LA CUESTIÓN: DENTRO DE LAS ESCUELAS CLÁSICO-FINALISTAS (VINCULADAS DOCTRINALMENTE CON LA TRADICIÓN POLÍTICA ESCOLÁSTICA) QUE EN PRINCIPIO ACEPTAN AL BIEN COMÚN COMO CAUSA FINAL DEL ORDEN SOCIAL Y A LA POLITICIDAD COMO UNA PROPIEDAD DE LA ESENCIA HUMANA NO HAY ACUERDO –EN ESPECIAL HOY- RESPECTO DE LA NATURALEZA Y DE LA FUNCIÓN DE AQUEL FIN COMÚN
I. Una problemática inteligencia -y formulación- del concepto de bien común
Tómense algunos casos significativos: a) un relevante filósofo del derecho iusnaturalista como John Finnis. El catedrático de Oxford y de Notre Dame determina, sí, que el elemento constitutivo de un grupo como familia, equipo, Estado etc., consiste en compartir un objetivo, al cual se le llama “bien común (common good)”. Mas este fin constitutivo (causa final) viene definido como conjunto de condiciones (“set of conditions”) que capacita a los miembros de un comunidad para alcanzar por sí mismos los valores que buscaban al nuclearse (1); b) un influyente filósofo social e internacionalista del pasado siglo, como J.-T. Delos. En su clásica obra La société internationale et les principes du droit public define a la causa final del Estado –el bien común- como el conjunto completo de las condiciones (“l’ensemble complet des conditions”) materiales y morales para la vida y el desarrollo de los hombres (2). Tal había sido, asimismo, su concepción del bien común en la muy influyente traducción comentada de la Suma Teológica del Aquinate; c) un moralista como Victor Cathrein. Este autor, en las innumerables ediciones de su conocido manual -que arrancan en 1895-, ha afirmado que la causa final de la sociedad política debe definirse como el conjunto de las condiciones requeridas (“complexus condicionum requisitarum”) para la felicidad de los miembros de la sociedad (3).
Tal concepción acerca de la causa final del grupo (en particular, en lo referente al Estado -entendido aquí como comunidad política-) aparece habitualmente recogida por la filosofía política y jurídica hispanoamericana. Así, podemos citar el ejemplo que ofrecen dos ilustres académicos y hombres públicos, como el filósofo y presidente de la corte suprema de justicia de la República Argentina Tomás Casares (4) y el catedrático y padre de la constitución chilena Jaime Guzmán Eyzaguirre (5).
Digamos desde ya que semejante caracterización de la naturaleza y de la función del fin común –malgrado su relativa vigencia doctrinal- resulta problemática. En efecto, como se mostrará brevemente infra, en esta concepción el fin común como causa final de la sociedad aparece incluso comprometido en su especificidad de causa y de fin.
Así pues, entre quienes sostienen la causalidad social del fin aparece una cuestión a dirimir, toda vez que dentro de esas corrientes finalistas no hay verdadera coincidencia in re (real, no meramente nominal) sobre cuál sea la causa final de la sociedad. Corresponde entonces, ineludiblemente, sopesar si acaso el bien común consiste en la protección de bienes y derechos particulares; y si acaso amerita ser acríticamente aceptada en sede científica la formulación del bien común como conjunto de condiciones para la perfección de las personas.
I. Sobre la tesis de la promoción y/o protección de los bienes particulares como fin de la comunidad política
a) Las aporías a que conduce
A partir de las posiciones últimamente presentadas cabe considerar la posibilidad de que el primer principio del todo político pueda ser reducido a una pluralidad de fines, o al conjunto de los fines de las partes -sean o no interdependientes-. Ese sería el caso si la causa final del Estado se redujese a los derechos y bienes individuales y grupales, tal como a veces se propone.
Ante esta posibilidad, resulta razonable poner de manifiesto algunos de sus presupuestos y consecuencias. Cada uno de los bienes comunes correspondientes a las sociedades infrapolíticas es específicamente inferior al bien común político. Y su reunión total no alteraría cualitativamente su carácter infrapolítico. Además, si el fin común político consistiese en el reaseguro de los fines infrapolíticos, entonces ya no se trataría de un fin en el que se estructura un orden de perfecciones -materiales y espirituales- participables, sino de tantos fines cuantas partes haya. Con lo cual se plantean ciertas dificultades. Por un lado, el fin que aúna y unifica no es uno ni unificante, porque no es causalmente común, y aparece como formalmente múltiple. Por otro, no existe un fin distintivamente político, superior al reaseguro de los bienes grupales e individuales de las partes. Ambas dificultades comprometen la especificidad y la naturaleza de la realidad política, y son solidarias. La primera pone en tela de juicio la causación y la supraordenación de su fin propio; la segunda obscurece la necesidad de la vida política como promotora de un bien comprehensivo aunque cualitativamente superior al de los grupos y los individuos.
