domingo, 20 de febrero de 2011

¿ES EL BIEN COMÚN UN CONJUNTO DE CONDICIONES? (II)

UN INTENTO DE DILUCIDACIÓN SISTEMÁTICA DE ALGUNAS CONSECUENCIAS DE ASUMIR FORMULACIONES IMPROPIAS, EN SEDE FILOSÓFICA (CIENTÍFICA), A LA HORA DE DEFINIR LA CAUSA FUNDAMENTAL DE LA SOCIEDAD POLÍTICA EN PARTICULAR (Y DE TODA SOCIEDAD EN GENERAL)

En el anterior “post” analizábamos las opciones doctrinales que se imponían a partir de la asunción de ciertas tesis -que se reconducen todas a una matriz principial común-. Esas tesis son, por ejemplo, que “el fin de la comunidad política es la protección de los bienes y derechos del individuo”; o que “el fin de la comunidad política es la persona humana”; o que “el bien común es el conjunto de condiciones para la perfección de la persona”. Decíamos que la aceptación de tales tesis exige renunciar al principio de politicidad natural. Pero creemos que las consecuencias que se siguen de la asunción de esas tesis son más radicales incluso que la necesidad de renunciar al principio aristotélico y tomista de justificación de la vida política. A continuación esbozaremos un planteo de dichas consecuencias, en el plano sistemático (es decir, con la intención de llegar “a las cosas mismas”).

I) Si la comunidad política, en sentido propio y estricto –que es como se debe definir en sede científica- se halla no al servicio del bien común sino al servicio del individuo (de cada individuo), luego la comunidad política es instrumento del individuo. Ahora bien, la causa instrumental, en tanto instrumental, no ejerce causación por su propia virtud, sino que sólo actúa movida y utilizada por la causa principal (cfr. S. Th., IIIae., 64, 5 c.). En la causalidad instrumental se produce una sola acción, efectuada por la causa principal a través del instrumento (cfr. S. Th., IIIae., 19, 1 ad 2).

II) Por su parte, el bien “común” no será propiamente tal (común), sino un repositorio de bienes útiles, es decir, de medios, necesarios para el cumplimiento del fin del individuo (de cada individuo).

Por ello, la causa final resultante de tal entidad colectiva no sería una causa final que aunase y fundase una sociedad autárquica -porque habría tantas causas finales cuantos individuos-; y todos los bienes sociales (desde los políticos hasta los familiares) serían medios útiles insertos en el despliegue operativo de cada individuo persiguiendo su finalidad individual.

Este planteo corresponde, precisamente, a la ontología social fundamental del individualismo. Decíamos en otra parte que “las concepciones metafísicas que se hallan a la base del individualismo tienden a confundir la naturaleza de todo bien común con la de un instrumento o medio de los fines del individuo, cuando no derechamente de éste, el cual a veces aparece como único y auténtico fin de la praxis. Ejemplo canoro de lo cual nos lo ofrece La personne et le bien commun, de Jacques Maritain, (trad. cast., Buenos Aires, 1968 y 1981), especialmente su parte IV, referida a las relaciones entre persona y sociedad”.

Negadas las causas eficiente y final del orden social en tanto social, queda comprometida, como veremos enseguida, la realidad misma de  la sociedad.

III) En efecto, si se ha aceptado que el nombre de “sociedad” significa un ente real (accidental) consistente en la “unión de hombre para hacer mancomunadamente algo en común” (Tomás de Aquino, Contra impugnantes Dei Cultum et religionem), y no una agencia instrumental que provee los bienes útiles para los individuos, debería entonces decirse que la sociedad política no sólo no es natural (como concluíamos en el anterior “post”) sino que no existe en tanto tal. Pues ella, de hecho, se reduciría a la mera realidad de los individuos actuantes en pos de sus fines individuales –y esta conclusión le cabría a toda especie de sociedad–. Resumimos así esta idea en otro trabajo: “[s]egún el planteo que en el plano filosófico-social cabe denominar 'individualista', la sociedad consiste en una suma de individuos; y el fin común no es tal, sino una yuxtaposición de fines particulares. En este planteo individualista “sociedad” es un nombre cuyo referente real no tiene existencia: “sociedad” significa un ente de razón (sin fundamento in re) que a su vez se corresponde (en la realidad extramental) con un mero agregado de grupos e individuos contiguos en el espacio y simultáneos en el tiempo, con sus respectivos intereses yuxtapuestos”. La sociedad, en sentido propio, no existiría.

