domingo, 28 de junio de 2009

Notas sobre la noción de mando político en Aristóteles

Notas sobre la noción de mando político en Aristóteles

Abstract
The article treats with one of the major principles of the aristotelian practical philosophy, i. e. the distinction between rational rule and despotic power. The former rests on the rational nature of the subjects and aims to an end which is common both to the superior and to the subjects. On the contrary, neither of those properties are implicated in the latter.
This aristotelian thesis, shared by the whole classical natural law theory –from Aquinas to Althusius-, supports authority’s definition as direction toward a common good, and shows social and political life as having an intrinsic value.
Finally, the article points out that Aristotle´s theory concerning command contests some of the main psychological, ethical and sociological modern positions (as those of Freud, Kant and Weber), whose conception of command is based upon repression and violence.


I. Introducción
Pocos temas de la “filosofía de las cosas humanas” aparecen tan cruciales como el que nos ocupa en estas notas. Y utilizamos adrede la expresión aristotélica –abarcativa del entero campo de la filosofía práctica- para significar con ella el vasto alcance de la cuestión. En efecto, el debate en torno de la naturaleza racional del mando compromete desde la psicología clínica a la teoría política, pasando por la sociología, la pedagogía, la ética y el derecho.

II. La cuestión en la antropología filosófica
Corresponde hacer, desde el vamos, una aclaración respecto de la perspectiva de nuestra aproximación al tema. No pretendemos incursionar en la historia de los escritos del Estagirita, ni tan siquiera en la “historia de su desarrollo” doctrinal, para decirlo con Jaeger. Sin que ello comporte pasar por alto la diversidad de matices que sea dable descubrir entre sus distintas obras –y, a veces, entre las distintas etapas de cada obra-, nuestra intención se dirige a poner de relieve el concepto de mando político que Aristóteles legó a la posteridad. Conviene hacer la aclaración en este lugar, tanto por situarse al comienzo de nuestros desarrollos, cuanto porque la cuestión antropológica misma de la composición y naturaleza del alma –una cuestión nuclearmente involucrada en nuestro tema- recibió del Estagirita tratamientos diversos, mas no contradictorios.[1]
Vamos a la exposición que hace Aristóteles de las partes del alma en la Ética Nicomaquea. La razón por la que aparece tal tema en la Ética tiene que ver, para decirlo con terminología moderna, con la subalternación de los saberes prácticos (la ética individual y familiar, el derecho, la economía y la política) a la antropología. Así lo dice el propio Aristóteles: “Se supone que el verdadero político se ha consagrado sobre todo al estudio de la virtud, porque quiere hacer, a sus conciudadanos, buenos y obedientes a las leyes [...] Pero evidentemente la virtud que debemos estudiar es virtud humana, porque el bien que estamos buscando es un bien humano y la felicidad, felicidad humana. Por virtud humana entendemos no la excelencia del cuerpo sino la del alma, y llamamos felicidad a una actividad del alma. Pero si esto es así, evidentemente el político debe conocer algo acerca del alma [...]” (1102 a 7 – 19).
A continuación, Aristóteles explica cuáles son esos conocimientos sobre el alma humana de los que el experto en Política (estudioso u hombre de acción) no puede prescindir. Hay en el alma -como principio vital de las operaciones del hombre- dos partes (mo¿ria), una irracional (a)¿logon) y otra racional (to\ lo¿gon e)¿xon). Esto puede afirmarse aun sin pretender determinar si existe entre ambas una distinción real o meramente conceptual. La primera de ellas es común a todo ser vivo, y es causa, asimismo, de su nutrición y crecimiento a través de cada estadio de su desarrollo. Esta parte, más allá de la muy limitada influencia que sobre ella pueda ejercer la racionalidad, no participa de la excelencia específicamente humana. Ahora bien, lo irracional posee otra “naturaleza ( fu¿sis)” -con el sentido de “facultad”- [2], que participa de algún modo (pws) de la razón. La prueba de ello consiste, para Aristóteles, en que tanto en el caso del hombre continente cuanto en el del incontinente nosotros elogiamos a su razón (práctica), que los exhorta al cumplimiento de las mejores acciones; con todo, en ambos casos no deja de manifestarse la presencia de otro elemento, contrario a la razón, con la que lucha y a la que le opone resistencia. Se trata, como se dirá enseguida, del conflicto que suscitan los apetitos, más o menos indóciles al dictado de la razón. Sin detenerse a dirimir cuál sea la naturaleza de la distinción entre ambas partes –real o conceptual, como en el caso anterior- Aristóteles señala la existencia de un principio del alma que, salvo en el caso del virtuoso, puede oponerse a la razón.
