuando digo tener el derecho de pasear (o no) los domingos por el parque? De ninguna manera: es un derecho que se funda en un fin de cumplimiento necesario, y que por lo tanto hace a los padres titulares de una facultad de ejercicio obligatorio. Se trata de un deber originario, primario e inalienable [8].
Sin embargo hay dimensiones de la educación, sobre todo aquéllas relacionadas con la información científica, que en muchos casos escapan a las capacidades de los padres. Tales dimensiones, legítimamente, son delegadas a los maestros. Pero hay una dimensión decisiva, que formalmente no se refiere a los datos o las conclusiones de las ciencias y al conocimiento teórico, sino a qué uso se hará de los datos y conclusiones del conocimiento, es decir a cuáles son los bienes humanos, cuál es el sentido de la vida individual y social, cuál es el fin del hombre. Aquí la función de los padres es en principio indelegable, y en cualquier caso –como derecho- inalienable. Por ello ámbitos tales como la educación sexual, la formación política y la educación religiosa hacen a la competencia de los padres, que no debe, en especial en tales materias, ser ignorada, suplantada o avasallada por la acción de agentes de poderes públicos o privados –concretamente: por instancias que no cuenten con autorización libre y específica de los padres para colaborar, bajo contralor de los mismos padres, en la formación de los hijos-.
El bien común es el fin de la comunidad política en tanto comunidad política; pero como la comunidad política es sociedad de sociedades, luego serán agentes del bien común político no sólo los órganos definitoriamente consagrados a su tutela y promoción (i.e., los poderes del Estado), sino asimismo los cuerpos intermedios de la sociedad y las familias nucleadas en la comunidad política. Éstas, al educar a las personas, hacen una contribución de primer orden al bien común político, precisamente en una de las dimensiones que más identifican el carácter personal de ese bien: la actualización (educción) de las potencialidades del hombre en tanto ser llamado a la perfección en las virtudes, privadas y públicas.
Así pues, se imponen dos corolarios. El primero, en el plano de los principios (universales). Los investidos con el derecho a la educación de los hijos; aquéllos en los que primariamente recae la obligación de velar por la perfección de su carácter, son los padres. Más específicamente: ellos son titulares por derecho natural del derecho a elegir libremente maestros y escuelas; a asociarse con otros para crear escuelas; a supervisar la enseñanza de la escuela; a elegir educación diferenciada por sexo; a instruir a sus hijos por sí mismos, si lo considerasen necesario; a reservarse la educación sexual y la formación política; y a educar en la fe [9]. El envés negativo de este corolario expresa que en esta tarea los órganos de conducción políticos tienen una función subsidiaria, de aliento, promoción y tutela, la cual tutela tiene como fin y medida el bien humano objetivo. Cuando los órganos de poder del Estado pretenden arrogarse el derecho a la educación integral de los niños, se tiene un defecto ex auctore en la validez, para decirlo con Sto. Tomas.
Pero hoy lamentablemente se impone enunciar un segundo corolario, referido también al significado negativo del principio del derecho de los padres a la educación de sus hijos. Y se impone porque hoy los órganos de poder del Estado no sólo se extralimitan invadiendo la legítima jurisdicción de los padres, sino que a veces lo hacen para imponer valores contradictorios con el bien humano objetivo (invalidez ex fine, a veces bajo la forma de la más plena injusticia). Es decir, el poder del Estado, además de exceder sus competencias, ya no promueve el bien y evita el mal, sino que fomenta el mal y obstaculiza el bien. Es allí cuando la imprescriptibilidad y obligatoriedad de la función paterna revelan todo su valor y sentido; es allí cuando la misión de padre puede y debe traducirse en resistencia, teniendo en mira la concreta persona de los hijos y, por ello mismo, el bien común familiar, el bien común político y el bien común sobrenatural.
[1] Staatslehre, Tübingen, 1983, pp. 259 y ss..
[2] Si en su sentido estrictísimo (referida a los puros individuos), la tesis individualista es falsa, en su sentido más lato (referida a las familias o los grupos económicos), ella tampoco logra explicar la realidad política, y los bienes que la convocan. Pensemos, por ejemplo, en la tarea de la Universidad: algo tan valioso como la vida académica -comprehensiva del esfuerzo eficaz por la búsqueda de la verdad, la investigación y la formación superior- no estaría al alcance de puras familias aisladas. La vida académica necesita del suelo nutricio de la vida política.
[3] C.S.J.N., Fallos (300:836).
[4] Sergio R. Castaño, Principios políticos para una teoría de la constitución, Buenos Aires, 2006, cap. VI, passim.
[5] “El problema de la persona y la ciudad”, en Actas del Ier. Congreso Nacional de Filosofía, Mendoza, 1950, t. III. pp. 1898-1907.