Si esto fuera así, la política no resolvería su sentido y su valiosidad en un fin peraltado (un bonum honestum principalissimum) que no está al alcance de los grupos infrapolíticos y de los individuos obrando aisladamente -fin común coronado por el cultivo del saber, la transmisión de un talante comunitario histórico, la vida virtuosa y amical-; sino que la política fundaría su justificación en la necesidad de la acción de un poder que socorriera a esos individuos y que les impidiera colisionar y hacerse daño entre sí.

IV) Pero, se preguntará: ¿y la dignidad de la persona; y el valor del hombre en su racionalidad, creaturidad, irrepetibilidad, indisponibilidad? ¿Acaso el verdadero bien de cada individuo no constituye un fin que, sobre todo hoy, no se debe negociar? ¿Entonces el bien común político es un fin anónimo, ajeno al bien de cada persona? La formulación del bien común como “el conjunto de condiciones para la perfección de la persona” ¿no representa el modo de atender a estas exigencias, aunque sea con una semántica errónea?

La respuesta a esta cuestión insoslayable la ofrece la distinción metafísica clave entre fin qui, quo y cui, en su aplicación al bien común. Ella fue desarrollada por primera vez en la época contemporánea por Pierre Philippe (cfr. Le rôle de l’amitié dans la vie chrétienne selon S. Thomas d’Aquin; Paris, 1938) y, sobre todo, por Louis Lachance (en L’humanisme politique de S. Thomas d’Aquin, París-Ottawa, 1965, pp. 321 y ss.). En su estela también hicieron suya esta distinción en Argentina, entre otros, Guido Soaje Ramos y Héctor Hernández -y, gracias a todos ellos, quien esto escribe-. La no ajenidad del bien común respecto de la persona se explica a partir del carácter de ésta como fin cui, sin necesidad de hacer de la persona humana el fin de la sociedad. Sobre el fin cui dice Lachance, avalado por la autoridad de Tomás de Aquino: “[…] designa el sujeto privado de la bondad del fin y que, cuando lo alcanza, se convierte en beneficiario de sus enriquecimientos. Va de suyo que no puede haber finalidad sin que haya un sujeto al que conviene un bien cualquiera. El bien es fin y el sujeto que sufre su atracción se ordena a él. De modo que no es él quien es el fin, sino el objeto que lo atrae. Él quiere para sí el objeto que le conviene, pero la causa, el motivo por el cual lo quiere para sí reside en la bondad encarnada en el objeto” (subr. orig.). Lachance ejemplifica este principio con la relación entre Dios y las criaturas; éstas, en efecto, se perfeccionan alcanzando a Dios, pero Dios no es el medio para los fines de las criaturas. La inadvertencia de estos distingos podría llevar, por ejemplo, a postular a Dios como un medio en el camino del hombre hacia su perfección individual sobrenatural.

V) De entre tantas conclusiones posibles, sólo se nos ocurre poner de manifiesto que el objeto de la filosofia social y política es asequible a la razón natural; y que, por lo tanto, los filósofos de la sociedad, la economía, el derecho y la política, cuando hablan como tales están obligados a contribuir a la verdad atendiendo a las exigencias racionales de su objeto.


sábado, 19 de febrero de 2011

¿ES EL BIEN COMÚN UN CONJUNTO DE CONDICIONES?

LA CUESTIÓN: DENTRO DE LAS ESCUELAS CLÁSICO-FINALISTAS (VINCULADAS DOCTRINALMENTE CON LA TRADICIÓN POLÍTICA ESCOLÁSTICA) QUE EN PRINCIPIO ACEPTAN AL BIEN COMÚN COMO CAUSA FINAL DEL ORDEN SOCIAL Y A LA POLITICIDAD COMO UNA PROPIEDAD DE LA ESENCIA HUMANA NO HAY ACUERDO –EN ESPECIAL HOY- RESPECTO DE LA NATURALEZA Y DE LA FUNCIÓN DE AQUEL FIN COMÚN

