LA LEGITIMIDAD DE LA DECISIÓN SOBERANA EN SU CONTEXTO:
COMUNIDAD, DICTADURA, DEMOCRACIA, TRADICIÓN
JURÍDICA, ANTILIBERALISMO … KATÉJON
La siguiente selección de textos de Schmitt (algunos de los cuales no han sido vertidos al castellano) formó parte de las fuentes del seminario de
doctorado que impartimos en la UCA
de Buenos Aires en mayo de este año, varios de cuyos contenidos integraron asimismo
el temario del seminario de postgrado que dictamos en septiembre en la UNSTA de Tucumán.
Esta breve antología se centra en el problema de la legitimidad
política y jurídica en Schmitt, tema al que dedicaremos próximamente un
estudio. E incluye textos que se refieren a dicho problema desde diversas
perspectivas. El primero de ellos sitúa los aspectos escatológicos de la teoría
política schmittiana: la necesidad de una decisión que plante cara a la
revolución –encarnada aquí en el anarquismo y el socialismo-, decisión
contrarrevolucionaria de la que, para Schmitt, ya no son capaces las Casas reinantes
supérstites, y que deberá ser asumida por una dictadura soberana que se oponga
“katejónticamente” a la destrucción
del ordo cristiano y europeo. El
segundo texto rescata, siempre desde la visión de Schmitt, el carácter
antiliberal pero democrático de la dictadura fascista, en tanto respuesta de la
fuerza política de un pueblo frente a la presión abrumadora del poder
económico-financiero del capitalismo contemporáneo. El tercer texto también reivindica
el sentido positivo de una democracia -en la medida en que permita al pueblo reafirmar su
existencia como unidad política y cultural, y así resistir a los factores
deletéreos que la ponen en riesgo vital como comunidad-. El cuarto texto plantea
la pseudolegitimidad internacional preconizada por el imperialismo
norteamericano, consistente en la vigencia de una legalidad de la que Estados
Unidos se pretende el único juez, y que sólo sirve a sus objetivos de predominio
mundial, ostensibles ya a partir de la Gran Guerra. El quinto y último texto, por fin,
esboza la impugnación de Schmitt al positivismo normativista del racionalismo
liberal, anclada en la apelación a la tradición jurídica de la comunidad y de la Europa romana. Se trata de
una posición que, como observó Arturo E. Sampay en el primer libro dedicado a
Schmitt en Argentina, no alcanza a trascender la esfera del derecho positivo mismo y, por lo
tanto, tampoco a fundar a éste en principios y bienes humanos inmutables, que opongan un límite deóntico a la voluntad del poder circunstancialmente vigente –aquellos principios por
los que justamente, a pesar de todo, clama Schmitt frente al marasmo
civilizatorio que ya había hecho eclosión en el momento en el que él escribe
(1943)-
TEXTOS DE CARL SCHMITT
(TRADUCCIÓN S. R. CASTAÑO)
[De “La teoría política del mito“ (1923), en Positionen und Begriffe im Kampf mit
Weimar-Genf-Versailles, 1923-1939, Berlín, Duncker & Humblot, 1994, pp.
14-15]
El ideal burgués de un entendimiento pacífico, con el cual todos
encuentran su ventaja y cada uno hace un buen negocio se convierte, desde el
punto de vista de esta filosofía [la de Georges Sorel], en un engendro del
intelectualismo cobarde; la negociación discutidora, transigidora,
parlamentadora aparece como una traición al mito y a la exaltación de los que
todo depende. A la imagen mercantil del equilibrio se le opone otra, la
representación bélica de una batalla decisoria sangrienta, definitiva,
aniquiladora. Contra el constitucionalismo parlamentario entra en escena esa
imagen en 1848 por ambos lados: del lado del orden tradicional en sentido
conservador, representado por un católico español, Donoso Cortés, y en el
anarcosindicalismo radical por Proudhon. Ambos exigen una decisión. Todos los
pensamientos del español se mueven alrededor de la gran contienda, hacia la
fructífera catástrofe que es inminente y que sólo puede ser no reconocida por
la cobardía metafísica del liberalismo discutidor. Y Proudhon, para cuyo
pensamiento es característico aquí el escrito “La guerra y la paz”, habla de la
batalla napoleónica que aniquila al enemigo, de la bataille napoleónienne. Toda violencia y violación de derechos, que
son propios de la lucha sangrienta, reciben, según Proudhon, su sanción
histórica. En lugar de las divergencias relativas, accesibles a un tratamiento
parlamentario, aparecen ahora antítesis absolutas. “Llega el día de las
negaciones radicales y de las afirmaciones soberanas” [en castellano en el original]; ninguna discusión
parlamentaria puede detenerlo. El pueblo empujado por sus instintos destruirá
la cátedra de los sofistas –todas afirmaciones de Donoso, que podrían provenir
literalmente de Sorel, sólo que el anarquista se pone de parte del instinto del
pueblo. Para Donoso el socialismo radical es algo más grandioso que la
transigencia liberal, porque reconduce a los últimos problemas y da a las
preguntas radicales una respuesta decisiva, porque tiene una teología. Proudhon
es aquí precisamente el enemigo no porque fuera el socialista más renombrado en
1848, contra quien Montalembert había dirigido un famoso discurso
parlamentario, sino porque representa radicalmente un principio radical. El
gran español se desesperaba frente a la tonta falta de ideas de los
legitimistas y a la cobarde astucia de la burguesía. Solamente en el socialismo
vio lo que él llamaba el instinto, a partir de lo cual sacó la conclusión de
que a la larga todos los partidos trabajaban para él [el socialismo]. Así las
oposiciones ganaron de nuevo dimensiones espirituales y a menudo una tensión verdaderamente
escatológica.
