viernes, 27 de julio de 2012

LA LEGITIMIDAD EN EL ESTADO CONSTITUCIONAL DEMOCRÁTICO





            Hay por lo menos tres principios que podrían aspirar a constituir el fundamento de  legitimidad del poder en el régimen democrático-representativo del constitucionalismo liberal, hoy vigente en Occidente y en sus zonas de influencia político-cultural.      
             El primero de ellos es la legalidad. Ahora bien, este principio pospone la verdadera discusión sobre el fundamento, ya que con él no queda explícito cuál es el criterio que funda a su vez el valor de las normas -incluyendo la norma primera (la constitución)-. Luego, apelando a la legalidad no se plantea aún el principio de justicia que regula la acción del poder supremo, i. e., del poder que establece e interpreta el derecho vigente.
        El segundo de ellos es la protección de los derechos particulares (individuales o sociales). Ahora bien, las posiciones ético-jurídicas dominantes en la teoría y en la praxis políticas, dada su creciente impregnación por concepciones relativistas y nominalistas, tornan cuestionable –rectius: ilusorio- afirmar la defensa de los derechos del ser humano y de los grupos sociales (aun de los más nucleares) como principio de legitimidad del orden político. En efecto -y lamentablemente estamos eximidos de demostrarlo-, hoy se pretende no saber qué es un ser humano, qué es un hombre, qué una mujer, qué una familia. Luego, al negarse la naturaleza y propiedades de los sujetos titulares de derechos inalienables, queda comprometida por la base la razonabilidad de anclar en su tutela y promoción el sentido de la vida política y la rectitud del poder político.
              El tercero de ellos es el de soberanía del pueblo. Nosotros creemos que es allí donde radica el auténtico fundamento de legitimidad del Estado democrático contemporáneo. Ahora bien, según lo vemos a lo largo de las páginas de nuestro próximo libro Ideología y justicia. Legalidad y legitimidad en el Estado constitucional democrático, ese principio justifica que el poder político -en tanto ungido por un pueblo que (de acuerdo con el propio régimen vigente) no puede ni debe gobernar- es deónticamente libre de imponer a la sociedad cualquier contenido normativo y de adoptar cualquier decisión política. Luego, asumido en su quicio esencial, la soberanía del pueblo implica la tesis de que el poder político -a condición de adoptar cierta forma ideológica- ya no reconoce ninguna normatividad superior a su voluntad. La concreción de tal tesis en nuestra época, signada por la forma mentis del iluminismo, se manifiesta en dos significativas prioridades programáticas asumidas por el poder político: la preservación de los intereses económicos establecidos (hoy, en particular, los del poder financiero); y la licuación del orden natural y cristiano en la sociedad.