domingo, 28 de junio de 2009

MORAL Y POLÍTICA

MORAL Y POLÍTICA
UNA VISIÓN DESDE LA TRADICIÓN CLÁSICA

SERGIO RAÚL CASTAÑO
Investigador del CONICET
Profesor regular de Teoría del Estado (UBA)

“ABSTRACT”
El capítulo discute críticamente , desde los principios del iusnaturalismo clásico, la preconizada “subordinación de la política a la ética”, mostrando no sólo la pertenencia de la política a la ética -desde el triple punto de vista del fin, las virtudes y la ley natural-, sino asimismo su señorío dentro del campo ético.


I) Dinamismo ontológico natural y perfectibilidad de la persona humana
a) Necesidad y sentido de este acápite
Nuestro cometido es tratar las relaciones entre Moral y Política. Ahora bien, antes de adentrarnos en sede práctica, creemos conveniente hacer una introducción en formalidad teórica (metafísica y antropológica) que permita plantear con alguna claridad los términos mismos del problema ético. No otra cosa hicieron Aristóteles y Tomás de Aquino cuando, en el libro I de la Ética Nicomaquea y en las cuestiones I-V de la I-IIae. de la Summa Theologiae, respectivamente, abrieron el tratamiento general de la cuestión de la rectitud del obrar con una consideración del bien y de la naturaleza humanos. Nosotros abordaremos más radicalmente aun la cuestión: bosquejaremos la estructura acto-potencial de la realidad substancial, y su absoluta irreductibilidad a los planteos de cuño nominalista. Éstos, en efecto, tras haber ignorado el dinamismo ontológico del ente, descoyuntándolo en hechos atómicos, ya no han podido hallar la vinculación intrínseca que une al ser con el bien. Se trata del divorcio entre facts y norms; o entre is y ought, para decirlo con Hume.
b) La distinción entitativo-práctica
Debe repararse desde ya en que la dilucidación de la cuestión del anclaje del bien del hombre en el ser del hombre –ya se responda afirmativa, ya negativamente- no pasa por la lógica, sino que es de competencia ineludible de la Metafísica. Por ello no debe extrañar que la mejor pauta acerca de la distinción sin separación entre las formalidades entitativa y práctica la dé Tomás de Aquino, en la tradición del realismo clásico, cuando estudia la estructura ontológica de la realidad [1]. Centrémonos en el ser natural (vegetal, animal u hombre). Se trata de un ente en el que radica una naturaleza como principio de sus operaciones propias; en tal medida, posee un dinamismo intrínseco que pivotea sobre la actualización de sus potencialidades. A su vez, se halla constituído por dos coprincipios: substancia y accidentes. Convengamos en el sentido de estos términos. Se llama “substancia” a lo individual subsistente, aquello sobre lo cual y en lo cual todo existe, y que, por tal razón, es aquello de lo cual todo se predica. Es sujeto de inhesión (de los accidentes), algo separado, determinado y en acto (primero). Desde el punto de vista de la participación del ser (el actus essendi tomista), la substancia no tiene el ser en un sujeto -como el accidente-, sino que el acto de ser se participa en ella, y a través de ella se comunica a los accidentes. Éstos son en la substancia, a la que perfeccionan, también, como actos (segundos). Si la substancia es primera en el ser, no por ello puede existir sin los accidentes. “Juan” es substancia; “sabio” o “justo”, son accidentes (de cualidad, en este caso). He allí la estructura ontológica básica del ente natural (del hombre, por ejemplo, pues es el caso que nos interesa en particular). Si nada hay fuera del ámbito del ser ¿en qué se origina y se funda el bien, desde ese punto de vista, el más fundamental que cabe plantear? Si la naturaleza humana manifiesta su dinamismo intrínseco bajo forma específicamente racional, vgr. libre, ¿qué relación hay entre ese obrar y el bien del hombre? Como puede colegirse desde ya, en la adecuada posición de las premisas ontológicas se halla la respuesta radical del problema ético, sea que lo identifiquemos con “el deber”, “los valores”, “la ley moral”. O, mejor aun, con el fin, el bien y la felicidad.
En el hombre, ente natural, puede identificarse un ens simpliciter, (“ente a secas”), que corresponde a su acto substancial. Por él, el hombre se ubica en una determinada escala del ser: es tal clase de ente. El acto primero substancial, en la medida en que es acto, es perfección. Hay, pues, una perfección aneja a la substancia en tanto es portadora de la esencia que determina a ser la especie de ser que se es. Consiste en la perfectio prima, en la perfección dada por el hecho de ser hombre. Se trata, por así decir, de la dotación inicial, del patrimonio específico con que cuenta todo hombre como punto de partida de su despliegue dinámico. Ahora bien, el acto primero (substancial) funda las diversas facultades de la naturaleza humana. Por su parte, los hábitos y las operaciones son, desde el punto de vista ontológico, accidentes y actos sobreañadidos (segundos). En la medida en que realizan sus operaciones propias, las facultades pasan al acto y, así, adicionan perfección a la substancia en la que inhieren. Es decir, la perfectio secunda operativa comporta una actualización (o sea, perfeccionamiento) de la perfectio prima substancial. Esta última actualidad, si bien preexistente y fundante del obrar, constituye una perfección menos plena que la de los hábitos y actos humanos. Por ello Tomás de Aquino llama bonum secundum quid al ens simpliciter correspondiente a la substancia. En cambio, la perfectio secunda aneja al accidente (la operación recta, por ejemplo) es llamada por Tomás de Aquino bonum simpliciter (bien cabal). En efecto, dice Sto. Tomás, “bueno” significa “perfecto” y, en esa medida y consecuentemente, “apetecible”. De donde lo bueno tiene formalidad de fin y de último. Por ello lo últimamente perfecto, como, por ejemplo, el acto recto emanado del ánimo virtuoso del hombre, es llamado bonum simpliciter, mientras que el sujeto radical de la operación, precisivamente tomado como sujeto substancial (“hombre” a secas) sólo es bonum secundum quid. De acuerdo con todo esto, el bien humano consistirá en el perfeccionamiento fundado en la actualización de las potencialidades del hombre. Así pues, serán bienes humanos todos aquellas cosas útiles y actos en sí mismos valiosos que le permitan desplegar sus virtualidades. Como el alma racional del compuesto corpóreo-espiritual asume eminenter funciones vegetativas, afectivas y cognoscitivas, se contarán entre los principales bienes humanos el vestido, la habitación, el cuidado terapéutico, la vida familiar, la justicia, la amistad y el conocimiento (práctico y teórico).
c) El fin del hombre
Ahora bien, por más que toda operación suponga una perfección más acabada que la del mero acto primero substancial, la actualización última del hombre no se identificará con una operación cualquiera. En efecto, el primer analogado del bonum humano, la perfección acabada y la suma apetibilidad corresponderá al acto más perfecto (la contemplación) de la potencia más perfecta (el intelecto) acerca del objeto más perfecto (Dios). El fin (inmanente o formal) del hombre no es, pues, sino la actualización acabada de su constitutivo ontológico específico, la espiritualidad intelectivo-volitiva. En última instancia, el acto sobreañadido (ens secundum quid, pero bonum simpliciter) no constituye sino la actualización última de la perfección inicial dada (ens simpliciter, pero bonum secundum quid): el bien del hombre –como el de todo ente- es la perfección de lo más íntima y definitoriamente propio [2].