I. Una problemática inteligencia -y formulación- del concepto de bien común
Tómense algunos casos significativos: a) un relevante filósofo del derecho iusnaturalista como John Finnis. El catedrático de Oxford y de Notre Dame determina, sí, que el elemento constitutivo de un grupo como familia, equipo, Estado etc., consiste en compartir un objetivo, al cual se le llama “bien común (common good)”. Mas este fin constitutivo (causa final) viene definido como conjunto de condiciones (“set of conditions”) que capacita a los miembros de un comunidad para alcanzar por sí mismos los valores que buscaban al nuclearse (1); b) un influyente filósofo social e internacionalista del pasado siglo, como J.-T. Delos. En su clásica obra La société internationale et les principes du droit public define a la causa final del Estado –el bien común- como el conjunto completo de las condiciones (“l’ensemble complet des conditions”) materiales y morales para la vida y el desarrollo de los hombres (2). Tal había sido, asimismo, su concepción del bien común en la muy influyente traducción comentada de la Suma Teológica del Aquinate; c) un moralista como Victor Cathrein. Este autor, en las innumerables ediciones de su conocido manual -que arrancan en 1895-, ha afirmado que la causa final de la sociedad política debe definirse como el conjunto de las condiciones requeridas (“complexus condicionum requisitarum”) para la felicidad de los miembros de la sociedad (3).
Tal concepción acerca de la causa final del grupo (en particular, en lo referente al Estado -entendido aquí como comunidad política-) aparece habitualmente recogida por la filosofía política y jurídica hispanoamericana. Así, podemos citar el ejemplo que ofrecen dos ilustres académicos y hombres públicos, como el filósofo y presidente de la corte suprema de justicia de la República Argentina Tomás Casares (4) y el catedrático y padre de la constitución chilena Jaime Guzmán Eyzaguirre (5).
Digamos desde ya que semejante caracterización de la naturaleza y de la función del fin común –malgrado su relativa vigencia doctrinal- resulta problemática. En efecto, como se mostrará brevemente infra, en esta concepción el fin común como causa final de la sociedad aparece incluso comprometido en su especificidad de causa y de fin.
Así pues, entre quienes sostienen la causalidad social del fin aparece una cuestión a dirimir, toda vez que dentro de esas corrientes finalistas no hay verdadera coincidencia in re (real, no meramente nominal) sobre cuál sea la causa final de la sociedad. Corresponde entonces, ineludiblemente, sopesar si acaso el bien común consiste en la protección de bienes y derechos particulares; y si acaso amerita ser acríticamente aceptada en sede científica la formulación del bien común como conjunto de condiciones para la perfección de las personas.

I. Sobre la tesis de la promoción y/o protección de los bienes particulares como fin de la comunidad política
a) Las aporías a que conduce
A partir de las posiciones últimamente presentadas cabe considerar la posibilidad de que el primer principio del todo político pueda ser reducido a una pluralidad de fines, o al conjunto de los fines de las partes -sean o no interdependientes-. Ese sería el caso si la causa final del Estado se redujese a los derechos y bienes individuales y grupales, tal como a veces se propone.
Ante esta posibilidad, resulta razonable poner de manifiesto algunos de sus presupuestos y consecuencias. Cada uno de los bienes comunes correspondientes a las sociedades infrapolíticas es específicamente inferior al bien común político. Y su reunión total no alteraría cualitativamente su carácter infrapolítico. Además, si el fin común político consistiese en el reaseguro de los fines infrapolíticos, entonces ya no se trataría de un fin en el que se estructura un orden de perfecciones -materiales y espirituales- participables, sino de tantos fines cuantas partes haya. Con lo cual se plantean ciertas dificultades. Por un lado, el fin que aúna y unifica no es uno ni unificante, porque no es causalmente común, y aparece como formalmente múltiple. Por otro, no existe un fin distintivamente político, superior al reaseguro de los bienes grupales e individuales de las partes. Ambas dificultades comprometen la especificidad y la naturaleza de la realidad política, y son solidarias. La primera pone en tela de juicio la causación y la supraordenación de su fin propio; la segunda obscurece la necesidad de la vida política como promotora de un bien comprehensivo aunque cualitativamente superior al de los grupos y los individuos.
Es necesario recordar que la nota de común que se atribuye al fin de la sociedad política consiste en ser común por la causación. Se trata, concretamente, de una causa que atrae por modo de fin, y que produce efectos en todo miembro de la comunidad de la que es causa. El bien natural perfecto (político) convoca y perfecciona como un fin que no por común deviene ajeno. No es un universal lógico, sino, precisamente, aquello que extiende su causalidad más allá de un solo individuo gracias a su valiosidad intrínseca y a su riqueza perfectiva. En efecto, hay comunidad de causación si lo común es más perfecto que lo individual; en el plano de la causalidad final esto equivale a mayor plenitud de bien. Luego, si el fin político no es más perfecto que los fines infrapolíticos no hay causa final para la sociedad política (6). Ante lo cual se plantean nuevamente dos alternativas: o negar la existencia del todo de orden político (o sea, del Estado) debido a la carencia de un fin real y propio que lo origine -opción inviable, pues la existencia de la comunidad política se comprueba empíricamente a lo largo de toda la Historia entre todos los pueblos-; o cuestionar el carácter natural de la sociedad política. Porque la nota de natural implica el hallarse primariamente abocada a la consecución de un orden específico de bienes exigidos por la naturaleza humana, y no a la evitación de daños o al subsanamiento de defectos. Es decir, la aceptación de la natural politicidad implica la aceptación de que la vida política es un bonum honestum, un bien en sí, y no un remedio de males, a la manera en que paradigmáticamente lo planteó Rousseau: se sufre la vida política como quien sufre se le ampute un brazo para no morir de gangrena (7). Esto equivale, por un lado, a la imposibilidad de resolver el fin político en el socorro circunstancial a otros grupos (de allí que el principio de subsidiariedad mismo se desvirtúe si se lo divorcia del de la primacía del bien común, llamado también “principio de totalidad”). Así como también, por otro lado, la afirmación de la natural politicidad impide explicar la presencia de lo político a partir de insuficiencias humanas contingentes -o de un avatar histórico- (8).