[6] Sergio R. Castaño, Sobre la esencia y las principales propiedades del poder político en la tradición del aristotelismo clásico, pro manuscripto, Parte II, cap. III, parte C.
[7] Sergio R. Castaño, El Estado como realidad permanente, Buenos Aires, 2003 y 2005, cap. II, apéndice.
[8] Cfr. Beatriz Reyes Oribe, “El derecho de la familia a la educación”, en http://contemplataaliistradere.blogspot.com/
[9] Beatriz Reyes Oribe, art. cit.
El valor de la vida política depende del valor del bien común político, primera causa de la existencia de la sociedad política y de la legitimidad de los mandatos de sus órganos de conducción. Se trata de un un bien que no está al alcance de los individuos; ni tan siquiera de las familias actuando aisladamente. En efecto, el orden de los bienes humanos requiere de la acción consociada de las familias, los gremios, la Universidad, y, por supuesto, de los individuos (ya que, en última instancia, son siempre los individuos quienes obran) en función de un fin que no está al alcance de las puras partes aisladas. En ese sentido podemos decir que el bien común político es completo: no es el fin solamente de un gremio, sino de ese gremio, y de todos los gremios; no es el fin de esa Universidad, sino también de las otras Universidades y de todos los demás grupos aparte de las Universidades; por lo mismo no es el fin de una sola familia, sino de esa familia y de todas las familias presentes, y de todas las futuras familias que habitarán en esa patria (porque el bien común es participable hacia el futuro: transmisible). Por otra parte –y en estrecha relación con lo dicho- el bien común político no atiende a una sola potencialidad humana perfeccionable (corpóreas, afectivas o cognoscitivas) sino a todas las dimensiones mundanales de la persona llamadas a su actualización. Se trata de un bien que potencia -a la vez que cobija- a los bienes infrapolíticos, individuales y sociales. Y ello en razón de que la sociedad política es capaz de perseguir, como “una unidad de acción (Wirkungseinheit)” –al decir de Hermann Heller [1]-, un orden de fines que está fuera del alcance de aquellos grupos aislados [2]. De allí que quepa afirmar, según la lograda expresión de un fallo de la CSJ de la República Argentina, que el bien común “es de todos porque es del todo” [3]. Tal la completitud del bien común político [4].
Educación y bien común
La educación (en su objeto y en su fin) constituye una parte integrante del ápice del bien común. Éste, como bien humano, está integrado por bienes materiales y espirituales. Pero son los bienes espirituales los que exigen, explican y justifican la sociedad política. En efecto, los hombres no se congregarían en ella si no tuviesen potencialidades espirituales que actualizar. El bien común no es per prius proveedor de bienes materiales, ni tampoco custodio de la seguridad. Luego las dos grandes dimensiones espirituales del hombre, i. e., el conocimiento y la formación del carácter, forman parte del ápice y cima del bien común político, a la vez que constituyen el contenido u objeto de la educación. Al hablar de “formación del carácter” nos referimos a la Moral en el plano natural, así como al allanamiento del camino de los hombres hacia Dios –aunque, huelga decirlo, la sociedad directa y formalmente encargada de la consecución del bien común sobrenatural sea la Iglesia-.
La aporía
Se plantea entonces una duda. Si los contenidos de la educación, i.e. el conocimiento y la virtud de los ciudadanos, forman parte del núcleo más peraltado del bien común político, ¿no deberían acaso ser los órganos de conducción de la comunidad política los primariamente investidos del derecho a impartirla en su totalidad?
La respuesta es negativa.
