viernes, 5 de diciembre de 2025

DOS LÍNEAS SOBRE EL NACIONALISMO


 En uno de sus mejores libros (Nacionalismo y revolución), Calderón Bouchet se hace cargo de lo que sería una suerte de paradoja histórico-espiritual:

La nación, entidad política designada con un término cuasi equívoco (porque estrictamente significa una realidad étnico-cultural, no política), salida de las sentinas de la revolución, termina por ser vehículo de la resistencia de los valores tradicionales. Y lleva la razón.

En efecto, la nación, realidad de suyo entroncada con valores populares auténticos, ajena en su esencia al cartabón de la geometría racionalista, expresión espiritual difícilmente desvinculable de las tradiciones constitutivas, portadora de inequívocos rasgos patrióticos (es más: sostenida en tales valores patrióticos), por todo eso, y más,

Pasa a convertirse en vehículo de la tradición occidental y cristiana -también política-; pasa a ser expresión de la resistencia legítima de los pueblos frente a los factores de disgregación mundialistas y anticristianos capitaneados por la masonería y el marxismo.

Y allí tenemos –relevando a un legitimismo ya inerme y exangüe: políticamente muerto, como le sentenció Carl Schmitt- el espectáculo grande y conmovedor de todos los movimientos patrióticos (también, de modo más o menos explícito, expresión de valores genuinamente tradicionales) que en Europa le plantaron cara a la masonería, al liberalismo, al poder judío transnacional, al comunismo. Desde el Rex del glorioso Léon Degrelle hasta la Falange de José Antonio (“uno de los héroes más puros y más asombrosos que ha tenido España […] una de las figuras más simpáticas de toda la historia; un homérida; si los héroes de Homero hubiesen sido cristianos”, Castellani dixit); pasando por la Guardia del Capitán cristiano Codreanu, y sin dejar fuera al confuso pero noble y "muy humano" (su crítico, Komar, dixit) Duce del Fascismo; y a todos los demás, con sus más y sus menos, desde los rusos anticomunistas del Gral. Vlasov, entegados a la muerte por los aliados, hasta los Ustachas de Pavelič, hasta el mártir Mons. Tiso celebrado por Genta, y Pétain con Vichy. Y sin olvidar a los patriotas alemanes que se sacrificaron por su tierra de a millones (reales), y que casi triunfan contra la alianza global de enemigos inter y transnacionales -esto, más allá del juicio que merezca su Führer-.

Y se produjo la derrota mundial. Pero la Europa nacionalista, enfrentada con el globalismo, la masonería, el liberalismo, el poder judío, el marxismo, no se había rendido sin combatir. Hoy, queda una Europa hecha trizas (espirituales, también), con sus pueblos en proceso de reemplazo por otros, alógenos. Quebrada, porque los rescoldos vitales que aún sobrevivían -¡y, de hecho, sobrevivían!- fueron apagados por la tercera derrota histórico-espiritual que sufrió la Cristiandad en el s. XX: el concilio Vaticano II.

Por su lado el Nacionalismo Católico argentino, inspirado en Maurras ("el más grande pensador político después de Aristóteles", Meinvielle dixit) es la expresión mejor de la tradición occidental, grecorromana, hispánica y católica surgida en la Patria como sistema de pensamiento y valores. Y de una altura teórica acorde con el rango intelectual de Argentina en el concierto de patrias hispánicas.

Espiritualmente hablando, lo mejor de lo que hemos sido capaces. Un don de Dios a la Argentina.

En suma, el Nacionalismo ha sido la reacción del Occidente cristiano -y la Patria católica argentina- cuando el Katéjon (nuclearmente: el Imperio romano cristiano) fue removido. Por ello compararlo con las cabezas de ese Katéjon -con Carlomagno, Otto I el Grande o Carlos V- carece de sentido. El giro de la Historia (teológicamente considerado) nos había arrojado en un atroz avatar escatológico.

Por ello las impugnaciones que los "tradicionalistas" autodenominados carlistas hacen del Nacionalismo argentino no son más que signos de estos tiempos aciagos: signos de confusión mental y de desagregación política. Porque su onírica empresa no van a restaurar a ningún pretendiente anciano célibe (presunto, ilusorio fin), sino a hacernos renegar de nuestra Patria concreta (efectivizable medio, convergente con los planes globalistas).

Ahora bien, no vale la pena ocuparse de sus dicterios. Mas sí valorar la grandeza -no impoluta, no perfecta: humana, y planteada en una encrucijada de lucha a muerte- del Nacionalismo occidental.

Sergio R. Castaño