II) El señorío de la Política dentro de la Ética
a) La Política en la Ética [3]
A la hora de abordar el tema que aquí nos ocupa, resulta indispensable precisar el lugar de la Política dentro de los quehaceres humanos y, por sobre todo, el lugar que ocupa como parte de la Ética. Definimos a la Ética como la ordenación de los actos humanos al fin último plenificante de la persona. Así pues, se halla en manos del hombre, en tanto ser inteligente y libre, la responsabilidad de consentir a su fin, y de ordenar los medios a él conducentes. Pero los bienes humanos, por su jerarquía y dignidad, no pueden sino ser fruto de la colaboración, del don y de la transmisión. De allí la inserción del hombre en una pluralidad de grupos sociales. Cada uno de ellos se encuentra abocado a la consecución de un cierto fin común. Ahora bien, hay grupos sociales que, por la valiosidad del respectivo fin convocante, se hallan necesariamente en el camino que ha de recorrer la persona para su perfección. Se trata de sociedades no contingentes, en el sentido de no depender de una particular circunstancia cultural o vocación individual, es decir, de sociedades señaladas por la naturaleza para la felicidad del hombre: hablamos de la familia y de la comunidad política. Es así como, dentro del ámbito mundanal de la práxis, cabe distinguir tres grandes partes: una ética individual, una ética familiar y una ética política [4].
b) Un equívoco terminológico y conceptual
A menudo se plantean las relaciones entre la Política y la Ética como las de dos géneros opuestos, hecho lo cual se presentan dos alternativas: o bien se busca establecer un contacto entre ellas, o bien se las afirma como ámbitos recíprocamente irreductibles. En el segundo caso, en lo que podríamos llamar posición “amoralista”, ambos órdenes resultan inconmensurables. En el primero, tras haber extrañado a la Política del ámbito ético, lo que suele trasuntarse es la necesidad de darle un anclaje valioso a la Política, bajo la forma de transfusión o imposición de fines humanos de reconocimiento obligatorio, a los cuales la práxis política debería subordinarse.
A la base del planteo últimamente mencionado yace una confusión de principio que acarrea significativas consecuencias en el plano de las conclusiones. Si no se reconoce la pertenencia intrínseca de la Política a la Ética (ésta última entendida como práxis ordenada al bien humano plenificante), luego la actividad política quedaría relegada al ámbito de la técnica. La Política (que quede claro: el fin político, como bien común político) pasaría a revestir naturaleza instrumental, al servicio de un fin superior. Y, como técnica, sólo se legitimaría por su uso, es decir, su valiosidad pendería de la subordinación a otro fin. Aquí se plantearía un nuevo equívoco si, tras haber aceptado la deslegitimación técnica de la Política, se dijese entonces que la Política debe subordinarse a la Ética, vgr., que la Política debe subordinarse al fin ético. En efecto, si el nombre genérico “Ética” (el todo) se entiende como significante de la ética individual (una de sus partes), luego la Política (el fin político) se legitimaría en la medida de su subordinación a la Ética individual (el fin individual). O sea que el bien común político sería un medio técnico, instrumentalmente ordenado al fin del individuo; o, en el mejor de los casos, a la suma de los fines individuales. Casi inadvertidamente, del rechazo de la aceptación de la valiosidad intrínseca de la Política se habría llegado a negar la causación específica del bien común y, además, se estaría deslizando hacia posiciones individualistas, que reducen toda sociedad a la suma de sus miembros, y todo fin común a la suma de los fines individuales.
Pero demos un paso más, en esa misma línea. Si la actividad política recibe su calificación axiológica por su subordinación a un fin extrínseco (el ético), entonces las disposiciones que ordenan al hombre al fin político y rectifican el correspondiente quehacer, tal vez ya no deberían ser llamadas virtudes. Serían, acaso, hábitos técnicos. Justicia (sobre todo la forma que Aristóteles y toda la tradición subsiguiente han considerado la más alta de las virtudes morales cardinales, la general o del bien común); pietas, solidaridad social, patriotismo, entre otras disposiciones, no podrían ser consideradas más que como habilidades instrumentales, ordenadas a la realización de ciertas condiciones exteriores con el carácter de puros medios.
En lo que sigue, intentaremos poner de manifiesto la esencia intrínsecamente ética de la vida política. Ética en el sentido de ordenada a la consecución de un bien humano obligatorio y valioso en sí mismo.

III) La naturaleza ética de la Política a partir de la de sus causas: el fin, los hábitos, la ley natural.
a) El bien común político
1) El bien común político como fin y como común
El fin es primer principio de los actos humanos, individuales o colectivos, pues todo lo que los hombres hacen, lo hacen para algo. Por su parte, el bien causa y mueve como objeto de un apetito, es decir, como fin. Y, dado que los bienes humanos no se hallan, en general, al alcance de los individuos aislados, los hombres se nuclean en sociedades para buscarlos mancomunadamente. Por todo ello debe decirse que el bien común es causa de la sociedad en la línea de la causalidad final. En tal medida, el bien común político constituye el primer principio de la existencia y de la valiosidad de la sociedad política. Ahora bien, la comunidad causal de todo fin común social se da en una doble dirección. Por un lado, el bien común es objeto de la intención de los miembros, mueve al grupo a obrar aunadamente, a crearlo, conservarlo, perfeccionarlo: cabría decir que es común “de ida”, como producido o gestionado en común. Por otro lado, también es común por la participación, “de vuelta”, en cuanto es participable por muchos, o sea, capaz de perfeccionar a muchos. He allí la doble significación de la comunidad causal del bien común político en tanto fin social.