b) Su filiación doctrinal
El principio de la politicidad natural del hombre conlleva necesariamente –lo reiteramos- la afirmación de que el fin de la sociedad política es un bien común propio y específico, irreductible y supraordenado respecto de todos los otros fines naturales de sus miembros. Ahora bien, si la función del orden político se reduce a proporcionar ayuda para que los grupos menores alcancen sus objetivos, luego el fin mundanal de los hombres resulta ser extra- (o pre-) político. Lo político fungiría como allanador de obstáculos, o removedor de impedimentos circunstancialmente atravesados en el camino de los grupos infrapolíticos. Estos parecerían ser, de suyo, autosuficientes. Pero se encontrarían necesitados de ayuda, y sobre todo de protección. Se plantea, aquí, una situación compleja: sociedades autosuficientes requerirían la presencia de otra que, sin un fin específico, les creara condiciones favorables y las protegiera. La causa de la vida política se identificaría, entonces, con la causa de que aquellas sociedades reclamen apoyo en sus desfallecimientos y protección ante peligros. Tal causa no sería, principalmente, sino la debilidad y maldad humanas.
Esta es, precisamente, la doctrina del fundador del liberalismo político, John Locke (9). En efecto, toda su caracterización del estado de naturaleza en sentido estricto es el más decisivo argumento lockeano a favor de la suficiencia de la vida prepolítica. La aparición de lo político supone un estadio lógicamente ulterior, representado por la aparición de la maldad humana y la consiguiente caída en estado de guerra (donde se echa de ver la versión secularizada del dogma del pecado original). El Estado adviene y es exigido a partir de la necesidad de evitar las injurias mutuas y de proveer seguridad a los bienes asequibles por los individuos y los grupos fuera de la órbita política. Es un reaseguro histórico de la libertad primitiva y de sus fines particulares. Lo político aparece, así, como un remedio, en la medida en que sirve para paliar los defectos del estado de guerra y no para promover una órbita de perfecciones humanas superior a las perseguidas por los grupos domésticos o económicos.
Es manifiesto el alcance de la hipótesis de tal estado de naturaleza respecto de la valoración del orden político. Ahora bien, Locke, además, confirma de manera expresa esa concepción del Estado en el parág. 128 del Second Treatise on Government (10), al relacionar causalmente su existencia con la maldad moral. En efecto, dice allí, todos los hombres forman una comunidad, y si no fuera por la corrupción y el vicio de individuos degenerados, no sería necesario agruparse pacticiamente en sociedades menores (políticas); bastaría con la gran comunidad humana. Posiciones como la de Leo Strauss, que acercan el núcleo del pensamiento político de Locke al de Hobbes, encuentran ratificación explícita en ese pasaje (11).
A tenor de lo dicho no resultaría impropio calificar como primariamente represivo el orden político. Este carácter policial del Estado aparece también explícitamente afirmado por Locke. Así, por ejemplo, en el pgf. 88, en tren de distinguir las notas específicas de la sociedad política, nuestro autor señala el papel punitivo como un eje de sus funciones y de su mismo ser (12).
Si la actividad del Estado se limita, básicamente, a tratar de remediar los efectos de la maldad moral, es que los fines humanos son lógicamente previos e independientes respecto del orden político. Este se justifica en la medida en que resguarde imparcial y eficazmente los bienes particulares y sus correspondientes derechos. En sentido estricto ya no puede afirmarse el bien común como fin de la comunidad política; no habría, como se ha dicho, un orden de bienes superiores participables que originara la vida del todo político en tanto tal, es decir, fines que excedieran el ámbito de los individuos o los grupos infrapolíticos.
No otra cosa afirma el Treatise. Constituye un tópico de la obra el aserto de que la razón por la cual los hombres se integran y permanecen en sociedades políticas es la protección de su vida, libertad y propiedad; si bien Locke prefiere hablar, concisa y significativamente, de la protección de su propiedad privada (13). Locke, con todo, se refiere en un escueto pasaje al beneficio que la asistencia mutua provee a los individuos integrados en sociedad política. Sin embargo, la necesidad que esto conlleva es la de deponer la libertad natural y el poder de ejecutar propios del estado de naturaleza, para sostener el poder de la comunidad. Y, además, el fundamento de la obligación que genera consiste en la reciprocidad con que los demás observan igual conducta; es decir, la justicia de resignar el poder natural reside en la situación contractual de las partes. Se trata, pues, de una alusión aislada a la colaboración social (aunque no parece señalarse como actor a la sociedad política, sino a los grupos e individuos que la integran); alusión diluída en la temática recurrente de la necesidad de un poder común protector de la propiedad, fruto de un acuerdo subjetivo. Por todo ello resulta coherente que el término -raro en Locke- de “common good”, estampado enseguida, sea reducido nocionalmente a la protección de la propiedad (14), i. e., al conjunto de los intereses individuales.