Decisivo resulta para nosotros el modo de la relación entre esas partes del alma, tal como lo plantea Aristóteles: “[El principio irracional] parece participar (mete¿xein) también de la razón, como dijimos. En el hombre continente, al menos, obedece (peiqarxei=) a la razón; y es, tal vez, aun más obediente (euhkow¿teron) en el templado y en el valiente, pues en él todo consuena con la razón. Parece, entonces, que el principio irracional es doble. Pues, por un lado, lo vegetativo no comulga (koinonei=) en absoluto con la razón; por otro, lo apetitivo y, en general, desiderativo, participa de alguna manera (mete¿xei pws), en cuanto le es dócil (kath¿koon) y obediente (peiqarxiko¿n); así como decimos tener en cuenta la razón del padre o de los amigos, pero no la de los matemáticos. Que lo irracional es persuadido de alguna manera por la razón lo muestran la amonestación y todo reproche y exhortación” (1102 b 25 – 1103 a 1). En parejo sentido se expresa la Ética Eudemia (1219 b 26-36).
En el libro VIII, al tratar acerca de las formas de gobierno, se señala como una propiedad de las formas desviadas el sufrir un defecto en la amistad. A propósito de lo cual, Aristóteles establece una implicación doctrinal clave en el plano práctico (ético-jurídico-político). En las formas sociales en las que no hay algo en común al que manda y al que obedece tampoco hay amistad, pues no hay ni siquiera justicia. Se trata, entonces, de una relación análoga a la que se da entre el alma y el cuerpo, [3] o entre un hombre y su instrumento inanimado (1161 a 30 y ss.). Esto significa que entre el hombre y su instrumento no hay un fin común; el único fin en juego es del individuo que se sirve del instrumento: la acción persigue un fin individual, imparticipable por la cosa (1160 b 29 – 30). Así pues, la subordinación instrumental excluye, en tanto tal, la participación de un fin común. Ahora bien, si la ausencia de un bien común en la relación (de subordinación) social implica la inexistencia de relaciones de justicia entre los miembros, la justicia, a su vez, exige la racionalidad de éstos últimos.
A partir de esta caracterización de las relaciones entre las partes del alma –en donde la supraordinación racional responde al orden mismo de la naturaleza del hombre, y viene exigida por su dinámica perfectiva- estamos ya en condiciones de extraer algunas notas, propias o esenciales, de la noción de imperio. Cuando involucra a lo específicamente humano (ya se trate de “partes” del alma superiores al plano vegetativo, ya se trate –como veremos en el campo político- de miembros plenos de la pólis-), el mando y la obediencia pivotea en torno de la participación del precepto racional del superior en el subordinado. Ello presupone la común participación de ambos en la racionalidad, es decir, su idéntica –o, por lo menos, análoga- condición racional; el acuerdo entre quien manda y quien obedece, basado en el contenido veritativo del mandato; la función directiva y, cabría agregar, la esencia intrínsecamente valiosa del mando; la existencia de alguna forma de fin común, es decir, de un bien asequible a las partes gracias a la acción común; todo lo cual distingue al imperio, por definición, de la mera sujeción al arbitrio de otro, de la obediencia fundada en la coacción, de la utilización instrumental de una cosa y, si la entendemos en su sentido más genuino (vgr., como lo antinatural contrario al orden finalista de la naturaleza), de la violencia.

III. Las especies del mando social a la luz de la analogía con la antropología
La temática de fondo que hemos espigado en las Éticas reaparece con asiduidad en el texto de la Política, y a propósito de cuestiones centrales de la teoría del poder.
Nada menos que en el capítulo 5 del libro I, cuando establece la diferencia específica entre los diversos grupos sociales y -correspondientemente, entre las diversas formas del poder social-, Aristóteles reasume y aplica lo esencial de su doctrina sobre las partes del alma. Veamos el sentido y el alcance de esta analogía.
No están en lo cierto, afirma el Estagirita, todos aquéllos que sostienen que entre un político [4], un rey, un padre de familia y un patrón de esclavos sólo hay diferencias cuantitativas, y no específicas (1252 a 7 ss; 1253 b 18-20). [5] Asimismo, es un error, atribuible a la rusticidad cultural de los bárbaros, el considerar que no hay diferencia entre la mujer y el esclavo (1252 a 34 ss). [6] Al enfrentar, en el comienzo mismo de la Política, las opiniones que creen idénticas todas las posibles de sujeción de un individuo o grupo a otro individuo o grupo, Aristóteles distinguirá las formas de poder social de acuerdo con la naturaleza del fin social que agrupa a los miembros. Pero, a su vez, la diversidad del fin social conlleva diversidad funcional entre éstos últimos. Y la clave de la estructura de la subordinación, tal como se da entre los miembros de cada clase de grupo, descansa en una relación análoga a la que existe entre las partes del alma. Veámoslo.