[De “Esencia y devenir del Estado fascista” (1929), en Positionen und Begriffe, pp. 125-127;
128; 129]
El liberalismo consecuente tiene su patria en parte en lo económico, en
parte en lo ético y es por lo demás un artificioso sistema de métodos para el
debilitamiento del Estado. Disuelve desde lo económico y desde lo ético todo lo
específicamente político y específicamente estatal. Por el contrario democracia
es un concepto que pertenece también de un modo particularmente específico a la
esfera de lo político. Auténtico nacionalismo, obligación militar universal y democracia
son, pues, “una trinidad que no hay que separar”, y el demócrata
cesarísticamente imbuido es de un viejo tipo histórico (¡Salustio!). […] Que el
fascismo renuncie a las elecciones y odie y desprecie el entero “elezionismo” no es algo antidemocrático
sino antiliberal y se funda en el recto reconocimiento de que los métodos
actuales de la elección individual secreta amenazan todo lo estatal y político
con una total privatización, expulsan al pueblo de la esfera de lo público (el
soberano se eclipsa en el cuarto obscuro) y degradan la conformación de la
voluntad estatal a una sumatoria de voluntades individuales secretas y
privadas, es decir, en verdad, a unos incontrolables deseos y resentimientos masivos. Contra su efecto desintegrador en los hechos sólo
puede uno protegerse si construyera una obligación jurídica en el sentido de la
teoría de la integración de Rudolf Smend, para no tener en miras su interés
privado en la emisión del voto secreto, sino el bien del todo –frente a la
realidad de la vida social y política, una protección débil y muy
problemática-. Pero toda igualación de democracia y voto secreto es liberalismo
del s. XIX y no democracia. También la nueva ley fascista sobre la
representación política del 17 de mayo de 1928, que sólo da la posibilidad a
los habilitados para el voto de decir sí o no a una lista de candidatos
presentada por el gobierno es antidemocrática sólo en el sentido de la
privatización liberal. En verdad conduce al plebiscito […] Un plebiscito, sin embargo,
no es algo antidemocrático. Tampoco obstaculiza a la más radical e inmediata
democracia que el pueblo sólo pueda aclamar o decir sí o no; y de cara a la
ineluctable dependencia de la posición de la pregunta y de la lista de
propuestas es precisamente pensable, de modo político y en consecuencia
democrático, hacer que la posición de la pregunta y la lista de propuestas
provenga del gobierno y no dejarlas en manos de camarillas anónimas y grupos de
interés, que las fabrican en el más profundo secreto y las ofrecen a una masa
de votantes secretos individuales en parte organizada en partidos, en parte
vacilante y desvalida, desde una obscuridad opaca e irresponsable. Como se
presentan hoy las cosas, en ningún país la lucha por el Estado y lo político es
una lucha contra la auténtica democracia, pero esta lucha es igualmente
necesaria como lucha contra los métodos
con los cuales la burguesía liberal del s. XIX ha debilitado y derribado al
Estado monárquico de entonces, ya hace tiempo liquidado.
[…]
Cuando hoy es propio de los Estados industriales altamente
desarrollados que los patrones y los trabajadores se hallen unos frente a otros
con aproximadamente la misma fuerza social y, en cualquier caso, ninguno de
esos grupos pueda imponer al otro una decisión radical sin una temible guerra
civil, entonces no son posibles decisiones sociales y reformas constitucionales
fundamentales por la vía legal y todo lo que le resta al Estado y al gobierno es
ser entonces sólo, más o menos, un tercero justamente neutral (y no superior,
que decide fundado en su propia fuerza y autoridad). Una supremacía del Estado
ante la economía sólo se puede acometer mediante una organización cerrada y
reglamentada.