c) Algunos corolarios
Proponer la promoción de bienes infrapolíticos como fin del cuerpo político suscita ciertas aporías, cuya solución coherente demanda, sin lugar a dudas, una opción radical. La conjunción de autosuficiencia (natural) prepolítica con debilidad (¿caída?) histórica -que de alguna manera se sigue a partir de la reducción del fin político a la protección de fines particulares- es compatible con los principios contractualistas sobre el origen y la naturaleza del Estado, pero no con el de la politicidad natural. En otros términos, resulta legítimo concluir que no hay conciliación coherente entre este último principio y la tesis que se viene cuestionando. Pues tal conciliación supone aceptar posiciones contractualistas, cuyos presupuestos se hallan en franca contradicción con los del realismo clásico y tomista. Por todo ello no resulta aventurado plantear radicalmente la siguiente opción: o se sostiene la politicidad natural, o se sostiene la promoción de los bienes y derechos particulares como fin de una sociedad política que ya no tendrá carácter natural. Para el filósofo del derecho y del Estado la aceptación de una tesis implica el rechazo de la otra.

II. La reducción del bien común al “conjunto de condiciones para la perfección de las personas” como una variante de la misma tesis
Hay, en efecto, en esta formulación, toda una serie de imprecisiones que la reconducen, de hecho, a la posición que se viene criticando.
En primer lugar, si se acepta que el bien común político es la causa final de la comunidad política, luego no se puede afirmar que la causa es condición, pues, como leemos hasta en los manuales mismos, “la condición es el requisito o la disposición necesaria para el ejercicio de la causalidad: algo meramente auxiliar, que hace posible o impide la acción de una causa; la condición en cuanto tal no posee causalidad. La existencia de adecuadas condiciones climáticas, por ejemplo, es condición para que se desarrolle una prueba deportiva, pero no es su causa” (subr. orig) (15). Por otra parte, la concepción del bien común como condición implicaría la afirmación de los bienes particulares como causas. Respecto de éstos el bien común representaría una suerte de medio.
En función de lo antes dicho, puede afirmarse en síntesis: si el bien común es condición para la consecución del bien particular, entonces, el bien común ni es causa (pues es condición) ni es final (porque tiene razón de medio). Y la causa final se identificaría, también aquí, con el conjunto de los fines particulares.
Una vez más corresponde plantear la opción radical de marras. O se sostiene que el bien común es causa final de la sociedad o se identifica el bien común con un conjunto de condiciones. Para el filósofo del derecho y del Estado, la aceptación de una tesis implica el rechazo de la otra.