En el viviente, afirma Aristóteles (1254 b 2 y ss.), existe tanto el mando despótico cuanto el mando político. Pues el alma rige al cuerpo del primer modo, mientras que el intelecto (nou=s) (práctico) gobierna al apetito con imperio político o real (politikh\n kai\ basilikh¿n). En ambos casos, la sujeción es conveniente y según el orden de la naturaleza para los dos polos de la relación de subordinación. Los adjetivos “político” y “real” aluden a un mando que se ejerce sobre un sujeto libre, el cual obedece en la medida en que permite que el precepto racional del superior guíe su acción. Pero -cabe ir adelantándolo desde ahora- el mando real supone la imposibilidad, o, por lo menos, la ilegitimidad, de la alternancia entre gobernantes y gobernados. Precisamente lo que no debe ocurrir entre libres e iguales, donde la justicia impone la participación de todos en el gobierno, es decir, lo contrario de lo que ocurre en una pólis organizada según el régimen republicano, o politéia. Nos encontramos, entonces, con dos acepciones del término “político (politikh¿)”: una estricta, que significa el mando entre sujetos libres con alternancia de las funciones de mando y obediencia; y otra lata, que engloba el mando real, vgr., ejercido por quien no alterna con los súbditos las funciones de mando, pero que, con todo, no gobierna sin el consenso de sujetos libres. Éste último es el que compete, en el plano antropológico, al imperio de la razón sobre los apetitos.
Un poco más adelante (1259 b 1 y ss.), la doctrina que venimos estudiando se aplica a las formas de la autoridad doméstica. Allí encontramos una oscilación terminológica que amerita ser dilucidada. La autoridad “real” es analogada a la del padre sobre sus hijos. En tal caso, dice Aristóteles, la no alternancia en el poder se explica por la diferencia natural (fu¿sei) entre el padre y los hijos -manifestada en la diferencia de edad y en el afecto (fili¿an)-; no obstante lo cual, padre e hijos pertenecen al misma tronco (ge¿nei). En cambio, la autoridad del marido sobre la mujer, a pesar de no darse tampoco en ella la alternancia, es llamada “política”. Así pues, el mando “político”, en este trecho, viene a implicar, como en el anterior, el consenso de un sujeto libre, aunque en este passus no se dé la alternancia en las funciones de mando y obediencia. Cuando funda antropológicamente la diferencia entre las relaciones marido-mujer/padre-hijos, Aristóteles afirma que conviene mande el varón, debido a su (“^s epi) to\ polu)", "ut in pluribus”) superior capacidad imperativa, sin que ello implique un defecto en la racionalidad (por lo menos, deliberativa) de la mujer. En cambio, el niño posee una racionalidad meramente potencial (“inacabada -a)tele¿s-“). Ahora bien, incluso en este último caso, no puede decirse que el súbdito (el hijo) se halle privado de la racionalidad. Esto sí ocurre con el esclavo en tanto tal (es decir, en tanto el mando se aplica a alguien tenido por un mero instrumento): allí debe hablarse de mando “despótico” a secas. Si vinculamos el status de los individuos involucrados en la relación de subordinación con los bienes en juego, salta a la vista análoga diferencia: el poder del amo sobre el esclavo se ejerce en vista del interés individual del primero, y sólo por accidente en beneficio del segundo; por el contrario, la autoridad del esposo y la de los padres se ejerce en vista del bien común del grupo (1278 b 30 y ss.). En puridad, hay grupo social (como comunidad) entre los esposos y entre los padres y los hijos –dado que hay un bien participable-, pero no ocurre lo propio entre el amo y el esclavo. [7]
En conclusión, y abarcando los dos últimos textos, cabría afirmar que sigue en pie la distinción fundamental entre el mando ejercido sobre sujetos investidos -actual o potencialmente, perfecta o imperfectamente- de la naturaleza racional; y el ejercido sobre sujetos pertenecientes al plano vegetativo, o considerados privados de la racionalidad. A la primera especie (rectius, género) se le llamará ya “política”, ya “real”, y tomará la forma de la alternancia de funciones entre iguales (los ciudadanos de una politéia): autoridad política en sentido estricto; la del mando del marido sobre la mujer (sin alternancia, pero ejercido sobre un sujeto racional y con consenso): política en sentido lato; y la del mando que no permite legítimamente la alternancia, ya que los súbditos no pueden siquiera velar por sí mismos (vgr., son no acabadamente racionales, como los niños): real en sentido estricto. El segundo modo, en su sentido más definitorio, excluye la racionalidad y/o la libertad de lo sujeto, y excluye asimismo, a fortiori, la auténtica participación de un fin común: despótica en sentido estricto. [8] El primer modo, o género, corresponde a las tres formas de las relaciones intrafamiliares, tales como aparecen en la Ética. La comunidad entre el padre y los hijos es análoga a la constitución monárquica; la comunidad entre esposos es análoga a la constitución aristocrática; y la comunidad entre hermanos es análoga a la timocrática, o republicana (1160 b 24 y ss.). En todos esas formas -familiares y político-constitucionales (polite¿iai)- hay amistad, dice Aristóteles; en cambio, la amistad es nula o mínima en el analogado político del mando despótico sensu stricto, vgr., la tiranía. Ésta se distingue en que quien manda busca su solo bien particular. Similar doctrina hállase también en la Política; por ello la tiranía aparece también como la forma más alejada de lo que puede llamarse una constitución (1160 b 7 – 9; 1289 b 2 - 3; 1293 b 27 - 29).