[…]
[A la teoría
del tercero más alto -en Alemania-] no le correspondió en la realidad
sociológica una nueva organización, creada con consciencia sociológica de la
nueva situación, sino sólo un funcionariado bien disciplinado y técnico,
vinculado con una tradicionalmente rígida y desconcertante pluralidad de
dinastías nacionales, cuya fundamentación ideal era el paralizante concepto de
la legitimidad. El fascismo, por el contrario, le asigna valor, por fundadas
razones, a ser revolucionario.
[…]
Sólo un Estado débil es un sirviente capitalista de la propiedad
privada. Todo Estado fuerte –si es verdaderamente un tercero más alto y no
simplemente idéntico a los económicamente poderosos- no muestra su propia
fuerza contra los débiles, sino contra los social y económicamente fuertes. Los
enemigos de César eran los optimates,
no el pueblo; el Estado del príncipe absoluto debió imponerse contra los
estamentos, no contra los campesinos, etc.
[De “El problema de la neutralidad interior del Estado“
(1930), en Verfassungsrechtliche Aufsätze
aus den Jahren 1924-1954, Berlín, Duncker & Humblot, 2003, pp. 57 y 58]
El sentido de toda constitución bien establecida es el proveer un
sistema organizatorio que haga posible la conformación de la voluntad estatal y
un gobierno capaz de gobernar. La consciente e informada intención de la constitución vigente del Reich es ante todo alcanzar esa meta y todas las instituciones de una democracia parlamentaria y
plebiscitaria deben conformar un gobierno capaz de actuar. Ella surge de que un
gobierno que descanse en fundamentos democráticos y que halle la aprobación y
aclamación del pueblo es más fuerte y activo que toda otra forma de gobierno.
Si uno no quiere ahora escenificar una desastrosa huida del Estado ni preparar
catástrofes o luchas de poder, no resta sino hacer uso de esas posibilidades
constitucionales y dar vigencia al sentido de las estipulaciones
constitucionales frente a la lábil praxis de la coalición, dominada por métodos
de la preguerra. Todas las posibilidades constitucionales no están ni con mucho
agotadas. Su conocimiento sufre aún las interpretaciones que hacen de la
constitución de Weimar una caricatura a causa de los clichés surgidos en la
preguerra, dado que en ella no ven sino una anticonstitución contra la
constitución anterior del Reich. […] Es propio de la legalidad constitucional
el utilizar las posibilidades de una constitución, antes que pensar en
peligrosas catástrofes o en una huida general del capital de toda la substancia
política. Hoy se halla el pueblo alemán frente a una alternativa simple: o
salvar su unidad política a partir de su propia voluntad política o, por el
contrario, existir como unidad de reparación [de guerra] a partir de una
voluntad ajena. Frente a tal aut/aut
no le queda a ningún alemán neutralidad alguna, y sería una lamentable ilusión
querer permanecer neutral, si se trata de la propia vida, del propio Estado y
de la existencia política del propio pueblo.
[De “Formas jurídico-internacionales del imperialismo
moderno” (1932), en Positionen und
Begriffe, pp. 185, 188 y 196]
Pertenece además a toda expansión de poder -se manifieste o no en lo
fundamental como económico- que aduzca una determinada justificación. Necesita un principio
de legitimidad, un completo inventario de conceptos jurídicos y fórmulas,
de expresiones, de lemas que no sólo son simulaciones “ideológicas”; y que
sirve no solamente a fines propagandísticos, sino que no es más que un caso de
aplicación de la simple verdad de que toda actividad del hombre es portadora de
un carácter espiritual y de que también la Política, tanto una imperialista como cualquier
otra Política históricamente plena de sentido, de ningún modo es según su
naturaleza algo, por así decir, a-espiritual. En ningún momento de la Historia de los hombres
se ha carecido de tales justificaciones y principios de legitimidad; en ningún
momento ha habido tampoco un derecho internacional sin tales justificaciones
[…].