2) El bien común político como político
Es en el ámbito de la polis donde el hombre alcanza la plenitud (intramundana) a que su naturaleza lo llama. Y, dado que se trata de un bien de muchos, el bien común político es el mejor bien de la persona. Por ello es lícito decir que la dignidad de la persona, en el plano natural, se explica por la capacidad humana de contribuir al bien común político y de participar de él, en una medida concreta e intransferiblemente propia. Como dice el filósofo Antonio Millán Puelles, “[L]os meros animales sólo apetecen su bien particular, no tienen luces para trascenderlo. Pero el hombre se encuentra facultado para llegar a elevarse al bien común, y cuando se cierra a este bien y lo pospone al mero bien privado se animaliza voluntariamente y hace traición a su índole de persona” [5]. Ahora bien, el sentido de estas afirmaciones merece ser cuidadosamente ponderado. La recta comprensión de la verdad que encierra exige parar mientes en una dimensión a la que aludió Roberto Belarmino cuando, con toda la tradición clásica, afirmó que si no existiera la ciudad, el hombre se quedaría sin poder actualizar lo mejor de sí [6]. Efectivamente, el bien común político encierra una dimensión activa y donante, y consiste en un fin en cuya consecución intervienen las facultades afectivas e intelectual de la persona. El despliegue expansivo de tales capacidades alcanza siempre, en mayor o menor medida, un orden de bienes humanos inasequibles fuera del ámbito de la comunidad convocada por ese fin. Un somero análisis de los bienes políticos nos permitirá corroborar este último aserto.
i. Económicos
Si el bien del hombre exige perentoriamente la incolumidad corporal, luego no podrá estar ausente del bien común de la pólis –y con carácter de parte substantiva- todo un abanico de recursos dirigidos al cumplimiento del fin material de la totalidad de los miembros de la comunidad.
Como consecuencia del imprescriptible fin material del hombre, debe afirmarse la imprescriptible obligatoriedad de la actividad económica. En esa línea, por defuera de todo reduccionismo, cabe caracterizar la actividad económica como un orden de operaciones que tiene por fin la recta satisfacción de las necesidades naturales de los hombres. Si de la economía política se trata, su fin consistirá en la recta satisfacción de las necesidades del conjunto de los miembros de la sociedad política. Ahora bien, podríamos preguntarnos por qué la actividad económica puede quedar asimilada a la procura de los bienes materiales en el ámbito de la comunidad política, siendo que la misma etimología del término “economía” alude al ámbito familiar [7]. La respuesta nos proporciona un importante indicio acerca de la necesidad de la vida política. En efecto, la complejidad y magnitud del fin material del hombre exige la ingente coordinación y subordinación de esfuerzos de múltiples agentes humanos, así como la disposición de enorme cantidad de elementos materiales. Una semejante extensión de la producción y el intercambio supone la inserción de los agentes económicos dentro del marco de la comunidad perfecta, ya que ella nunca podría existir –por lo menos, con igual grado de riqueza- fuera del ámbito de la pólis. Esto explica por qué la Economía política resulta la forma por antonomasia –la única plena- de la actividad económica. Todo lo dicho no significa que la actividad económica ut sic sea de resorte de la comunidad política en tanto tal, es decir, que corra necesariamente por cuenta de los órganos de gobierno y administración de la comunidad política. Pero sí significa que el fin del hombre en tanto ser corpóreo no podría ser logrado (o sólo en ínfima medida) por individuos, grupos o familias aisladas.
Por su parte, los agentes infrapolíticos (“privados”) pueden ejercer legítimamente, con pleno derecho, la actividad económica. Pero convengamos en que todo auténtico derecho subjetivo se legitima, en última instancia, a partir de un fin valioso. Ahora bien, el cumplimiento del fin mismo que fundamenta el derecho a la actividad económica no podría ser alcanzado por esos agentes si no se hallasen integrados en la vida de la comunidad política. Es decir que –salvo en ínfima medida- no existiría ni la actividad, ni el rédito buscado con ella, si no existiera la sociedad política. De allí el débito del agente económico en tanto tal respecto de la comunidad en que se inserta y gracias a la cual obtiene sus ganancias. Es decir, la obligatoria subordinación –obligatoria en justicia- del interés de la empresa, el banco, el inversor, el comerciante y el productor al verdadero bien común de la sociedad política.
Pero no es el lucro el principal bien económico obtenido gracias a la integración en (o, por lo menos, a la interacción con) la comunidad política. Es más, lo que provee fundamentalmente la integración política es la posiblidad de satisfacción de las necesidades materiales de la persona humana. Y a tal satisfacción se ordenan los bienes económicos –útiles por definición-. Fuera de la comunidad perfecta, paupérrimos serían la vivienda, la asistencia sanitaria, el cuidado contra las catástrofes telúricas, incluso la alimentación y el vestido. Y sin un mínimo grado de disponibilidad y perfección de tales bienes, el hombre no lograría la plenitud corpórea que es parte de su plenitud personal.
Una acotación final, a manera de corolario. Si los objetivos económicos de los agentes privados son participación del bien común político; si, además, el acabado cumplimiento del fin del hombre en tanto ser corpóreo constituye una parte substantiva del fin de la pólis; si, por último, la reciprocidad en los cambios, es decir, que uno no se enriquezca a costa del otro, es ley fundamental de la economía (asumiendo la necesidad de que la justicia forme parte de la racionalidad económica) [8]; si todo ello es así, entonces la autoridad de la comunidad política no deberá desentenderse de la tutela y la consiguiente regulación de la actividad económica. En otros términos –y prescindiendo de toda connotación estatista- deberá ejercer la ordenación de la vida económica a la vida buena de los hombres.