La doctrina de las partes del alma a la base de la distinción específica (o sea, esencial) entre el mando sobre quien no es libre y el imperio sobre el libre (y, eventualmente también, igual) aparece asimismo en el libro VII de la Política, en el que se traza el orden constitucional óptimo. En la república ideal, donde la virtud de un buen ciudadano y de un gobernante coincide con la de un hombre bueno, se observa la alternancia entre gobernantes y gobernados. En ella, de acuerdo con un criterio “hetario” -es decir, de juventud o madurez- los mismo gobiernan y son gobernados. [9] En este contexto ético-político Aristóteles recuerda que el hombre bueno es aquél que cultiva las virtudes de las dos partes del alma, a saber, de la que posee en sí misma la razón, y de la que no la posee en sí misma, pero es capaz de escucharla (u(pakou¿ein) (1333 a 15). También aquí –como, asimismo, en 1334 b 17 y ss- la similitud terminológica y conceptual con la Ética Nicomaquea es evidente.
Establezcamos, entonces, con Aristóteles, una conclusión socio-antropológica cuyas implicaciones políticas ya hemos vislumbrado: “Considerar que todo poder es despótico no es correcto” (1325 a 27 – 28), pues “las diferentes relaciones exigen diferentes formas de mando” (1160 b 31 – 32).

IV. El imperio sobre hombres libres y su manifestación en la vida política
La naturaleza del imperio político en Aristóteles –como tendremos ocasión de constatar-, no sólo depende de la estructura ontológica del hombre y de las causas que fundan su obrar, sino que se halla intrínsecamente vinculada con el sentido y el valor de la vida política.
Retomemos nuestra última conclusión. Al contrario de lo que algunos pretenden, las formas de autoridad no son idénticas, dice Aristóteles oponiéndose, sin duda, a Platón. [10] En efecto, al contrario de la doméstica y de la despótica, la autoridad política se ejerce sobre hombres libres e iguales (e)leuqe¿rwn kai\ i`+)swn) (1255 b 16 y ss.). Precisamente por ello, tal imperio es más noble y está más de acuerdo con la virtud que el mando despótico (1333 b 26). La definición aristotélica del ciudadano se corresponde con todo lo dicho. La pólis es una multitud de ciudadanos reunida para vivir en autarquía [11], y son tales todos aquellos individuos que pueden participar en el poder deliberativo o en el judicial (1275 a 22; 1275 b 17); o -en un sentido si se quiere más pleno- son ciudadanos aquéllos que pueden ejercer la potestad de mando en la ciudad, en forma individual o colegiada, en orden a la gestión de los asuntos comunes (1278 b 2 – 5). De todas maneras, y Aristóteles lo reitera, el término “ciudadano” admite tantas acepciones cuantas especies de regímenes existen, pues varía de un régimen a otro. En el régimen mejor, ciudadano es quien elige gobernar y ser gobernado alternativamente en vista de la vida virtuosa (1283 b 42), [12] pues, si los hombres son semejantes entre sí, es noble y justo que se turnen en el gobierno (1325 a 7).
El mejor régimen, pues, es denominado politéia por el Estagirita. Al respecto, caben hacer dos acotaciones importantes. La primera consiste en la salvedad de que la participación en el poder del Estado de que habla Aristóteles no se identifica con lo que él mismo llama “democracia”, régimen cuya propiedad distintiva es la libertad. Pues, por un lado, dicha libertad -entendida en sentido absoluto, vgr., desligada de la ley- se opone a la politeia y constituye una de las formas desviadas de gobierno (parekba¿seis [13]). Por otro (y precisamente en razón de lo anterior), la alternancia en el poder es una de las formas que puede revestir la libertad (1317 b 2 – 3) [14]; esto significa que la participación en el poder, incluso bajo la forma de la universal electibilidad de los ciudadanos para los cargos públicos, no se identifica –antes al contrario- con la “ley del número”. Por tal entiende el Estagirita “que cada uno tenga una parte igual por el número y no por el mérito; y, siendo eso lo justo, es necesario que la multitud sea soberana y que el parecer de la multitud sea definitivo (te¿los)” (1317 b 3 – 7). En esta forma desviada se ha establecido lo contrario de la utilidad (común); la causa de lo cual hay que buscarla en el erróneo concepto de libertad con que se rige. En efecto, tal régimen identifica lo justo con lo igual decidido arbitrariamente por la multitud y, de análoga manera, también identifica la libertad con la no sujeción a un orden constitucional estable. [15] Pero vivir según la constitución, dice Aristóteles, no es esclavitud sino salvación (1310 a 25 – 38). De allí que, al bosquejar en en libro IV los diversos tipos de democracia, el Estagirita haya afirmado que “esa [forma de] democracia no es una constitución, pues donde las leyes no gobiernan no hay constitución” (1292 a 31 – 32). [16]
La segunda acotación importante tiene que ver con la irreductibilidad de la legitimidad política a una forma de gobierno, así ésta fuere la llamada politéia, considerada en abstracto por Aristóteles como la mejor constitución. Como veremos enseguida, se trata de una cuestión de la máxima relevancia, tanto en sí misma, cuanto respecto de nuestro tema. En sí misma, porque –para decirlo sintéticamente- Aristóteles coloca el quicio de la legitimidad política en la ordenación al bien común (primer principio de legitimidad) (1278 b 15 y ss.). [17] Esto no significa que, en concreto, cualquier forma de organización de la pólis sea recta; ya hemos visto cómo la condición misma del hombre implica ciertas exigencias en las relaciones de subordinación que resulta ilícito desconocer. Pero sí implica que el bien común puede –y debe- ser buscado de acuerdo con las capacidades, idiosincracia y usos vigentes de cada pueblo (1288 b 21 y ss.; 1295 a 25 – 31);[18] lo cual, a su vez, comporta la legitimidad de una pluralidad de formas de gobierno, cuyos grandes tipos genéricos fueron llamados por Aristóteles -y lo son hasta hoy- monarquía, aristocracia y república (politéia).