Hay una extensa literatura sobre la doctrina Monroe; también ha sido
señalado frecuentemente el desarrollo desde un medio de defensa a un
instrumento de hegemonía sobre el continente americano. Se comenzó en la
inadmisibilidad por principio de una intervención, del solemnemente subrayado
“principio de no intervención” y se terminó en que precisamente en la misma
doctrina se encontró la justificación para
intervenciones de los Estados Unidos en los asuntos de otros Estados
americanos. Un curioso desarrollo en su contrario. Ese despliegue dialéctico de
un principio político atraviesa empero la entera historia de la doctrina Monroe
y reside no sólo en el desarrollo desde la defensa hasta la expansión
imperialista, sino que lleva asimismo desde el principio de no intervención
hasta el instrumento de una continua política de intervención, desde la
protesta contra el principio de legitimidad de la Santa Alianza hasta el hoy
utilizado principio de que los Estados Unidos de América –también Wilson lo ha
proclamado- no reconocen ningún gobierno americano que haya llegado al poder
por medios revolucionarios y de que sólo toleran gobiernos legales en el
continente americano. Se desarrolla un nuevo principio de legitimidad
internacional, que comienza con la lucha contra el antiguo principio de
legitimidad y con el aislamiento político de los Estados Unidos de América y
que termina en que los Estados Unidos ejercen un influjo sobre otras potencias,
abarcador de la entera humanidad. […]
En los Estados latinoamericanos, en los cuales a menudo sobrevienen
revoluciones, golpes de Estado y pronunciamientos, los circunstanciales
gobiernos dependen en todo, financiera y políticamente, del reconocimiento por
los Estados Unidos. Aquí tienen los Estados Unidos un principio muy simple: no
reconocen a los gobiernos revolucionarios y convalidan sólo a los gobiernos
legales. En Alemania sabemos desgraciadamente por experiencia que bajo ciertas
circunstancias es muy difícil distinguir con precisión legalidad de ilegalidad,
en particular si se llega a producir una guerra civil armada. Tales cuestiones
respecto de los Estados americanos son decididas en gran medida por los Estados
Unidos. Éstos son capaces, en consecuencia, de decidir hoy sobre el destino del
gobierno de casi todos los Estados americanos. Además muchos Estados americanos
han firmado tratados entre sí en los que se obligan a sólo reconocer a los
Estados “legales”. Dados los permanentes revoluciones y pronunciamiento esto
tiene la significación práctica de que los Estados Unidos determinan qué
gobierno es legal y qué gobierno no.
[De „La situación de la
ciencia jurídica europea“ (1943/4), en Verfassungsrechtliche
Aufsätze, pp. 411-412; 412-413; 417-418; 422-423; 427]
Un sentido francamente existencial tuvo ante todo la doctrina de
Savigny sobre las fuentes del Derecho, a través de la cual él ha dado al
término y a la imagen de fuente una nueva, enérgica significación. Se entiende
a Savigny mismo y sus específicos conceptos tanto de “histórico” cuanto de
“positivo” sólo en tanto se toma seriamente su término y su imagen de fuente con
un sentido de esencial singularidad para la lucha existencial de la ciencia
jurídica. El Derecho como orden concreto no se puede desvincular de su
historia. El Derecho verdadero no se establece, sino que surge en un desarrollo
no intencional. Lo que es verdadero Derecho se determina por ello hoy en la
concreta forma de existencia histórica del quehacer jurídico, en lo cual se
torna consciente su desarrollo. El concepto científico-jurídico de lo positivo
se halla vinculado en Savigny a un modo especial de fuente del Derecho,
custodiado por los juristas, en el cual el Derecho de modo específico toma su
origen como algo dado, no puesto. El positivismo ulterior ya no conoce en
absoluto un origen y una patria. Sólo conocía o causas o normas positivas
hipotéticas. Quiere lo contrario de un Derecho no intencional; y su intención
última es la dominación y la calculabilidad [nota al pie: Eso expresa la a menudo
citada frase de Auguste Comte, del fundador del positivismo como religión y
cosmovisión: voir pour savoir, savoir pour prévoir, prevoir pour régler! (subr. original)]. Una palabra como “fuente”
es para tal positivismo a lo sumo como una metáfora facultativa de un
fundamento de validez establecido del modo que sea. Por lo demás le debe
resultar sin sentido, si no cómico, hablar de una “fuente”. Por el contrario
para Savigny y su concepción histórico-positiva del Derecho la fuente en su
pleno sentido de la auténtica procedencia y de la auténtica patria es verdaderamente
una fuente. No es ni una cisterna para una “justicia del Kadí” precientífica,
ni una instalación de canales para una planificación carente de espacio y
juridicidad
[…]
La ciencia jurídica es ella
misma, justamente, la propia fuente del Derecho. La
ley es para ella materia, que cuando es necesario conforma y ennoblece; la