Con todo, debe reconocerse que –en el nivel de la mera subsistencia, y muy precariamente - el fin corpóreo podría cumplirse sin la comunidad política. En realidad, lo que impone la necesidad (teleológico-deóntica) de la vida política es lo más genuino y elevado del hombre: su espíritu. Veamos, pues, como la perfección de la inteligencia y de la voluntad exige la vida política. O, en otros términos, cómo el bien común es causa de la perfección del plano específicamente humano de la persona.
ii. Culturales
La búsqueda de la verdad constituye la actividad más digna que le compete al hombre, en tanto el ejercicio de la facultad intelectiva arraiga en su naturaleza específica de ser racional. No es necesario insistir en que el cultivo sapiencial del espíritu supone decisivamente la transmisión de los frutos recogidos por las generaciones pasadas. Ahora bien, ese patrimonio que, en sí mismo, no es privativo de ninguna comunidad humana particular, encuentra su recipiente apropiado y concreto en el bien común de cada sociedad política. Decimos que el hombre se perfecciona (fin quo) alcanzando la verdad (fin qui), y que la consecución de ese fin representa el ápice perfectivo de su realización personal. Mas no debe olvidarse que tal proceso lo cumple participando de los valores sapienciales y científicos sedimentados en y cultivados por los individuos y las instituciones de la sociedad política en que desarrolla su existencia. Efectivamente, ese enriquecimiento se logra gracias a un conjunto de condiciones entre las que se cuentan, por ejemplo, la escuela, la Universidad, la disponibilidad de material bibliográfico, los institutos de investigación, los medios de comunicación, etc. Por su intermedio, el hombre puede participar de los bienes de la inteligencia. Y va de suyo que esa actualización de su potencialidad intelectual se cumplirá de un modo intransferiblemente individual, conmensurado a sus circunstancias y vocación existencial.
iii. Prácticos
Introducción
“La autarquía es el fin y lo mejor”, dice Aristóteles [9], apuntando al final del proceso práctico-social que se inicia en el individuo y, pasando por la familia y los grupos infrapolíticos, culmina en la pólis. Ahora bien, el contenido principal del concepto de autarquía consiste en la autosuficiencia en la participación de los bienes requeridos para la plenitud personal, la cual implica, asimimismo, la capacidad de autodeterminación del orden de la existencia terrena. Pero la autarquía no se halla al alcance del hombre aislado, ni tan siquiera de una sociedad nuclear como la familia, pues consiste en la participación del bien común de una sociedad que no es parte de otra, es decir, que es perfecta. El binomio autarquía-perfección constituye, en formalidad práctica, una dimensión de la vida humana que germina en el suelo nutricio de la pólis. En efecto, la vida política es el modo señalado por la naturaleza para que los hombres –gracias a su integración en una empresa común- logren la completitud y sean dueños de conducirse a sí mismos. En su sentido más genuino, el bien de la sociedad política, que conlleva un “cierre” (“per-fectum”) en el nivel práctico-accidental, viene a coincidir con el máximo fin que puede proponerse la vita activa: el despliegue de la justicia y de la amistad. Veámoslo.
La justicia
El hombre es un ser capaz de altruismo y amor, pero también de traducir su egoísmo y libido dominandi en actos violentos contra la vida, la integridad o los bienes del prójimo. Esto no significa que desconozca el valor de los principios de racionalidad que vetan tales actos, sino que, reconociéndolo, pretende que los observen los demás mientras él los incumple. El valor seguridad, tan caro al liberalismo, constituye un verdadero bien humano, que se hallaría gravemente comprometido sin la coacción institucionalizada. Por su intermedio, en efecto, la comunidad vela por los bienes jurídicos de vida y propiedad, sea penando al delincuente para restaurar la justicia violada, sea apelando a la amenaza de la sanción. He aquí el más básico escalón del imperio de la justicia: la preservación coercitiva de la seguridad.
La multiforme y casi infinita gama de posibles relaciones jurídicas entre individuos y grupos puede plantear diferendos entre las partes, no necesariamente motivados por el desorden moral. Así, por ejemplo, las mejoras hechas en un campo arrendado ¿son del propietario o del arrendatario? Si alguien ocupa y utiliza pacíficamente y sin oposición del propietario un predio, pasará a ser suyo en algún momento? ¿Y en qué momento? Casos como éstos exigen una decisión (sea legislativa, sea judicial) que determine en concreto por dónde pasa la justicia. Es necesario decidir en cuánto tiempo puede contestarse una demanda, por qué mano debe circular el tránsito, y una ingente cantidad de detalles sin los cuales resultaría impensable la vida justa (o la vida humana secas, pues no hay vida humana sin –por lo menos- un mínimo de justicia).
Asimismo, cabrá ordenar las relaciones entre patronos y obreros; ayer, tutelar los pactos que se establecían entre el rey y los individuos y sociedades infrapolíticas (gremios, ciudades, etc.); contemporáneamente, regular las tarifas de un servicio público indispensable, controlar la acción de un monopolio, fijar las tasas fiscales. Pero hay una forma superior de justicia, que constituye el modo más peraltado de reconocimiento de lo justo objetivo: aquélla por la que los hombres y los grupos ordenan sus acciones al bien común político, causa de los bienes de los individuos y los grupos integrados en la comunidad. Se trata de la justicia general, o del bien común. He aquí un valor humano sin cuya presencia no existiría la sociedad política, en la medida en que traduce en actos jurídicamente obligatorios la voluntad concorde en integrar una empresa política común. En la mayor parte de los casos –pero no en todos- , el ejercicio de la justicia general se identificará con el acatamiento a las normas de justicia establecidas por la autoridad del Estado.
He aquí un segundo escalón del imperio de la justicia: la determinación positiva (o sea, concreta) de los títulos que fundan los derechos, deberes y obligaciones de cada cual. O, dicho en otros términos, la normación de las relaciones jurídicas, tanto de las partes entre sí, cuanto del todo para con las partes, cuanto de las partes para con el todo.
Llegados a este punto, se torna indispensable hacer hincapié en dos cuestiones fundamentales. La primera cuestión se refiere a la esencia virtuosa de la justicia, que incluye la intrínseca rectitud de su despliegue exterior, es decir, de su objeto, el derecho. La segunda cuestión se refiere a la necesidad imprescriptible (de naturaleza causal) de la comunidad política para la existencia misma de una vida justa integralmente entendida.
a) El hombre es un ser llamado a interactuar y a colaborar con los otros. Y la justicia no es sino el orden recto de la colaboración de los hombres agrupados en una comunidad que se propone los máximos bienes. Con todo –y esto es decisivo a la hora de justipreciar su naturaleza de bonum honestum, vgr., bien en sí- la justicia no es mero medio al servicio de fines; por el contrario, en el ejercicio de la justicia halla el hombre altas cotas de perfección. En efecto, ni la misma justicia conmutativa, que tiene por objeto un bien particular, y que puede entablarse entre individuos y grupos no integrados en una comunidad mayor, puede prescindir, por lo menos, del reconocimiento del otro como un otro yo. Sólo un alter ego puede ser reconocido como sujeto de derechos [10]. Además, si bien es cierto que hay conducta jurídica debida aunque el agente no obre con ánimo virtuoso, con todo, la exteriorización del acto respetuoso del título del otro y (mediatamente) del bien común político, implica una confirmación pública de la vigencia del orden recto de la convivencia, y un testimonio de que el agente contribuye a ese orden recto con sus acciones. Todo lo cual representa ya un no pequeño grado de valiosidad: basta con pensar en el caso de los individuos que no se arredran ante las sanciones y llevan su injusticia hasta el punto de violentar la honra, propiedad o integridad física del prójimo inocente. Es más: la no realización de conductas antijurídicas, incluso a regañadientes, no sólo respeta el título del otro y el de la sociedad, sino que también contribuye a educar –o, por lo menos, a no pervertir aun más- el ánimo del propio agente. Así pues, el derecho, objeto de la justicia, aun tomado en su pura exterioridad objetiva, no es “amoral”. La justicia, suprema entre las virtudes que rectifican los apetitos por intender bienes sociales, no por ello deja de cumplir con el requisito básico de la virtud moral: hace bueno al que obra.