NOTAS
  1. Natural Law and Natural Rights, Oxford, 1993, pp. 152-155.
  2. París, 1950, p. 136.
  3. Philosophia moralis, Friburgo de Brisgovia, 1932, p. 411.
  4. La justicia y el derecho, Bs. As., 1973, p. 35.
  5. Derecho Político, Santiago de Chile, 1996, pp. 30 y 31.
  6. Sobre este tema en el Aquinate cfr., entre muchos otros pasos, Summa Theologiae, I-IIae., 90, 2 c.: "[...] porque toda parte se ordena al todo como lo imperfecto a lo perfecto, el individuo es parte de la comunidad perfecta [...] la comunidad perfecta es la ciudad, como dice el Filósofo en el libro I de la Política"; I-IIae., 90, 3 ad 3: "[...] como el bien de un hombre no es el último fin, sino que se ordena al bien común, así también el bien de una familia se ordena al bien de una ciudad, que es la comunidad perfecta"; II-IIae., 58, 9 ad 3um: "el bien común es el fin de las personas singulares existentes en la comunidad" (se utiliza la editio altera romana, Roma, 1894). Ésta y otras cuestiones conexas son tratadas en Sergio R. Castaño, Los principios políticos de Sto. Tomás en entredicho. Una confrontación con Aquinas, de John Finnis, Bariloche, 2008.
  7. Discours sur l’origine et les fondements de l’inégalité parmi les hommes, en Oeuvres Complètes (ed. de la Pléiade), t. III (Écrits politiques), París, 1964, p. 178.
  8. Sobre el concepto aristotélico de politicidad natural cfr. Sergio R. Castaño, “La politicidad natural como clave de interpretación de la historia de la filosofía política”, en Sergio R. Castaño – Eduardo Soto Kloss, El derecho natural en la realidad social y jurídica, Santiago de Chile, 2005.
  9. En lo que sigue respecto de Locke nos servimos del capítulo sobre “El sentido de la vida política en el individualismo liberal: Locke”, en Sergio R. Castaño, Defensa de la Política, Bs. As., 2003.
  10. Se utiliza la edición de C. B. Macpherson, Indianapolis, 1980.
  11. Natural Right and History, Chicago, 1970, p. 166. En A Letter concerning Toleration (ed. Sherman , p. 16, col. 1 de la reimp. de Great Books, Chicago, 1952, t. 35) encontramos un pasaje paralelo.
  12. “And thus the common-wealth comes by a power to set down what punishment shall belong to the several transgressions which they think worthy of it, committed amongst the members of that society, (which is the power of making laws) as well as it has the power to punish any injury done unto any of its members, by any one that is not of it (which is the power of war and peace); and all this for the preservation of the property of all the members of that society, as far as is possible” (subr. orig.).
  13. Cfr. parág. 85, 94, 120, 124, 127. El tema de la propiedad privada ocupa un lugar central en la filosofía política de Locke; un largo capítulo del Treatise le está dedicado. Es pertinente remarcar que la vida económica se desenvuelve ya dentro del estado de naturaleza; además, Locke da por legítima la acumulación de propiedad más allá de las necesidades, y la desigualdad social que esto provoca. Lo político aparecerá como consecuencia del desarrollo de las relaciones económicas y, puede decirse, a ellas subordinado. Respecto de este tema cfr. Leo Strauss, op. cit., pp. 234 y ss.; Norberto Bobbio, Locke e il diritto naturale, Turín, 1963, p. III, esp. pp. 216 y ss; C. B. Macpherson, The Political Theory of Possessive Individualism., Oxford, 1989, pp. 197-221; Loris Ricci Garotti, Locke e i suoi problemi, Urbino, 1961, pp. 69 y ss..
  14. Cfr. pgf. 130 y 131; ver, asimismo, A Letter concerning…, p. 3 col. 1 y p. 16 col. 2 de la ed. cit.
  15. Tomás Alvira, Lluis Clavell, Tomás Melendo, Metafísica, Pamplona, 1982, p. 187.

viernes, 4 de febrero de 2011

APARICIÓN DEL TÉRMINO "ESTADO". "ESTADO Y SOCIEDAD CIVIL"

Algo sobre la historia del término "Estado"