Es necesario recordar que la nota de común que se atribuye al fin de la sociedad política consiste en ser común por la causación. Se trata, concretamente, de una causa que atrae por modo de fin, y que produce efectos en todo miembro de la comunidad de la que es causa. El bien natural perfecto (político) convoca y perfecciona como un fin que no por común deviene ajeno. No es un universal lógico, sino, precisamente, aquello que extiende su causalidad más allá de un solo individuo gracias a su valiosidad intrínseca y a su riqueza perfectiva. En efecto, hay comunidad de causación si lo común es más perfecto que lo individual; en el plano de la causalidad final esto equivale a mayor plenitud de bien. Luego, si el fin político no es más perfecto que los fines infrapolíticos no hay causa final para la sociedad política (6). Ante lo cual se plantean nuevamente dos alternativas: o negar la existencia del todo de orden político (o sea, del Estado) debido a la carencia de un fin real y propio que lo origine -opción inviable, pues la existencia de la comunidad política se comprueba empíricamente a lo largo de toda la Historia entre todos los pueblos-; o cuestionar el carácter natural de la sociedad política. Porque la nota de natural implica el hallarse primariamente abocada a la consecución de un orden específico de bienes exigidos por la naturaleza humana, y no a la evitación de daños o al subsanamiento de defectos. Es decir, la aceptación de la natural politicidad implica la aceptación de que la vida política es un bonum honestum, un bien en sí, y no un remedio de males, a la manera en que paradigmáticamente lo planteó Rousseau: se sufre la vida política como quien sufre se le ampute un brazo para no morir de gangrena (7). Esto equivale, por un lado, a la imposibilidad de resolver el fin político en el socorro circunstancial a otros grupos (de allí que el principio de subsidiariedad mismo se desvirtúe si se lo divorcia del de la primacía del bien común, llamado también “principio de totalidad”). Así como también, por otro lado, la afirmación de la natural politicidad impide explicar la presencia de lo político a partir de insuficiencias humanas contingentes -o de un avatar histórico- (8).
b) Su filiación doctrinal
El principio de la politicidad natural del hombre conlleva necesariamente –lo reiteramos- la afirmación de que el fin de la sociedad política es un bien común propio y específico, irreductible y supraordenado respecto de todos los otros fines naturales de sus miembros. Ahora bien, si la función del orden político se reduce a proporcionar ayuda para que los grupos menores alcancen sus objetivos, luego el fin mundanal de los hombres resulta ser extra- (o pre-) político. Lo político fungiría como allanador de obstáculos, o removedor de impedimentos circunstancialmente atravesados en el camino de los grupos infrapolíticos. Estos parecerían ser, de suyo, autosuficientes. Pero se encontrarían necesitados de ayuda, y sobre todo de protección. Se plantea, aquí, una situación compleja: sociedades autosuficientes requerirían la presencia de otra que, sin un fin específico, les creara condiciones favorables y las protegiera. La causa de la vida política se identificaría, entonces, con la causa de que aquellas sociedades reclamen apoyo en sus desfallecimientos y protección ante peligros. Tal causa no sería, principalmente, sino la debilidad y maldad humanas.
Esta es, precisamente, la doctrina del fundador del liberalismo político, John Locke (9). En efecto, toda su caracterización del estado de naturaleza en sentido estricto es el más decisivo argumento lockeano a favor de la suficiencia de la vida prepolítica. La aparición de lo político supone un estadio lógicamente ulterior, representado por la aparición de la maldad humana y la consiguiente caída en estado de guerra (donde se echa de ver la versión secularizada del dogma del pecado original). El Estado adviene y es exigido a partir de la necesidad de evitar las injurias mutuas y de proveer seguridad a los bienes asequibles por los individuos y los grupos fuera de la órbita política. Es un reaseguro histórico de la libertad primitiva y de sus fines particulares. Lo político aparece, así, como un remedio, en la medida en que sirve para paliar los defectos del estado de guerra y no para promover una órbita de perfecciones humanas superior a las perseguidas por los grupos domésticos o económicos.