b) Pero no habrá un orden de justicia, integral y cabalmente realizado, fuera del continente concreto de la comunidad política. En efecto, los principios universales de rectitud práctica (“ley natural”) exigen su concreción de acuerdo con un cúmulo de circunstancias empíricas. Ello se debe a que el hombre es un ente corpóreo que, como tal, existe históricamente, en un lugar, una época, una tradición particulares. Y tal necesidad de concreción vale en especial para los preceptos jurídicos. El principio que manda buscar el bien común no alcanza para elaborar una política fiscal; el principio de “dar a cada uno lo suyo” y la naturalidad de la propiedad privada proveen el fundamento de racionalidad del derecho civil, pero no eximen de la exigencia de concluir y determinar con precisión la totalidad de las normas que lo conforman. El principio que declara inviolable la vida del inocente no determina el quantum de la pena que se aplique a quien lo infrinja. El derecho (se trate de una conducta obligatoria, una norma o un poder jurídico) debe ser determinado, esto es, ajustarse como una malla conmensurada al tejido humano y social concreto que ha de regular. Cuando Aristóteles dijo que lo justo político era en parte natural y en parte positivo, sólo estaba reconociendo la imprescriptible necesidad de ambas “partes” para hacer realidad un orden jurídico. En efecto, todo auténtico orden de justicia surge de la conjunción del fundamento de valiosidad provisto por el derecho natural con el principio de concreción positiva provisto por la comunidad a través de sus órganos de dirección: lo justo es concreto.
Ahora bien, la concreción positiva del derecho no puede desconocer la condición existencial del hombre, quien, además de históricamente situado, como se dijo, se halla también inserto en una pluralidad de grupos sociales, coronada, en el plano mundanal, por la comunidad política. He allí el principio de politicidad del derecho, que se explica a partir de la obligada mensuración de los derechos de las partes de acuerdo con las exigencias del bien común[11]. Ese principio, nunca es ocioso recordarlo, no debe confundirse con la subordinación de los derechos inalienables de la persona a los fines contingentes y/o arbitrarios del Estado. Antes bien, no cabe la alternativa legítima, para el poder del Estado, de transgredir los principios primarios de la ley natural, pues ello iría manifiestamente contra el bien común. Pues lo justo, como se ha dicho, jamás puede carecer de su fundamento de valiosidad [12].
Autarquía y autarjía
Hay una nota específica de la vida política que contribuye decisivamente a perfilar su valor de fin en sí mismo. Se trata del carácter de empresa social participativa de lo político, en cuyo sentido y razón de ser ocupará un lugar protagónico la salvaguarda de un estilo y un talante aquilatados por la Historia. Allí se conjugan una manera de ver el mundo, una projimidad determinada y un horizonte geográfico amado como propio. La autarquía, precisamente, comporta la recepción, el cultivo y la transmisión de un modo humano de la perfección, es decir, de un modo concreto de acceder a los fines humanos. Ahora bien, la autarquía clásica no significa disfrute pasivo de un orden de bienes materiales y culturales. En efecto, ella implica la necesidad de disponer de lo propio, precisamente porque la responsabilidad sobre ese destino colectivo recae sobre la sociedad misma que se propone el fin, es decir, sobre la sociedad política (“sociedad perfecta”). Pero “perfecta” no por hallarse enclaustrada en un aislamiento hostil, ni por poder prescindir de la colaboración de otras sociedades, sino por ser el punto de intersección en que la inclinación política del hombre y las circunstancias históricas producen un marco concreto capaz de albergar todas las dimensiones naturales humanas llamadas a perfeccionarse. Aclaremos este punto.
Si el bien común completo se halla también conmensurado a los hombres que buscan y deben buscar su realización de la mejor manera que les sea posible; es decir, si la consecución del fin depende de la concreción de un orden que exprese el modo propio en que a esa comunidad mejor le sienta organizarse con miras al fin; será necesaria, entonces, la determinación de ese orden de valores (ético-político-)jurídicos. Ahora bien, ¿a quién le incumbirá esa determinación? Y esto en el doble sentido de: quién estará en mejores condiciones para saber dónde reside lo justo concreto (constitucional, legislativo, jurisdiccional, administrativo, etc.); y quién arriesgará más en esa determinación. La respuesta es obvia: a la propia sociedad convocada por el bien humano completo y concreto. Así pues, la autarquía comporta, como una propiedad, la capacidad y el derecho de la propia sociedad para determinar imperativamente su orden al fin político. O, lo que es lo mismo, para organizar concretamente su orden al fin. La autarquía implica, en efecto, un cierre práctico, porque la sociedad definida por esa nota específica, o sea, la sociedad política, se propone y logra por sí misma el bien común político. “Por sí misma” significa que -en tanto autárjica- tiene el derecho a señalar, por medio de sus órganos como última instancia de decisión, cuál sea su concreto modo de existencia política [13]. Ésa, precisamente, es la nota de cierre de la autarquía, que se identifica con la autarjía.
