La 《nación》,
entidad política designada con un término cuasi equívoco (porque estrictamente
significa una realidad étnico-cultural, no política), salida de las sentinas de
la revolución, termina por ser vehículo de la resistencia de los valores
tradicionales. Y lleva la razón.
En efecto, la nación, realidad
de suyo entroncada con valores populares auténticos, ajena en su esencia al
cartabón de la geometría racionalista, expresión espiritual difícilmente
desvinculable de las tradiciones constitutivas, portadora de inequívocos rasgos
patrióticos (es más: sostenida en tales valores patrióticos), por todo eso, y
más,
Pasa a convertirse en vehículo
de la tradición occidental y cristiana -también política-; pasa a ser expresión
de la resistencia legítima de los pueblos frente a los factores de disgregación
mundialistas y anticristianos capitaneados por la masonería y el marxismo.
Y allí tenemos –relevando
a un legitimismo ya inerme y exangüe: políticamente muerto, como le sentenció
Carl Schmitt- el espectáculo grande y conmovedor de todos los movimientos
patrióticos (también, de modo más o menos explícito, expresión de valores
genuinamente tradicionales) que en Europa le plantaron cara a la masonería, al
liberalismo, al poder judío transnacional, al comunismo. Desde el Rex del
glorioso Léon Degrelle hasta la Falange de José Antonio (“uno de los héroes más
puros y más asombrosos que ha tenido España […] una de las figuras más simpáticas
de toda la historia; un homérida; si los héroes de Homero hubiesen sido
cristianos”, Castellani dixit); pasando por la Guardia del Capitán cristiano
Codreanu, y sin dejar fuera al confuso pero noble y "muy humano" (su
crítico, Komar, dixit) Duce del Fascismo; y a todos los demás, con sus más y
sus menos, desde los rusos anticomunistas del Gral. Vlasov, entegados a la
muerte por los aliados, hasta los Ustachas de Pavelič, hasta el mártir Mons.
Tiso celebrado por Genta, y Pétain con Vichy. Y sin olvidar a los patriotas
alemanes que se sacrificaron por su tierra de a millones (reales), y que casi
triunfan contra la alianza global de enemigos inter y transnacionales -esto, más
allá del juicio que merezca su Führer-.
Y se produjo la derrota
mundial. Pero la Europa nacionalista, enfrentada con el globalismo, la
masonería, el liberalismo, el poder judío, el marxismo, no se había rendido sin
combatir. Hoy, queda una Europa hecha trizas (espirituales, también), con sus
pueblos en proceso de reemplazo por otros, alógenos. Quebrada, porque los
rescoldos vitales que aún sobrevivían -¡y, de hecho, sobrevivían!- fueron
apagados por la tercera derrota histórico-espiritual que sufrió la Cristiandad
en el s. XX: el concilio Vaticano II.
Por su lado el Nacionalismo
Católico argentino, inspirado en Maurras ("el más grande pensador político
después de Aristóteles", Meinvielle dixit) es la expresión mejor de la
tradición occidental, grecorromana, hispánica y católica surgida en la Patria
como sistema de pensamiento y valores. Y de una altura teórica acorde con el
rango intelectual de Argentina en el concierto de patrias hispánicas.
Espiritualmente hablando, lo
mejor de lo que hemos sido capaces. Un don de Dios a la Argentina.
En suma, el Nacionalismo ha
sido la reacción del Occidente cristiano -y la Patria católica argentina-
cuando el Katéjon (nuclearmente: el Imperio romano cristiano) fue removido. Por
ello compararlo con las cabezas de ese Katéjon -con Carlomagno, Otto I el
Grande o Carlos V- carece de sentido. El giro de la Historia (teológicamente considerado)
nos había arrojado en un atroz avatar escatológico.
Por ello las impugnaciones que
los "tradicionalistas" autodenominados 《carlistas
》hacen
del Nacionalismo argentino no son más que signos de estos tiempos aciagos: signos
de confusión mental y de desagregación política. Porque su onírica empresa no
van a restaurar a ningún pretendiente anciano célibe (presunto, ilusorio fin),
sino a hacernos renegar de nuestra Patria concreta (efectivizable medio,
convergente con los planes globalistas).
Ahora bien, no vale la pena
ocuparse de sus dicterios. Mas sí valorar la grandeza -no impoluta, no
perfecta: humana, y planteada en una encrucijada de lucha a muerte- del
Nacionalismo occidental.
Sergio R. Castaño