Es manifiesto el alcance de la hipótesis de tal estado de naturaleza respecto de la valoración del orden político. Ahora bien, Locke, además, confirma de manera expresa esa concepción del Estado en el parág. 128 del Second Treatise on Government (10), al relacionar causalmente su existencia con la maldad moral. En efecto, dice allí, todos los hombres forman una comunidad, y si no fuera por la corrupción y el vicio de individuos degenerados, no sería necesario agruparse pacticiamente en sociedades menores (políticas); bastaría con la gran comunidad humana. Posiciones como la de Leo Strauss, que acercan el núcleo del pensamiento político de Locke al de Hobbes, encuentran ratificación explícita en ese pasaje (11).
A tenor de lo dicho no resultaría impropio calificar como primariamente represivo el orden político. Este carácter policial del Estado aparece también explícitamente afirmado por Locke. Así, por ejemplo, en el pgf. 88, en tren de distinguir las notas específicas de la sociedad política, nuestro autor señala el papel punitivo como un eje de sus funciones y de su mismo ser (12).
Si la actividad del Estado se limita, básicamente, a tratar de remediar los efectos de la maldad moral, es que los fines humanos son lógicamente previos e independientes respecto del orden político. Este se justifica en la medida en que resguarde imparcial y eficazmente los bienes particulares y sus correspondientes derechos. En sentido estricto ya no puede afirmarse el bien común como fin de la comunidad política; no habría, como se ha dicho, un orden de bienes superiores participables que originara la vida del todo político en tanto tal, es decir, fines que excedieran el ámbito de los individuos o los grupos infrapolíticos.
No otra cosa afirma el Treatise. Constituye un tópico de la obra el aserto de que la razón por la cual los hombres se integran y permanecen en sociedades políticas es la protección de su vida, libertad y propiedad; si bien Locke prefiere hablar, concisa y significativamente, de la protección de su propiedad privada (13). Locke, con todo, se refiere en un escueto pasaje al beneficio que la asistencia mutua provee a los individuos integrados en sociedad política. Sin embargo, la necesidad que esto conlleva es la de deponer la libertad natural y el poder de ejecutar propios del estado de naturaleza, para sostener el poder de la comunidad. Y, además, el fundamento de la obligación que genera consiste en la reciprocidad con que los demás observan igual conducta; es decir, la justicia de resignar el poder natural reside en la situación contractual de las partes. Se trata, pues, de una alusión aislada a la colaboración social (aunque no parece señalarse como actor a la sociedad política, sino a los grupos e individuos que la integran); alusión diluída en la temática recurrente de la necesidad de un poder común protector de la propiedad, fruto de un acuerdo subjetivo. Por todo ello resulta coherente que el término -raro en Locke- de “common good”, estampado enseguida, sea reducido nocionalmente a la protección de la propiedad (14), i. e., al conjunto de los intereses individuales.
c) Algunos corolarios
Proponer la promoción de bienes infrapolíticos como fin del cuerpo político suscita ciertas aporías, cuya solución coherente demanda, sin lugar a dudas, una opción radical. La conjunción de autosuficiencia (natural) prepolítica con debilidad (¿caída?) histórica -que de alguna manera se sigue a partir de la reducción del fin político a la protección de fines particulares- es compatible con los principios contractualistas sobre el origen y la naturaleza del Estado, pero no con el de la politicidad natural. En otros términos, resulta legítimo concluir que no hay conciliación coherente entre este último principio y la tesis que se viene cuestionando. Pues tal conciliación supone aceptar posiciones contractualistas, cuyos presupuestos se hallan en franca contradicción con los del realismo clásico y tomista. Por todo ello no resulta aventurado plantear radicalmente la siguiente opción: o se sostiene la politicidad natural, o se sostiene la promoción de los bienes y derechos particulares como fin de una sociedad política que ya no tendrá carácter natural. Para el filósofo del derecho y del Estado la aceptación de una tesis implica el rechazo de la otra.
II. La reducción del bien común al “conjunto de condiciones para la perfección de las personas” como una variante de la misma tesis
Hay, en efecto, en esta formulación, toda una serie de imprecisiones que la reconducen, de hecho, a la posición que se viene criticando.
En primer lugar, si se acepta que el bien común político es la causa final de la comunidad política, luego no se puede afirmar que la causa es condición, pues, como leemos hasta en los manuales mismos, “la condición es el requisito o la disposición necesaria para el ejercicio de la causalidad: algo meramente auxiliar, que hace posible o impide la acción de una causa; la condición en cuanto tal no posee causalidad. La existencia de adecuadas condiciones climáticas, por ejemplo, es condición para que se desarrolle una prueba deportiva, pero no es su causa” (subr. orig) (15). Por otra parte, la concepción del bien común como condición implicaría la afirmación de los bienes particulares como causas. Respecto de éstos el bien común representaría una suerte de medio.