En ese marco social de plenitud humana, no será la justicia, sino la amistad misma, la que haga posible la vida buena. Ello porque la justicia -la más alta de las virtudes cardinales- encuentra su consumación en la amistad, la cual comporta la radical superación del do ut des y permite la formación y subsistencia de la vida política. En efecto, hallamos amistad en el comienzo de la pólis, como concordia integrativa conteste en la persecución de ciertos fines comunes básicos. Y la hallamos, también, en el fin de la pólis, como parte cimera del bien común. El reconocimiento de la amistad como ápice del bien común, doctrina constante en Aristóteles y Tomás de Aquino, viene a significar lo siguiente:
a) la paz conlleva el máximo bien ontológico de la sociedad política, porque garantiza su unidad (si se trata, claro está, de la paz fundada en la verdad y en la justicia). Y la unidad es una propiedad trascendental de todo ente, cuya pérdida -o compromiso grave- significa o puede acarrear la disolución de la realidad social (o sea, de ese Estado concreto). Ahora bien, la paz es efecto de la plenitud de la amistad (y, ya en dimensión teológica, de la caridad);
b) la solidaridad social, en el grado en que se dé, es fruto de la perfección moral, la supone y eleva. No sólo hace dichosa la vida política sino que dispone al hombre a las acciones más bellas: la generosidad y el heroísmo;
c) La consecución del fin presupone el orden propio e intransferible que cuaja en la totalidad de las relaciones de familiares, jurídicas y políticas, es decir, presupone el orden concreto de la convivencia según el cual esa comunidad desenvuelve su existencia política. Esto significa reconocer categoría de peraltado valor humano a la forma de la sociedad, en tanto expresa su identidad y es determinante de su individualidad como sujeto político con un papel histórico y civilizatorio. El orden de esa comunidad es su orden y, en tal medida, también, su camino al fin.
b) Las virtudes políticas
1) La justicia general
La reafirmación cristiana de la propiedad de politicidad del hombre se manifiesta incontrastablemente en un texto de la madurez de Tomás de Aquino, en el que el Aquinate llama “virtudes políticas” a las cuatro virtudes cardinales en el plano natural, dado que todas ellas se ordenan, sea mediata, sea inmediatamente, al bien de la comunidad política [14]. Sin embargo, una parte de una de ellas, comparada por Aristóteles al “Lucero de la mañana” por su belleza moral, es estrictamente política. Veamos de cuál se trata y cuál es su jerarquía.
Entre todas las virtudes que rectifican los apetitos, la justicia es la más perfecta, y ello, en primer lugar, porque realiza inmediatamente un bien para otro, en lugar del bien individual del agente. En realidad, como recuerda Josef Pieper, es ella, junto con la prudencia, la virtud cardinal que ordena al hombre inmediatamente al bien, pues la templanza y la fortaleza sólo constituyen el presupuesto de su auténtica realización [15]. A propósito de esto, es interesante recordar que la tradición teológica católica ha coincidido con la posición aristotélica acerca de la superioridad de la justicia sobre la fortaleza y la templanza. Así, por ejemplo, tres de los cuatro “pecados que claman al cielo”, caracterizados como aquéllos que “parecen provocar la ira de Dios y la exigencia de un castigo ejemplar”[16], son pecados contra la justicia: el homicidio, la defraudación del salario al trabajador y la opresión de los pobres y débiles [17]. Ahora bien, la forma más perfecta de la justicia será aquélla que ordena los actos al bien, no de algunos, sino de todos: es la justicia general. Esta forma de justicia constituye un hábito perfectivo eminentemente político, toda vez que su objeto propio e inmediato es el bien común político. Y la razón por la cual debe ser considerada la forma más perfecta de la virtud más perfecta consiste, precisamente, en que el otro al que se refiere no es un otro particular, sino el todo mismo. Pero, adviértase, ese todo es el bien común, el cual, en tanto común a las partes, tiene razón de todo (práctico).
Así pues, y en síntesis, la mayor virtud natural es tal porque su objeto específico es el mayor bien natural; y, por esa misma razón, la mayor virtud natural es política en sentido estricto.
2) La pietas
En palabras del sociólogo Roberto J. Brie, “[p]ara los romanos la piedad (pietas) era la virtud social por excelencia, virtud necesaria a todo ciudadano tanto para su propio bien como para el de la ciudad que lo cobijaba. La piedad consistía en la disposición permanente de responder al deseo de los dioses y a las necesidades de los ‘padres’ y de la patria. El individuo se sentía un deudor permanente de estos tres elementos, de modo que el hombre verdaderamente pío era aquél que respetaba a los dioses, a los padres y a la patria hasta el punto de estar dispuesto a dar la vida por ellos” [18].
Resulta muy significativo precisar el lugar que la tradición tomista le ha asignado a la piedad. Se trata de una parte potencial de la justicia, es decir, de una virtud anexa a la justicia, que no cumple perfectamente con la definición de esa virtud de dar a cada uno lo suyo. Las virtudes potenciales pueden ostentar un defecto en el débito, como la gratitud, o un defecto en la posibilidad de igualación, como la religión o la piedad. ¿Qué significa, en el caso de la piedad, ser parte potencial de la justicia por un defecto en la igualación? No otra cosa sino el reconocimiento de que jamás se podrá saldar satisfactoriamente la deuda que se tiene con sus antepasados y su patria. A la patria se le debe culto, dice Tomás de Aquino, porque, como los padres, constituye un principio de nuestro mismo ser [19].
Concluímos con dos breves observaciones. Ante todo, cabe resaltar que la piedad, como las demás partes potenciales de la justicia, comporta una suerte de perfeccionamiento y consumación -en la línea de la amistad- del darle a cada uno lo debido en sentido estricto [20]. Por tal razón, asimismo, la piedad coadyuva al cumplimiento de las obligaciones de justicia general, favoreciendo el reconocimiento del derecho de la comunidad, receptora, portadora y transmisora de un legado espiritual y material. En ese sentido, repárese en que en un ciudadano agradecido a sus mayores y a su patria se hallará, sin duda, un ánimo más prontamente dispuesto al cumplimiento de los sacrificios que puede implicar el servicio al bien común.
c) La vida política como precepto de ley natural
1) La inclinación natural
Decir, con Sto. Tomás, que el hombre es un animal político, equivale a afirmar que posee una inclinación natural a la vida política. Ante todo, pues, caractericemos brevemente el concepto de inclinación natural según el mismo Tomás de Aquino.
La naturaleza es principio operativo provisto de un pondus ínsito hacia lo perfectivo; pues, además de causa eficiente, es fin, telos, como ya había afirmado la filosofía clásica griega. Pero esa estructura esencial y finalista se hace manifiesta en y a partir de la actividad que genera; actividad ordenada a fines específicos a través de ciertas operaciones determinadas. Y la determinación intrínseca del obrar en pos de esos fines se origina en las inclinaciones. Toda inclinación sigue a una forma o, recíprocamente, toda forma está provista de determinada inclinación. A cada naturaleza sigue un tipo específico de inclinación. Esto es así desde el momento en que la inclinación es subsecuente a la forma, que, a su vez, es su principio. La forma es el acto en que se funda el dinamismo de la cosa (hablamos de "cosa" porque tanto la substancia como el accidente poseen forma). Ella constituye cada realidad en su especie, pero, además la inclina a sus operaciones y fines propios. La inclinación de toda naturaleza se orienta a lo que le es similar, y, por ende, conveniente. La actualidad de la substancia se identifica con su perfección y, en esa medida, con su bondad. Tendiendo esencialmente a lo que le es similar, el objeto de tal tendencia natural no podrá sino ser bueno. Por último, debe tenerse en cuenta que la forma racional del hombre contiene virtualmente las formas sensitiva y vegetativa; por ello, la forma substancial humana asume las inclinaciones correspondientes a esos estratos ontológicos [21].