Son legítimas, pues -en abstracto y como tipos genéricos-, las tres formas antedichas. Tomemos un ejemplo. La forma monárquica –análoga a la autoridad paterna y la más cercana al mando despótico- es legítima en la medida en que se ordene al bien común y en que consuene con la idiosincracia de la comunidad (1284 b 35 y ss.). Las principales especies enumeradas por Aristóteles son la griega de los tiempos heroicos (consensuada, hereditaria y según la ley, en que el rey era general, juez y sacerdote); la imperante entre los bárbaros (monarquía hereditaria cuyo acceso al trono es conforme a la ley del reino); la “asymnetía” (régimen despótico electivo semejante a una dictadura, y según la ley –por lo menos, la de acceso al poder-); la espartana (generalato vitalicio). A ellas, todas en mayor o menor medida según la ley y consensuadas por los súbditos, se agrega la monarquía absoluta (pambasile¿ia), donde no hay más ley que la voluntad del príncipe. Ahora bien, hay casos excepcionales en que aun esta forma extrema puede llegar a ser legítima. [19] En síntesis, dice el Estagirita al concluir su estudio sobre la monarquía, existen comunidades dispuestas, a causa de su talante, a ser regidas despóticamente –entendiendo este término en un sentido lato, vgr. como “arbitrario”, y no como mando ejercido sobre meros instrumentos-; otras, dispuestas a ser regidas por un rey; otras, a gobernarse políticamente (sensu stricto). Y cada comunidad, en tales regímenes, es capaz de hallar la justicia y el bien (común) (1287 b 37 – 39).
Por el contrario, afirma Aristóteles a renglón seguido, la tiranía es contra natura. Se trata, como vimos supra, de la corrupción despótica del poder monárquico (1279 b 16 – 17), en la que quien ejerce el poder tiene en mira su interés individual (1295 a 17 – 24) y, por ende, manda a la comunidad política como a un hato de esclavos. El tirano, remarca Aristóteles, se caracteriza por ejercer el mando independientemente de la voluntad de sus súbditos (1314 a 34 – 38). Lo cual debe ser entendido como el recurso habitual a la fuerza para la sustentación del régimen, rasgo consonante con el naturaleza despótica de su poder. [20] Para el Estagirita, la política no se confunde con un arte despótica, y no sólo en el ámbito interno: tampoco en el de las relaciones internacionales. En efecto, dice -esbozando una crítica del imperialismo fundada en los principios del orden político-, parece absurdo que la tarea propia del hombre de Estado sea mandar despóticamente sobre sus vecinos (1324 b 22 – 26). El objeto de la política no es el ejercicio, conservación y aumento del poder (coactivo), así como el del médico y el del navegante tampoco consiste en convencer por la buenas o por las malas a quienes de ellos dependen (1324 b 30-31).

V. Colofón
La política es una actividad de suyo valiosa, un bien en sí, y no un “remedio de males”. No se origina ante la necesidad de reparar, conjurar o controlar ciertas circunstancias desgraciadas, como ocurre con el castigo al culpable de un delito. Por el contrario, es causada y existe por un bien en sí (a(plw=s) (1332 a 7 – 27). [21] Ahora bien, el eje de la valiosidad de la política, manifestada en la natural politicidad del ser racional que es el hombre, es el bien común. Y el bien común es buscado y gerenciado por un grupo cultural, nacional y socialmente concreto. Esta última propiedad, vgr., la de la historicidad concreta, impide señalar -de una vez, para siempre y para todos- a una única forma legítima de organización política, económica y jurídica. Mas, por su parte, la exigencia racional del bien común sí exige la participabilidad del fin social, y un modo de conducción autoritativa acorde con la naturaleza del hombre. A ambas exigencias naturales (en su sentido teleológico-perfectivo) se opone el mando despótico. En efecto, éste, asumido en su sentido más estricto, es antinatural ante todo por negar la necesidad del fin político y su comunidad; luego, por negar la condición humana. La nota de contra natura, en que principalmente consiste la violencia, se corresponde con el recurso a la fuerza coactiva, en que el mando despótico asienta su poder.