En función de lo antes dicho, puede afirmarse en síntesis: si el bien común es condición para la consecución del bien particular, entonces, el bien común ni es causa (pues es condición) ni es final (porque tiene razón de medio). Y la causa final se identificaría, también aquí, con el conjunto de los fines particulares.
Una vez más corresponde plantear la opción radical de marras. O se sostiene que el bien común es causa final de la sociedad o se identifica el bien común con un conjunto de condiciones. Para el filósofo del derecho y del Estado, la aceptación de una tesis implica el rechazo de la otra.
NOTAS
Natural Law and Natural Rights, Oxford, 1993, pp. 152-155.
París, 1950, p. 136.
Philosophia moralis, Friburgo de Brisgovia, 1932, p. 411.
La justicia y el derecho, Bs. As., 1973, p. 35.
Derecho Político, Santiago de Chile, 1996, pp. 30 y 31.
Sobre este tema en el Aquinate cfr., entre muchos otros pasos, Summa Theologiae, I-IIae., 90, 2 c.: "[...] porque toda parte se ordena al todo como lo imperfecto a lo perfecto, el individuo es parte de la comunidad perfecta [...] la comunidad perfecta es la ciudad, como dice el Filósofo en el libro I de la Política"; I-IIae., 90, 3 ad 3: "[...] como el bien de un hombre no es el último fin, sino que se ordena al bien común, así también el bien de una familia se ordena al bien de una ciudad, que es la comunidad perfecta"; II-IIae., 58, 9 ad 3um: "el bien común es el fin de las personas singulares existentes en la comunidad" (se utiliza la editio altera romana, Roma, 1894). Ésta y otras cuestiones conexas son tratadas en Sergio R. Castaño, Los principios políticos de Sto. Tomás en entredicho. Una confrontación con Aquinas, de John Finnis, Bariloche, 2008.
Discours sur l’origine et les fondements de l’inégalité parmi les hommes, en Oeuvres Complètes (ed. de la Pléiade), t. III (Écrits politiques), París, 1964, p. 178.
Sobre el concepto aristotélico de politicidad natural cfr. Sergio R. Castaño, “La politicidad natural como clave de interpretación de la historia de la filosofía política”, en Sergio R. Castaño – Eduardo Soto Kloss, El derecho natural en la realidad social y jurídica, Santiago de Chile, 2005.
En lo que sigue respecto de Locke nos servimos del capítulo sobre “El sentido de la vida política en el individualismo liberal: Locke”, en Sergio R. Castaño, Defensa de la Política, Bs. As., 2003.
Se utiliza la edición de C. B. Macpherson, Indianapolis, 1980.
Natural Right and History, Chicago, 1970, p. 166. En A Letter concerning Toleration (ed. Sherman , p. 16, col. 1 de la reimp. de Great Books, Chicago, 1952, t. 35) encontramos un pasaje paralelo.
“And thus the common-wealth comes by a power to set down what punishment shall belong to the several transgressions which they think worthy of it, committed amongst the members of that society, (which is the power of making laws) as well as it has the power to punish any injury done unto any of its members, by any one that is not of it (which is the power of war and peace); and all this for the preservation of the property of all the members of that society, as far as is possible” (subr. orig.).
Cfr. parág. 85, 94, 120, 124, 127. El tema de la propiedad privada ocupa un lugar central en la filosofía política de Locke; un largo capítulo del Treatise le está dedicado. Es pertinente remarcar que la vida económica se desenvuelve ya dentro del estado de naturaleza; además, Locke da por legítima la acumulación de propiedad más allá de las necesidades, y la desigualdad social que esto provoca. Lo político aparecerá como consecuencia del desarrollo de las relaciones económicas y, puede decirse, a ellas subordinado. Respecto de este tema cfr. Leo Strauss, op. cit., pp. 234 y ss.; Norberto Bobbio, Locke e il diritto naturale, Turín, 1963, p. III, esp. pp. 216 y ss; C. B. Macpherson, The Political Theory of Possessive Individualism., Oxford, 1989, pp. 197-221; Loris Ricci Garotti, Locke e i suoi problemi, Urbino, 1961, pp. 69 y ss..
Cfr. pgf. 130 y 131; ver, asimismo, A Letter concerning…, p. 3 col. 1 y p. 16 col. 2 de la ed. cit.
Tomás Alvira, Lluis Clavell, Tomás Melendo, Metafísica, Pamplona, 1982, p. 187.