2) Ley natural y vida política
Ahora bien, el dinamismo de la práxis humana no puede darse en la línea de los procesos infraespirituales, tal como se verifica entre animales y plantas, sino de modo inteligente y libre. Ello porque en el alma racional, forma substancial del hombre, se origina una inclinación que regula e informa todas las demás según el modo humano. Se trata de la inclinación raigal, constitutiva y definitoria a obrar según la razón. Así, a partir de cada auténtica inclinación natural el intelecto práctico impera inmediatamente un principio normativo ordenado a un verdadero bien humano. Tales preceptos universales e inmutables, que constituyen el contenido del hábito de la sindéresis, asumen el orden teleológico de la naturaleza. Este orden natural de la especie, reconocido en su valiosidad y consiguientemente preceptuado por el intelecto, se sinteza en un puñado de normas primarias de rectitud de la práxis: conservar la existencia y (en la medida en que se admite la condición de alter ego del prójimo) respetar la ajena; la amistad matrimonial; el cuidado (integral) de los hijos; la ordenada vida social -más allá del ámbito familiar-, que incluye el primer precepto de ley natural jurídica (dar a cada uno lo suyo) y el primer precepto de ley natural política (buscar el máximo bien común natural); y la búsqueda de la verdad [22]. Todo hombre, en tanto ser racional y psicológicamente libre, halla en la ley natural el puente que lo conduce de la perfectio prima a la perfectio secunda.
3) Lo natural como principio normativo de perfección
En línea con todo lo arriba afirmado, cuando un tomista renombrado, en un texto ya canónico, explana el sentido de la naturalidad del derecho natural en Tomás de Aquino [23], destaca en el concepto de naturaleza dos notas fundamentales. La primera consiste en lo dado, es decir, aquello ínsito en la esencia de la cosa. Tiene que ver con lo definitorio y con lo propio. Así, las inclinaciones son naturales en tanto a natura, esto es, emanadas de lo genuino del ente. Se trata de la significación más cercana al hombre de la calle; así es como habitualmente decimos -aunque aludiendo a lo individual y no a lo específicamente natural- “Fulano juega naturalmente bien al fútbol”, o “Mengano tiene capacidad natural para los idiomas”. Este sentido de “natural” como innato (por lo menos, incoativa o potencialmente) se compone con otro, más fundamental y, sobre todo, más distintivo del realismo clásico y cristiano. Consiste en lo natural como orientado al fin plenificante. Es decir, aquello que se encuentra en la línea de la perfección del ente. Tal noción, no sólo como principio de operaciones, sino también como expresión dinámica de la esencia en tensión teleológica al bien, constituye la marca distintiva (y más polémicamente combatida) del concepto clásico de naturaleza. Y ella, como afirma John Wild, fue la sostenida por Platón [24], quien puede considerarse, sin desmedro de la tradición griega anterior, el fundador de la escuela clásica del derecho natural.
4) Qué es y qué no es la “politicidad natural”
La tesis enunciada por Aristóteles, pues, significa que la vida política es un bien en sí mismo valioso; para decirlo en términos clásicos (y técnicos), un bonum honestum. No es ocioso distinguir aquí entre la política como organización jurídica y estatal, y el fin que la convoca. En efecto, el fin de la vida política es un bien en sí; en tanto tal, tiene naturaleza de fin –y no de medio-. Lo cual no comporta, por supuesto, que sea el último fin -el más valioso- que quepa alcanzar al hombre. Pero sí significa, y esto debe remarcarse, que su valiosidad no estriba en una conveniencia meramente utilitaria –de la clase que sea-. En efecto, más allá de la ingente utilidad que trae al hombre, el bien común político, en tanto bien de amistad, de justicia, y de plenitud humana integral (también corpórea), es un bien cuyo ápice y eje lo constituyen exigencias positivas e imprescriptibles de la naturaleza humana. Y ellas no dependen de defecto, carencia o mal alguno. En expresión coloquial pero certera: el fin de la vida política no es un remedio de males. Por su parte, la asociación política misma en su concreción social e institucional -vgr. el Estado, precisivamente distinguido del fin que lo convoca- sin ser un medio, sí podría identificarse con un fin “quo”, o fin “mediante el cual” o “con el cual” se accede al fin objetivo (“qui”).
Por lo dicho, politicidad natural no significa, sin más, necesidad de la vida política. La comprobación –sesgadamente unilateral, por otra parte- de que la proximidad del otro puede implicar riesgos a la vida hace necesaria, para Hobbes, la existencia de la organización coactiva del Estado. Pero Hobbes es quien –paradigmáticamente en la modernidad- niega la politicidad natural, justamente por rechazar el carácter perfectivo de la vida política. En él, la política asienta su valor en la mera utilidad: es el único medio para protegerse del otro, siempre un potencial o actual enemigo. “L’enfer, dirá Jean-Paul Sartre, c’est les autres” [25].
Asimismo, cabría plantear otra justificación meramente instrumental de la conveniencia del fin político. Sería una suerte de subespecie de la anterior, en la cual, además de la seguridad, se tuviesen en cuenta otros servicios y bienes materiales que la vida política provee al hombre. También en este caso la motivación universal y primaria por la que existe la comunidad política sería la utilidad. Con lo cual, implícita o explícitamente, se afirman dos tesis. Por un lado, se dice que la justicia, el patriotismo y la solidaridad se hallan en el plano de lo instrumental, afirmación que desconoce el sentido de las mayores virtudes humanas, y las reduce a la tutela del propio interés y, en el mejor de los casos, a no interferir exteriormente en la vida de los demás. Por otro, se dice que las comunidades políticas efectivamente existentes pueden subsistir sin una desigual pero no menos real dosis de amistad y justicia del bien común. A partir de tales principios, reductivos y sesgados, lo político resulta desdeñosamente arrojado fuera de la esfera de los valores humanos. Y, además, no se alcanza a explicar satisfactoriamente la existencia misma de la sociedad política, que no se sostendría sobre la base de la apatía egoísta de sus miembros. El individualismo, sea que –en sentido propio- pivotee sobre las personas individuales, sea que lo haga sobre las familias, no puede dar cuenta de la realidad social y política.