El valor de la tesis de Aristóteles, tanto en el plano psicológico cuanto en el ético y en el político, es manifiesto. De la desfiguración represiva y coactiva del poder –tan habitual en la modernidad- pasamos a una concepción que lo afirma como una función ordenadora y directiva, de presencia necesaria a la vez que de signo axiológicamente positivo. Y corresponde aquí señalar que la posición aristotélica constituye el núcleo de la doctrina del poder de la escuela clásica del derecho natural, desde Tomás de Aquino hasta Altusio; y que se manifista incluso en autores ajenos a esa órbita, como –ya en el s. XX- el sociólogo Georges Gurvitch.
La riqueza que esta tesis encierra en sí misma corre pareja con la trascendencia polémica de que se halla impregnada, la cual salta a la vista por poco que se la enfrente con algunas de las más difundidas teorías modernas sobre el hombre y la sociedad. Baste pensar en la psicología de Freud, [22] la ética de Kant [23] y la sociología de Weber, [24] por sólo poner tres ejemplos.


Prof. Dr. Sergio Raúl Castaño,
Investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas (CONICET), Profesor regular de Teoría del Estado (Facultad de Derecho – Universidad de Buenos Aires)
Suiza 1065 (8400) Bariloche, Argentina


[1] Sobre la polémica acerca de la evolución de la enseñanza sobre el alma en sí misma, y en su relación con el cuerpo, nos atenemos a las conclusiones de Charles Lefèvre: “El tema dualista que comanda de la manera más neta el plan de las Éticas, a saber, la distinción de los niveles racional e irracional, no contradice la doctrina hilemórfica [...] en lo esencial, la antropología a la que recurre la “política” es adecuada al tema” [pues] la unidad substancial del hombre no impide que el problema central de la conducta consista en penetrar de razón al a)¿logon [...] Respecto del De anima, hay diferencia, no contradicción “ (Sur l’ évolution d’ Aristote en Psychologie, Louvain, 1972, 214-250)
[2]L’ Éthique à Nicomaque, trad. Jean Tricot , París, 1967, 84.
[3] Este esquema “instrumentista”, en lo que se refiere al plano antropológico, no implica dualismo, sino que puede representar una fórmula analógica que induzca a reconocer al alma y la racionalidad como el fin de todo el compuesto humano (Cfr. Lefèvre -nota 1- 221-222).
[4] El término alude no sólo al magistrado que gobierna una ciudad, sino a la forma más alta del saber práctico, encarnada en el legislador que establece la constitución de la comunidad (Cfr. la traducción de Jean Aubonnet, La Politique, Paris, 1960-89, t. I, 106). Y la virtud del legislador es, por antonomasia, la prudencia arquitectónica. Sobre la prudencia como virtud intelectual directiva de grupos sociales tales como la familia y la polis, cfr. Richard Bodéüs, Le philosophe et la cité, 1982, especialmente 125 y ss.
[5] La relación entre el hombre y la mujer, así como el tema de la esclavitud, ameritan una líneas en nota.
En cuanto a la sujeción de la mujer al marido en la doctrina de Aristóteles, dice el gran scholar W. L. Newman: “[el matrimonio] puede llegar a ser no sólo una amistad para la utilidad y para el placer, sino también una amistad del tipo más alto –una amistad para la virtud (E. N., 1162 a 24 ss)-. Tal vez no alcance el nivel moral de una amistad entre dos hombres de virtud plena (spouda¿ioi) –Aristóteles apenas habría sido griego si hubiera pensado así-; pero es una forma de amistad y algo más: una unión cooperativa de especial cercanía y permanencia para los más elevados fines. Marido y mujer no son solamente ‘amigos’, sino partícipes en una obra común” (W. L. Newman, The Politics of Aristotle, New York, 1973, t. 1, 191).