La comunidad política
Como ha mostrado magistralmente Julio Meinvielle [5], si bien hay relación de parte a todo entre el ciudadano y el Estado, la comunidad política no consiste en un todo continuo (como lo sería una substancia), en el cual cada operación de la parte debe atribuirse al todo: en el caso del compuesto substancial humano no es el ojo el que ve, sino Pedro. Por el contrario, la comunidad política es un todo práctico de orden, cuya forma no es la de una substancia (como el alma racional es forma substancial del compuesto humano), sino el orden teleológico que vincula a las partes. Luego, habrá operaciones de la parte que no se atribuirán al todo (pasear con los hijos no constituye, de suyo, una acción formalmente política). Ahora bien, ese todo de orden, en el específico caso del Estado, es sociedad de sociedades. De suerte que el individuo (sujeto radical de los actos humanos, pues “actiones sunt suppositorum”) cumplirá ciertas acciones en tanto padre de familia, otras en tanto empleado de la empresa, otras en tanto miembro de la Universidad, otras en tanto asociado a un club. Pero la autonomía operativa y causal de cada grupo social integrado en la pólis no niega la subordinación del fin de cada grupo infrapolítico al fin de la pólis, al cual se ordena y del cual participa. Ocurre que, con todo, la ordenación de la parte al todo no se da de acuerdo con una relación instrumental, en la que la acción de la parte no existe sino como acción del todo -ya que el instrumento obra por virtud ajena (la de la causa principal)-. Por el contrario -de resultas de la peculiar estructura ontológica de la comunidad política en tanto realidad accidental-, la operación y el fin de la parte constituyen verdaderas causas (es decir, causas totales en su orden), por más que sean causas subordinadas. Por ello esta especie de causa produce su efecto propio como verdadera causa principal, y sólo se subordina a la causa supraordenada en cuanto su órbita de competencia se halla bajo la órbita de la superior. Así pues, en el caso de la instrumentalidad se tiene una única órbita de operaciones con una única eficiencia y un único fin. Mas, por el contrario, en el caso de la subordinación se dan dos órbitas de operaciones con otras tantas eficiencias y otros tantos fines, no homogéneamente disueltos pero sí jerárquicamente ordenados. Entre la familia, por un lado, y la comunidad política, por otro, hay distinción entre diversas especies de causas totales: particular la una, universal –en el plano mundanal- la otra. Existe subordinación, ya que la órbita de la familia gira dentro de la de la pólis, pero sin que ello implique la resolución de la específica naturaleza de la familia, de su acción y de su fin en la formalidad política. Y lo mismo vale para la empresa, el gremio y la Universidad: no se trata de dependendencias administrativas del Estado, sino de grupos sociales integrados en una sociedad superior (en el sentido de supraordenada por la completitud de su fin). Un fin (hoy hay que reiterarlo), constituido por bienes humanos participables fundados en las exigencias teleológico-perfectivas de la naturaleza de las personas nucleadas en comunidad. Es decir, el bien común es un bien personal –si no, no sería bien humano-; y es un bien participable por muchos –si no, no sería común- [6].
El principio de subsidiariedad
Es en este contexto donde cobra cabal sentido el denominado principio de subsidiariedad. En la sociedad política, los fines particulares, por sí mismos -y aunque su rectitud y necesidad no sea cuestionable-, no revisten un carácter cohesivo respecto de la integridad del todo. Sin embargo, eso no los constituye en una suerte de lastre de la vida política. Muy por el contrario, en la categoría de fin particular entran los (verdaderos) bienes individuales y sociales de las sociedades infrapolíticas. Cada sociedad posee una esfera propia de competencia señalada por el fin al que tiende. Así pues, toda sociedad está investida de una facultad de conducción conmensurada al bien común respectivo, lo cual supone su capacidad para alcanzarlo y funda su derecho a no ser avasallada ni suplantada en su función por una sociedad superior. Pero es deber de la sociedad superior el promover el desenvolvimiento de la inferior y, en la eventualidad de que ésta no pueda alcanzar por sí sola su fin, suplirla adecuadamente a ese efecto. Por ello la comunidad política, promotora del bien común perfecto a nivel natural, debe preservar, alentar y, llegado el caso, tomar a su cargo, la consecución de los bienes comunes de las sociedades integradas en la pólis -familia, gremio, sociedad comercial, Universidad, etc-, ordenándolos arquitectónicamente al bien común político, pero respetando siempre la actividad específica de esas sociedades subordinadas y la autonomía relativa de sus fines propios. La sociedad política es sociedad de sociedades, en la que se armonizan y reclaman recíprocamente la primacía del bien común y la existencia y pleno desarrollo de los cuerpos intermedios, y sobre todo de las familias en ella integradas. Ello porque la familia, al igual que la comunidad política, también es natural -en el sentido de universal y necesariamente exigida por la naturaleza humana misma para la perfección de las personas- [7].
La ley natural y la educación de los hijos
Precisamente, la familia se funda en dos preceptos primarísimos de la ley natural: la unión de los sexos en amistad matrimonial y la educación de la prole a esa unión sobreviniente.
Así pues, la ley natural prescribe a los padres la educación de los hijos. Es decir que por el hecho de que les está encomendado un fin específico y grave, por esa misma razón los padres tienen el derecho a la educación de los hijos. Ahora bien, ¿se trata de un derecho de ejercicio facultativo, como cuando digo tener el derecho de pasear (o no) los domingos por el parque? De ninguna manera: es un derecho que se funda en un fin de cumplimiento necesario, y que por lo tanto hace a los padres titulares de una facultad de ejercicio obligatorio. Se trata de un deber originario, primario e inalienable [8].