No siempre se ha llamado “Estado” a la sociedad política. Vayan, pues, algunas breves noticias históricas sobre la aparición del término en la modernidad.
El punto de partida es la palabra latina “status” con el sentido de modo de ser de una persona o cosa. De allí pasa a significar, en el lenguaje político del medioevo, prosperidad y bienestar de una sociedad : “statum reipublicae sustentamus” (Justiniano). Más adelante se afina su sentido político, y entonces designa, por un lado, una condición económica, que implica una cierta clase de persona. Es el sentido que pervivirá en los tres “estados” de Francia. Por otro, el ordenamiento o régimen de una comunidad, en la línea de la sentencia de Ulpiano: “publicum ius est quod ad statum rei romanae spectat”. Este sentido, a su vez, se diversifica objetiva y subjetivamente, es decir, como dominio territorial o súbditos personales, y como poder y autoridad [1].
En Maquiavelo comienza a aparecer “Estado”, aunque de manera no exclusiva, como equivalente de “sociedad política”. El Florentino, en efecto, también utiliza el término en el último sentido antedicho, esto es, como gobierno y como dominio territorial. A su vez, como gobierno significa ya forma política o régimen (“lo stato popolare”), ya poder efectivo (“mantenere lo stato”). Pero los especialistas señalan diversos pasos en los que el uso del término ya significa la totalidad social: “quegli che hanno governato lo stato di Firenze”. En la Italia de comienzos del S. XVI este uso moderno va a ir ganando paulatinamente terreno [2].
En el S XVII, Pufendorf significa el concepto de sociedad política con “civitas”, salvo en su obra De habitu religionis christianae, donde usa constantemente “status” por “Estado”. Su traductor Barbeyrac, por su parte, traduce “civitas” indistintamente por “société civile”, “État” y “Corps Politique”. Son las expresiones corrientes en el s. XVIII; Rousseau es un ejemplo de ello. En Inglaterra, todavía a fines de ese siglo, “state” no es de uso habitual, aunque ya Hobbes había traducido “that great Leviathan called a Commonwealth, or State, in Latin Civitas[3].
[1] Cfr. Alessandro Passerin d’Entrèves, La dottrina dello Stato, Turín, 1967, pp. 9-51.
[2] Cfr. Federico Chabod, Alle origini dello Stato moderno, Roma, 1957, Parte I.
[3] Cfr. Robert Derathé, Jean-Jacques Rousseau et la science politique de son temps, París, 1979, apéndice.