En cuanto a la posición del Estagirita sobre la esclavitud, una aguda apreciación de otro de sus traductores franceses, Pierre Pellegrin, echa luz sobre los matices críticos con que Aristóteles presenta dicha práctica. En efecto, a la hora de mostrar la existencia de personas que puedan estar sujetas a semejante vínculo no merced a la pura fuerza, sino legítimamente, Aristóteles transita un camino metodológico inverso al que le es habitual: primero construye el concepto de lo que sería el esclavo por naturaleza, y luego examina si tales hombres existen. Es decir que no induce a partir de la experiencia la existencia de personas que pudiesen ser consideradas esclavas por naturaleza, sino que acepta el dato cultural, y trata luego de legitimar los casos y las condiciones en que semejante relación pudiera revestir legítimidad (1253 b 23 y ss.) (cfr. Pierre Pellegrin, Les Politiques, Paris, 1993, 99]. Maurice Defourny sintetizaba esta maladresse del Estagirita ante la esclavitud vigente en su tiempo con el siguiente juicio: “Aristóteles es defensor de la esclavitud, pero también su reformador” (Maurice Defourny, Études sur la Politique d’ Aristote, Paris, 1932, 37). Agreguemos, en la misma línea de Pellegrin, que Aristóteles justifica la esclavitud bajo la suposición de que, para ciertos hombres, tal relación pueda ser conveniente, es decir, en la medida en que la entidad social constituida por el patrón y el esclavo persiga, de algún modo, un bien participable por ambos (I, 5). Esta tesis es de significativa relevancia doctrinal: la legitimidad de todo grupo integrado por hombres –aun en el caso extremo e impugnable de la esclavitud- tiene tanto de legitimidad cuanto tiene de participación en un bien común. Esto último supone, por lo menos en algún grado, la naturaleza racional del esclavo, la cual conlleva su capacidad de potencial partícipe en una relación de justicia, y su diferencia con la cosa o el animal: (“[puede haber amistad] con él, en tanto es hombre” (1161 b 7-8); y dada su condición humana (racional), vale más amonestar a un esclavo que a un niño (1259 b 26 – 27; 1260 b 5 – 7). Sobre la “conveniencia” y “utilidad” que puede llegar a revestir la servidumbre para el esclavo, cfr. Walter Siegfried, Untersuchungen zur Staatslehre des Aristoteles, Zürich, 1942, 35.
[6] Aristóteles sostiene, en efecto, que el comando entre los bárbaros no responde a un orden de funciones y capacidades; por el contrario, entre ellos la distinción entre gobernantes y gobernados no altera la común condición servil: sus comunidades parecen compuestas por esclavos. Ya Eurípides había dicho que entre los bárbaros sólo uno es libre [Helena, 275]; idea ésta recogida por Hegel en referencia al Oriente (cfr. Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Lecciones sobre Filosofía de la Historia, trad. J. Gaos, Madrid, 1980, Introducción general, cap. III).
[7] En el volumen dedicado a la filosofía social de Aristóteles, Maurice Defourny hace una clásica exposición de la doctrina del Estagirita sobre la familia, y sobre la evolución de las formas sociales hasta llegar a la política. En ella se pone el acento en el valor no sólo principial, sino también histórico y etnológico de lo esencial de la concepción aristotélica, más allá de la ganga con que pueda viciarla el compromiso cultural de un griego del s. IV a C. (cfr. Defourny –nota 5- 377 y ss.).
[8] Walter Siegfried sintetiza en tres oposiciones la diferencia entre el mando despótico y el imperio político. Primero, en que el mando despótico mira el interés del amo, y no el común al grupo; segundo, en que el amo basa su poder en la fuerza, y no en el consenso; tercero, en el valor instrumental-utilitario de la actividad del esclavo, como contradistinto de la vida política, la cual es valiosa en sí (nota 5, 28-30).
[9] El pensamiento realista del Estagirita no adhiere, como es de suponer, a una idea como la de la “soberanía del pueblo” (“mito” la llama el decano de los constitucionalistas argentinos, Germán Bidart Campos –cfr. El mito del pueblo como sujeto de gobierno, de soberanía y de representación, Buenos Aires, 1960-). Tras sostener la imposibilidad de que algunos hombres sean tan evidentemente superiores a otros como los dioses lo son a los hombres, de suerte que se imponga la obligación de concederles el poder en forma permanente, y tras agregar que, entonces, la justicia exige otorgar la igualdad a los iguales –es decir, la participación en el poder político-; Aristóteles, con todo, no deja de aclarar: “Pero que los gobernantes deban ser distintos de los gobernados, es incontestable. Cómo, pues, será eso (la alternancia) y cómo participarán, es necesario que lo estudie el legislador” (1333 b 12 – 35).
[10] Jean Aubonnet puntualiza la relativa injusticia de la alusión a Platón quien, en Político 268 d, “introduce un mito con la intención muy nítida de advertirnos que, aunque el rey pastor de la época teocrática tuviera todos los poderes, ese estado de cosas terminó con el reinado de Cronos. (272 b)” (nota 4, t. I, 120).
[11] Sobre el valor perenne de la noción aristotélica de autarquía política, nos permitimos remitir a nuestro El Estado como realidad permanente, Buenos Aires, 2003, esp. cap. V y VI.
[12] Cabe acotar que la virtud del hombre bueno no coincide con la virtud del ciudadano en tanto tal, pues la virtud de la prudencia es propia -en particular- del gobernante, y no del gobernado, a quien sólo le compete la opinión recta. Aun así, esta doctrina (expuesta en el libro III) resulta compatible con el orden de la politéia y con la excelencia de la alternancia en el mando. En efecto, esta forma de régimen, tal como se la expone sobre todo en el libro VII (1329 a), supone el mando de los más experimentados sobre los más jóvenes, toda vez que son aquéllos quienes poseen prudencia.