Mas politicidad natural tampoco equivale a una constatación histórica, a saber, la de que los hombres siempre han vivido en sociedades actual o potencialmente políticas (pólis, imperios, reinos, ciudades libres, Estados, clanes, tribus, etc.). En efecto, la tesis alude a una exigencia finalista de la naturaleza humana, que incluye –pero no se limita a- su manifestación empírica.
La tesis de politicidad natural responde y es fiel a los principios radicales de lo real. El hombre es un ser naturalmente político: por un lado, se ve impelido a la vida política; por otro, y más fundamentalmente aun, en la participación del fin de la vida política alcanza su cota máxima de perfección intramundana. Ahora bien, la afirmación y la negación de esa tesis no pende de posiciones confesionales, como así tampoco de paradigmas epocales (por lo menos, con pretensión de excluyentes). Más concretamente: la tesis no es ni cristiana, ni pagana, ni agnóstica; como tampoco antigua, medieval o moderna. Y lo propio vale para su negación. Pues la han reconocido, entre otros -cada uno desde su particularísima circunstancia doctrinal e histórica-, los filósofos paganos Platón y Cicerón, los teólogos católicos Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Francisco de Vitoria y Louis Billot, el jurista calvinista Johannes Althusius y –ya fuera de la tradición aristotélica- el sociólogo ruso de origen hebreo Georges Gurvitch y el teórico del Estado Hermann Heller. Por su parte, la han negado los sofistas, la teólogos católicos enrolados en el agustinismo político medieval, el heresiarca Martín Lutero, los filósofos Hobbes, Locke, Kant, Rousseau, el anarquismo y el marxismo. Esta segunda línea doctrinal encarna, en mayor o menor medida, lo que hemos dado en llamar “demonización de la política” [26], postura que, no obstante recorrer transversalmente toda la historia del pensamiento político, ha conocido singular boga en la modernidad, y hoy se conjuga y retroalimenta con poderosos intereses e ideologías mundialistas.



[1] S. Th. Ia., 5, 1 ad 1um.
[2] S. Th. I-IIae., 1-5.
[3] Sin desconocer las diferencias etimológicas y semánticas que separan “moral” de “ética”, optaremos, aquí, por utilizar exclusivamente el último término. Sobre esta cuestión, cfr. Félix A. Lamas, “La Ética o Ciencia Moral: una introducción a la lectura de la Ética Nicomaquea”, en Circa Humana Philosophia, año I, nº 1 (1997).
[4] Así lo plantea, de hecho, el propio Tomás de Aquino en el prólogo a su comentario de la Ética Nicomaquea (cfr. In Ethicorum, L. I, l. 1, n° 6).
[5] Gran Enciclopedia Rialp, t. IV, voz “bien común”, pp. 225-30. El acápite de donde tomamos este texto comienza así: “Uno de los aspectos de la problemática del bien común que de hecho han sido tratados con la más perniciosa ambigüedad es el de la primacía de este bien, y ello en virtud de su aparente antagonismo con el principio de la dignidad de la persona humana”.
[6] Vindiciae pro libro tertio De laicis, sive secularibus, pp. 10-11 (Opera Omnia, París, 1870, t. III)
[7] Y que el propio Aristóteles distinguía la economía familiar de la economía política (cfr. Política, 1256 b 30 y ss.; 1258 a 20 y ss.).
[8] Cfr. Julio Meinvielle, Conceptos fundamentales de la Economía, Bs. As., 1982, pp. 71 y ss.
[9] Política, 1253 a 1.
[10] Cfr. Luigi Lombardi Vallauri, Amicizia, carità, diritto, Milán, 1974, pp. 59-60.
[11] Cfr. nuestro “Política y Derecho”, en prensa en Ius Publicum, n° 10.
[12] Nos ocupamos de este tema en El Estado como realidad permanente (esp. cap. VI), en prensa.
[13] La afortunada expresión –referida a la constitución política- fue acuñada por Joseph de Maistre (cfr. Estudio sobre la soberanía, cap. IX). Carl Schmitt la retoma en Teoría de la Constitución, cap. VIII.
[14] S. Th., I-IIae., 61, 5.
[15] Las virtudes fundamentales, trad. Manuel Garrido, Madrid, 1980, pp. 117-8. Ver el inquietente paso de pp. 119-120, en que Pieper aplica estos principios al caso de “la más poderosa encarnación del mal en la Historia”, el Anticristo. Él será, dice Pieper, injusto en grado sumo, mas, presumiblemente, heroico y ascético.
[16] Antonio Royo Marín, Teología Moral para seglares, Madrid, 1961, t. I., p. 215.
[17] Dijo Pío XII de quienes se aprovechan de los débiles: “¡Contemplad sus manos! Están manchadas de sangre, de la sangre de las viudas y de los huérfanos, de los niños y de los adolescentes, de los impedidos o retrasados en su desarrollo por falta de nutrición y por el hambre, de la sangre de miles y miles de infortunados de todas las clases del pueblo [...] ¡Esta sangre, como la de Abel, clama al cielo contra los nuevos Caínes! (AAS 37 [1945], cit. por Royo Marín, op. cit., ibi).
[18] Roberto J. Brie – Enrique del Acebo, Diccionario de sociología, Bs. As., 2001, voz “piedad”.
[19] S. Th., II-IIae., 101, 1 ad 3um.
[20] Cfr. Tomás Casares, El derecho y la justicia, Bs. As., 1974, cap. III.
[21] Un análisis más pormenorizado, con los loci tomistas respectivos, puede encontrarse en nuestro “Consideraciones ontológicas sobre la ley natural”, en Sapientia, vol. LIV, fasc. 206 (1999).
[22] Cfr., en general, S. Th., I-IIae., 94, 2.
[23] Giuseppe Graneris, “Naturalidad del derecho natural”, en Contribución tomista a la filosofía del derecho, trad. C. Lértora Mendoza, Bs. As., 1977.
[24] Plato’s modern Enemies and the Theory of Natural Law, Chicago, 1951.
[25] Huis clos, escena 5.
[26] Cfr. nuestro “Individualismo y Estado mundial. Esbozo de las premisas del modelo kantiano”, en Rivista Internazionale di Filosofia del Diritto, serie V, anno LXXVIII, n° 3 –jul./sep 2001.