"Estado y sociedad civil"
Tiene carta de ciudadanía terminológica –y asaz extendida- la contraposición entre el “Estado” y la “sociedad civil”. En este caso, los singulares matices histórico-conceptuales de los términos mismos implicados aparece con especial patencia: en efecto, aquí "Estado" ya no significa a la comunidad autárquica sino a la organización del poder soberano. Por ello sostenemos que aceptar esa dicotomía como marco fundamental de análisis teórico implica convalidar una concepción en la que se enfrentan en tensión un todo comunitario del cual se han desarraigado los elementos políticos (“sociedad civil”) con un aparato de poder y administración en el que se resuelve la politicidad (o “Estado”). Tal concepción se nutre de presupuestos, en último análisis, liberales y contractualistas, que llegan al marxismo a través de Hegel y von Stein. Y entronca, filológicamente, con uno de los usos primitivos de “status” (ver supra).
Detrás de esa contraposición, hoy habitual incluso fuera de los ámbitos científicos, planea la visión de un todo social que, a pesar de su raigambre objetivamente política, es considerado como a-político. Por su parte, el Estado aparece, de alguna manera, como epifenómeno extrínseco, incluso hostil, a la sociedad civil. Se lo identifica con la organización burocrática y la coacción. Ahora bien, nuestra objeción no pretende ignorar la distinción entre el gobierno y la administración (parte) y el conjunto del cuerpo político (todo). Así como tampoco pasar por alto el dato histórico de sociedades divorciadas de -o traicionadas por- su clase gobernante. Ni desconocer los defectos del estatismo. Pero sí impugnamos asumir acríticamente el universo de ideas que trasunta esa contraposición terminológica, una de cuyas consecuencias es la de circunscribir la política a las pautas de un aparato de poder (casi un mal necesario) enfrentado a una sociedad en cuyo seno, malgrado su índole apolítica, los hombres realizarían sus fines existenciales mundanales. Pues se cumple con ello un nuevo jalón  del desconocimiento de las exigencias de la politicidad natural; y se abona (implícita o explícitamente) el derrotero doctrinal de la demonización de la política, con todas sus virtualidades -que alcanzan incluso a comprometer el planteo de las relaciones entre la Iglesia y la comunidad política-.
Desde un punto de vista precisivamente terminológico, se trata de expresiones que se imponen con Hegel y sus continuadores. "Civil society" significaba en tiempos de Locke "political society". Sin embargo, Adam Ferguson, autor de A History of Civil Society, publicada en 1767 y traducida al alemán al año siguiente, fue quien, al parecer, sugirió a Hegel el uso de la locución “bürgerliche Gesellschaft[1]. En Hegel, la sociedad civil representa un momento predominantemente económico, en que laten las contradicciones del individualismo liberal. Surge de la familia como su antítesis y negación. Si en ésta cada miembro tenía por fin a la familia misma, en aquélla cada miembro es un fin para sí. Todo individuo se convierten en un medio al servicio del fin de los demás. De esta manera es como se crea la urdimbre de relaciones que constituye la sociedad civil [2], llamada a superarse en la substancia ética del Estado.
Lorenz von Stein (cuyos desarrollos sociológicos parecen haber dejado su impronta en el marxismo) distinguía, en la estela de Hegel, un principio del Estado y otro de la sociedad. Aquél consiste en buscar el destino humano -como elevación personal- en la unidad. Los individuos participan en la formación de la voluntad única del Estado a través de la constitución, en la que hallan la libertad. A su vez, la actividad del Estado se vuelca en el gobierno y la administración, que deben ofrecer los medios para el desarrollo personal. Por su parte, en la sociedad se da una relación de individuo a individuo, que implica que cada uno someta a los otros a su servicio. Así, el interés es el principio de la sociedad, y su orden es la dependencia en que se hallan los que no poseen respecto de los que sí poseen. Ello no obstante, es en la sociedad donde los individuos alcanzan el punto máximo de su vida terrena y el cumplimiento de su destino [3]. Manuel García-Pelayo ha puesto de relieve el modo en que los conceptos puros de sociedad y Estado se imbrican y oponen dialécticamente en la vida real, de suerte que la vida política se identifica con la lucha de las clases antagónicas para retener (o apoderarse) de la maquinaria del Estado [4]. Lo que aquí nos interesa es la afirmación de una dicotomía entre Estado y sociedad como entidades autónomas, con principios y dinámicas propios.
En un autor marxista como Antonio Gramsci subsisten estas categorías. El Estado (“sociedad política”), en tanto tal, es el aparato coactivo. La sociedad civil, por su parte, también integra la superestructura, y comprende, fundamentalmente, la dimensión cultural. Su principio rector es la hegemonía, en el sentido de consenso ideológico. En Gramsci se opera una novedosa mutación en el papel protagónico que juega la superestructura; ya no es determinada por las relaciones de producción (infraestructura), sino determinante del proceso histórico. A su vez, la instancia determinante dentro de la superestructura es la sociedad civil: de allí que la conquista del poder pase, indefectiblemente, por la consecución de la hegemonía. Gramsci también acepta llamar “Estado” a la totalidad social (incluso refiriéndose a la “sociedad regulada”, etapa final de la escatología marxista); no obstante, sigue vigente en su pensamiento la identificación entre política y control represivo: “Estado=sociedad política­­­ más sociedad civil, vale decir, hegemonía revestida de coerción [...] El elemento Estado-coerción se puede considerar agotado a medida que se afirman elementos cada vez más significativos de sociedad regulada (o Estado ético, o sociedad civil)” [5] .

[1] Cfr. Norberto Bobbio, “Gramsci y la concepción de la sociedad civil”, en Gramsci y las ciencias sociales, trad. J. Aricó, C. Manzoni e I. Flambaum, México, 1977.
[2] Cfr. Grundlinien der Philosophie des Rechts, III, 2.
[3] Cfr. Der Begriff der Gesellschaft und die soziale Geschichte der Französischen Revolution bis zum Jahre 1830, Darmstadt, 1959, T. 1, pp. 13-90, passim.
[4] “La teoría de la sociedad en Lorenz von Stein” en Escritos políticos y sociales, Madrid, !989.
[5] Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el Estado moderno, trad. de J. Aricó, Buenos Aires, 1997, pp. 158-9.

Tomado, con modificaciones, de Sergio R. Castaño, El Estado como realidad permanente, Buenos Aires, La Ley, 2003 y 2005, pp.35-38.