Sin embargo hay dimensiones de la educación, sobre todo aquéllas relacionadas con la información científica, que en muchos casos escapan a las capacidades de los padres. Tales dimensiones, legítimamente, son delegadas a los maestros. Pero hay una dimensión decisiva, que formalmente no se refiere a los datos o las conclusiones de las ciencias y al conocimiento teórico, sino a qué uso se hará de los datos y conclusiones del conocimiento, es decir a cuáles son los bienes humanos, cuál es el sentido de la vida individual y social, cuál es el fin del hombre. Aquí la función de los padres es en principio indelegable, y en cualquier caso –como derecho- inalienable. Por ello ámbitos tales como la educación sexual, la formación política y la educación religiosa hacen a la competencia de los padres, que no debe, en especial en tales materias, ser ignorada, suplantada o avasallada por la acción de agentes de poderes públicos o privados –concretamente: por instancias que no cuenten con autorización libre y específica de los padres para colaborar, bajo contralor de los mismos padres, en la formación de los hijos-.
El bien común es el fin de la comunidad política en tanto comunidad política; pero como la comunidad política es sociedad de sociedades, luego serán agentes del bien común político no sólo los órganos definitoriamente consagrados a su tutela y promoción (i.e., los poderes del Estado), sino asimismo los cuerpos intermedios de la sociedad y las familias nucleadas en la comunidad política. Éstas, al educar a las personas, hacen una contribución de primer orden al bien común político, precisamente en una de las dimensiones que más identifican el carácter personal de ese bien: la actualización (educción) de las potencialidades del hombre en tanto ser llamado a la perfección en las virtudes, privadas y públicas.
Así pues, se imponen dos corolarios. El primero, en el plano de los principios (universales). Los investidos con el derecho a la educación de los hijos; aquéllos en los que primariamente recae la obligación de velar por la perfección de su carácter, son los padres. Más específicamente: ellos son titulares por derecho natural del derecho a elegir libremente maestros y escuelas; a asociarse con otros para crear escuelas; a supervisar la enseñanza de la escuela; a elegir educación diferenciada por sexo; a instruir a sus hijos por sí mismos, si lo considerasen necesario; a reservarse la educación sexual y la formación política; y a educar en la fe [9]. El envés negativo de este corolario expresa que en esta tarea los órganos de conducción políticos tienen una función subsidiaria, de aliento, promoción y tutela, la cual tutela tiene como fin y medida el bien humano objetivo. Cuando los órganos de poder del Estado pretenden arrogarse el derecho a la educación integral de los niños, se tiene un defecto ex auctore en la validez, para decirlo con Sto. Tomas.
Pero hoy lamentablemente se impone enunciar un segundo corolario, referido también al significado negativo del principio del derecho de los padres a la educación de sus hijos. Y se impone porque hoy los órganos de poder del Estado no sólo se extralimitan invadiendo la legítima jurisdicción de los padres, sino que a veces lo hacen para imponer valores contradictorios con el bien humano objetivo (invalidez ex fine, a veces bajo la forma de la más plena injusticia). Es decir, el poder del Estado, además de exceder sus competencias, ya no promueve el bien y evita el mal, sino que fomenta el mal y obstaculiza el bien. Es allí cuando la imprescriptibilidad y obligatoriedad de la función paterna revelan todo su valor y sentido; es allí cuando la misión de padre puede y debe traducirse en resistencia, teniendo en mira la concreta persona de los hijos y, por ello mismo, el bien común familiar, el bien común político y el bien común sobrenatural.
[1] Staatslehre, Tübingen, 1983, pp. 259 y ss..
[2] Si en su sentido estrictísimo (referida a los puros individuos), la tesis individualista es falsa, en su sentido más lato (referida a las familias o los grupos económicos), ella tampoco logra explicar la realidad política, y los bienes que la convocan. Pensemos, por ejemplo, en la tarea de la Universidad: algo tan valioso como la vida académica -comprehensiva del esfuerzo eficaz por la búsqueda de la verdad, la investigación y la formación superior- no estaría al alcance de puras familias aisladas. La vida académica necesita del suelo nutricio de la vida política.
[3] C.S.J.N., Fallos (300:836).
[4] Sergio R. Castaño, Principios políticos para una teoría de la constitución, Buenos Aires, 2006, cap. VI, passim.
[5] “El problema de la persona y la ciudad”, en Actas del Ier. Congreso Nacional de Filosofía, Mendoza, 1950, t. III. pp. 1898-1907.
[6] Sergio R. Castaño, Sobre la esencia y las principales propiedades del poder político en la tradición del aristotelismo clásico, pro manuscripto, Parte II, cap. III, parte C.
[7] Sergio R. Castaño, El Estado como realidad permanente, Buenos Aires, 2003 y 2005, cap. II, apéndice.
[8] Cfr. Beatriz Reyes Oribe, “El derecho de la familia a la educación”, en http://contemplataaliistradere.blogspot.com/
[9] Beatriz Reyes Oribe, art. cit.
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