El primero de ellos es la legalidad. Ahora bien, este principio pospone la verdadera discusión sobre el fundamento, ya que con él no queda explícito cuál es el criterio que funda a su vez el valor de las normas -incluyendo la norma primera (la constitución)-. Luego, apelando a la legalidad no se plantea aún el principio de justicia que regula la acción del poder supremo, i. e., del poder que establece e interpreta el derecho vigente.
El
segundo de ellos es la protección de los derechos particulares (individuales o
sociales). Ahora bien, las posiciones ético-jurídicas dominantes en la teoría y
en la praxis políticas, dada su creciente impregnación por concepciones relativistas
y nominalistas, tornan cuestionable –rectius:
ilusorio- afirmar la defensa de los derechos del ser humano y de los grupos
sociales (aun de los más nucleares) como principio de legitimidad del orden
político. En efecto -y lamentablemente estamos eximidos de demostrarlo-, hoy se pretende no saber qué es un ser humano, qué es un hombre, qué
una mujer, qué una familia. Luego, al negarse la naturaleza y propiedades de
los sujetos titulares de derechos inalienables, queda comprometida por la base
la razonabilidad de anclar en su tutela y promoción el sentido de la vida
política y la rectitud del poder político.
El tercero
de ellos es el de soberanía del pueblo. Nosotros creemos que es allí donde
radica el auténtico fundamento de legitimidad del Estado democrático contemporáneo. Ahora
bien, según lo vemos a lo largo de las páginas de nuestro próximo libro Ideología y justicia. Legalidad y legitimidad en el Estado constitucional democrático, ese principio justifica
que el poder político -en tanto ungido por un pueblo que (de acuerdo con el propio régimen vigente) no puede ni debe
gobernar- es deónticamente libre de imponer a la sociedad cualquier contenido normativo y de adoptar cualquier decisión política. Luego, asumido en su quicio esencial,
la soberanía del pueblo implica la tesis de que el poder político -a condición
de adoptar cierta forma ideológica- ya no reconoce ninguna normatividad
superior a su voluntad. La concreción de tal tesis en nuestra época, signada
por la forma mentis del iluminismo,
se manifiesta en dos significativas prioridades programáticas asumidas por el
poder político: la preservación de los intereses económicos establecidos (hoy, en
particular, los del poder financiero); y la licuación del orden natural y cristiano en la
sociedad.