forma científica, que sólo ella alcanza a ofrecer, trata de descubrir y
completar una unidad ínsita en la materia legal y causa así “una vida orgánica,
que, conformándola, ejerce un efecto sobre la materia misma”. Savigny conoce el
valor de una buena ley, pero él sabe en primer lugar que la ley es sólo una de
las varias formas de aparición del Derecho de los órdenes concretos; y en
segundo lugar que la esencia y el valor de la ley residen en su estabilidad y
permanencia o, como Johannes Popitz formuló una vez con un cierto elegante
escepticismo: “en su relativa eternidad”. Sólo entonces tiene un apoyo el
compromiso del legislador y con él la independencia del juez ligado a la ley. Las
experiencias de la revolución francesa habían mostrado de qué orgías positivas
es capaz un poder legislativo desencadenado, y el tratamiento de los profesores
de Derecho con Napoleón era un síntoma de la conexión de todas esas cuestiones
con la situación de la ciencia del Derecho. Igualmente, empero, no podía
entonces plantearse en Alemania un Derecho de casos, un case law, sostenido en una praxis jurídica de precedentes
jurisprudenciales. Así fue como la ciencia jurídica, a través de esa doctrina
de las fuentes históricas, fue elevada a una específica autoridad, al rango de
una portadora autónoma de la evolución jurídica y de alma de un estamento
alemán de juristas. La evolución fue pensada con ello como un crecimiento calmo,
que a través de la referencia continua tales fuentes conservaba su continuidad
y permanecía protegida con la arbitrariedad., mientras por el otro lado la
inagotable riqueza de las fuentes históricas y la plenitud de sus actuales
aplicaciones contenían la posibilidad de todas las necesarias variaciones y
renovaciones del Derecho.
[…]
Su apelación [la de Savigny] fue la primera toma de distancia consciente del mundo de
las positivaciones. Su significación no reside en una argumentación, sino en la
situación espiritual que otorga primero la dimensión histórica a su doctrina
del surgimiento no intencional del Derecho, dado que constituye a la ciencia
jurídica en el polo opuesto de la meramente fáctica positivación del Derecho,
sin arrojar al Derecho en la palabrería del derecho natural, que conduce a la guerra
civil.
[…]
Desde el s. XIX la situación de la ciencia jurídica europea está
determinada por la cesura del Derecho entre legalidad y legitimidad. El peligro
que hoy amenaza al espíritu científico-jurídico de Europa ya no proviene de la
teología, ni tan sólo eventualmente de una metafísica filosófica, sino de un
tecnicismo desencadenado que se sirve de la ley estatal como de su instrumento.
Ahora la ciencia jurídica tiene que afirmarse hacia otro lado. El jurista
científico no es teólogo y no es filósofo, pero tampoco es una mera función de
cualquier deber ser “puesto” y de su posición de [normas] puestas. Tenemos que
defendernos de una instrumentalización subalterna, como nosotros en otros
tiempos nos hemos defendido de la dependencia de la teología. Hacia ambos lados
permanecemos científicos y juristas. Ésa es la realidad de nuestra existencia
espiritual, que no podemos dejar confundir desde afuera por categorías
metodológicas, psicológicas o en general filosóficas. Pues cumplimos con una
tarea de la que ninguna otra forma o método de la actividad humana puede
hacerse cargo. No podemos escoger a nuestro gusto los cambiantes gobernantes y
regímenes, pero conservamos en la cambiante situación el fundamento de racionalidad
del ser-hombre, que no puede carecer de los principios del Derecho. A esos
principios pertenece un reconocimiento de la persona que reposa en respeto
recíproco, el cual ni en la lucha desaparece; sentido de la lógica y de la
certeza deductiva de los conceptos e instituciones; sentido de reciprocidad y
del mínimo de un proceso ordenado, del due
process of law, sin el cual no hay Derecho alguno [nota al pie: La fórmula due process of law, que ha adquirido una
significación central en la praxis de los tribunales de los EUA tiene origen
europeo …]. En el hecho de que nosotros conservamos ese núcleo indestructible
de todo Derecho frente a todas las [normas] puestas disgregantes estriba la
dignidad que se ha colocado en nuestras manos, hoy en Europa más que en ningún
otro tiempo y que en ningún otro lugar de la tierra.
[…]
Para mí Sócrates, Platón y Aristóteles fueron fundamentalmente maestros
de Derecho y no lo que hoy en día se denomina “filósofo”, con lo cual
naturalmente entiendo como “maestro de
Derecho” y “ciencia del Derecho” no algo así como un docente que imparte su
asignatura dentro de las actuales funciones de enseñanza y evaluación, con
arreglo a la división del trabajo. La Filosofía del Derecho no es para mí un
vocabulario aplicado a cuestiones jurídicas a partir de un sistema filosófico
disponible, sino el desarrollo de conceptos concretos desde la inmanencia de un
orden social y jurídico concreto.