[13] “Desviaciones son la tiranía de la monarquía, la oligarquía de la aristocracia y la democracia de la politéia [...] ninguna de ellas se ordena al bien común” (1279 b 4 – 10).
[14] Otras notas propias aparecen en 1317 a 40 y ss.
[15] Aristóteles habla expresamente de una libertad entendida como “hacer lo que se quiere”. Ahora bien, dado que jamás se hace lo que se quiere, sino lo que el orden establecido permite y/u ordena, y dado el remate final del párrafo, en que la verdadera libertad política se ancla en la observancia de la constitución, nosotros hemos optado por interpretar la noción de libertad absoluta como el entronizamiento del capricho voluble de la multitud, desligada del respeto a la ley y manipulada por los demagogos. Cfr., en apoyo de lo dicho, 1292 a 4 y ss.
[16] Sobre el imperio de la ley, cfr. nuestro “Brève analyse de l’ empire de la loi chez Aristote”, in Archiv für Rechts- und Sozialphilosophie, vol. 83 -1997, 4. Quartal - Heft 4.
[17] El segundo principio de legitimidad político es la constitución, como orden total (jurídico y social) de la pólis. Las leyes, dice Aristóteles, deben establecerse según la constitución, y no a la inversa (1289 a 13 – 15).
[18] Sobre el talante, la historia y la conformación social como materia próxima (o)ike¿ia u()¿lh) del orden constitucional en Aristóteles, cfr. “Brève analyse...” (nota 16).
[19] La excelencia de este tipo casi ideal (hipotético) de régimen es puesta de manifiesto por Egon Braun, quien remarca el carácter voluntario de la sujeción al pambasiléus, así como la ordenación de su régimen al bien común (cfr. Egon Braun, “Die Summierungstheorie des Aristoteles”, in Jahreshefte des Österreichischen archeologischen Instituts, Bd. 44, 1959).
[20] Poder (du¿namin) cuya conservación se convierte en el fin del gobierno tiránico, dice allí mismo Aristóteles.
[21] Sobre la raigambre aristotélica de la concepción de la política como algo intrínsecamente valioso, y sus consecuencias doctrinales en la historia del pensamiento político, cfr. nuestro Defensa de la política, Buenos Aires, 2003, Introducción.
[22] Al referirse a las relaciones entre las partes o instancias que componen la vida psíquica, Sigmund Freud las plantea de acuerdo con una inspiración doctrinal claramente “encrática” (represiva); cfr. Abriss der Psychoanalyse, caps. VIII y IX.
[23] Así se plantea el mando (“despótico”) de la razón sobre la afectividad en la Grundlegung zur Metaphysik der Sitten (1785; utilizamos la reedición de la Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt, 1983): “ist der Wille nicht an sich völlig der Vernunft gemäss (wie es bei Menschen wirklich ist): so sind die Handlungen, die objektiv als notwendig erkannt werden, subjektiv zufällig, und die Bestimmung eines solchen Willens, objektiven Gesetzen gemäss, ist Nötigung“ (37). “Was dagegen [dem Gesetz] aus der besondern Naturanlage der Menschheit, was aus gewissen Gefühlen und Hange, ja sogar, wo möglich, aus einer besonderen Richtung, die der Menschlichen Vernunft eigen wäre, und nicht notwendig für den Willen eines jeden vernünftigen Wesens gelten müsste, abgeleitet wird, dass kann zwar eine Maxime für uns, aber kein Gesetz abgeben, ein subjektiv Prinzip, nach welchem wir handeln zu dürfen Hang und Neigung haben, aber nicht ein objektives nach welchem wir angewisen wären zu handeln, wenn gleich aller unser Hang, Neigung und Natureinrichtung dawider wäre, so gar, dass es um desto mehr die erhabenheit und innere Würde des Gebots in einer Pflicht beweiset, je weniger die subjektiven Ursachen dafür, je mehr sie dagegen sind [...]” (59-60).
[24] En Weber, la política se identifica –resolutivamente- con el poder, y el poder, a su vez, con la coacción (organizada); ergo ... Leamos a Weber: “Politischer Verband soll ein Herrschaftsverband dann und insoweit heissen, als sein Bestand und die Geltung seiner Ordnungen innerhalb eines angebaren geographischen Gebiets kontinuierlich durch Anwendung und Androhung physischen Zwangs seitens des Verwaltungsstabes garantiert werden. Staat soll ein politischer Anstaltsbetrieb heissen, wenn und insoweit sein Verwaltungsstab erfolgreich das Monopol legitimen physischen Zwanges für die Durchführung der Ordnungen in Anspruch nimmt” (Wirtschaft und Gesellschaft, Tübingen, 1956, t. I, 29; subrayado original).